Lo que la vida me ha enseñado, del teólogo, filósofo y escritor brasileño Frei Betto (Editorial Caminos, La Habana, 2017, traducción de Esther Pérez y prólogo de Raúl Suárez) es una lectura imprescindible para todo aquel que busca sabiendo que “toda la fruta (no) se acaba en la cáscara”. Es un libro que bien sirve de mapa de navegación a quienes quieren ir más allá de lo evidente y consabido con afán de crecimiento personal.
En un mundo acosado por las guerras, el deterioro del medio ambiente, el agotamiento de recursos como el agua o el petróleo, el desplazamiento de cuantiosos grupos humanos que huyen de la miseria y la violencia, el incesante afán consumista habitualmente exacerbado por la propaganda, la confusión política de votantes que eligen cambiar de bando solo por experimentar o por inercia, la extensiva comunicación virtual por lo general despojada de contenidos útiles, se hace cada vez más necesario un sujeto consciente, reflexivo, participativo para evitar desastres mayores.
Para ello sirve una lectura como esta. Porque de eso trata la obra a través de sus distintos capítulos: cómo alcanzar la condición luminosa y necesaria de lo verdaderamente humano.
Tal vez alguno imagine que por tratarse de textos de un fraile dominico nos hallaremos ante sagaces y persistentes llamadas a apegarse a un tipo de fe, como esas torpes campañas proselitistas que acometen algunas sectas. Para nada. El libro se ocupa más de la espiritualidad, certera y ampliamente entendida, que de una religión en particular (bien nos advierte allí que “Dios no tiene religión”).
No es que al autor se desdiga de su confesión católica; solo que, como individuo atento a la interrelación con lo otro y el otro, sabe que siendo un individuo profundamente convencido de lo que es, lo lleva a amar y respetar al prójimo (próximo), independientemente de su creencia. De lo que se trata es de hallar modos en que la supervivencia humana esté asegurada y lo esté a partir de la armonía, la tolerancia y el amor.
Este es un libro para quienes buscan una forma de existencia con sentido, que los lleve a la más plena y libre autorrealización, esos que tienen fe, aunque sea laica, porque la fe desborda toda religión. Ella viene a ser el arraigo y la esperanza en el empuje y la maravilla de la vida. Los textos reunidos son la expresión de alguien que por vivencias y estudios ha conseguido tener un conocimiento de la diferencia entre existir (asunto vegetal) y vivir, condición propiamente humana.
Alguien que ha llegado a ciertas claves para saber lo que es esencial y, movido por su fe, nada dogmática ni cristalizada, propone el desarrollo de la espiritualidad como vía más sana y fructífera para la salvación de las personas. Es su generosidad hacia el otro el que lo impulsa a compartir lo descubierto, no como una conclusión que todos deben aceptar cual dogma infalible, sino como las probadas lecciones que en el tránsito por una existencia acechada de peligros y vicisitudes ha logrado descubrir en carne propia.
La del autor ha sido una vida ardua, pero se ha alzado en ella con el ánimo intacto para reconvertir toda duda en certidumbre, todo dolor en luz y todo resentimiento en amor. Es un gesto acorde con su visión cristiana donde precisamente el amor es el aglutinante de toda realidad compartida.
Repasemos algunos asuntos fundamentales para mayor percepción del libro.
De inicio nos advierte que no es “…ni padre, ni afiliado a un partido político.” Aquí no se trata solo de humildad para decir que lo que expresa no está sostenido en autoridad sino en saber. Es una beneficiosa equidistancia de algún grupo de credo para comunicar la verdad descubierta, con toda la fuerza del individuo sensato y solidario que desea la armonía basada en la plenitud de conciencia. Así que se ve a sí mismo solo como “Un peregrino de Dios que viaja a bordo de una paradoja”, es ese viajero por entre contradicciones el que intenta sugerir un modo generoso e inteligente de hacer el viaje.
Nos dice: “Todos hacemos política. Por participación o por omisión…” Un aspecto esencial pues, si bien la política es solo una esfera de nuestra existencia, es una que decide en mucho su rumbo. Lo político es visto en el sentido aristotélico de interesarse por y participar en los asuntos que fundamentan la vida de todos. La participación por “omisión”, cuando pretendemos no ser políticos, es la más nefasta pues deja en manos de otros, no siempre los mejores, nuestro devenir.
De aquí que señala que la acidia es el peor pecado para una vida fructífera y benéfica, hay que involucrarse porque lo que está en juego es la propia vida. La acidia “…es desánimo de cultivar la vida espiritual e intelectual…”, es como no querer tener una existencia rica y plena, pues solo desde lo más ampliamente intelectual y espiritual es que damos versatilidad, colorido e intensidad a nuestros días sobre la Tierra.
En esta vida de emprendimiento de conductas que muevan a la consecución de una vida armoniosa distingue una relevancia al libro, la lectura. Plantea: “Esa es la fuerza de la literatura bajo las dictaduras: traduce el sufrimiento de las víctimas y dialoga con ellas”. Aunque esta es fundamental en las dictaduras, en todo orden de gobierno es así pues nos enfrenta a múltiples ideas, sentimientos, emociones para acceder a la más abierta diversidad del ser y la vida.
Aquí declara una conclusión primordial: “La literatura de ficción no tiene que ser de izquierda, ni de derecha. Tiene que ser bella”. La belleza es la verdad en las cosas y los actos. Lograr algo bello es acercarnos a lo que nos trasciende, nos colma la existencia de gozo y deseos. Lo humano que queda por encima de una artificial, a veces artificiosa, división ideológica, pues implica lo bueno, lo justo y lo auténtico en su esencia.
La significación de la literatura está muy vinculada con el peso de la imaginación en nuestras vidas. Nos recuerda que: “Todo lo que existe… fue fantasía de la mente humana antes de convertirse en realidad”. El hombre vive en un tiempo presente, pero tiene la mira en otro presente posterior donde accede a lo no conseguido y supera lo logrado, o sea, donde su existencia se acrecienta y para eso tiene que emplear la imaginación que es la clave a la salida del laberinto. Imaginar es fecundar el presente de posteridad. Tal vez por eso muchas vidas individuales sean tan pobres, pues no se viven con imaginación. De hecho, es lo que más falta a los malos conductores de pueblos.
Un aspecto al que le dedica buena parte de su libro es al desarrollo de la espiritualidad como forma de ser y superar la existencia dirigida al tener. Debemos estar apercibidos definitivamente de que no somos lo que poseemos, sino lo que efectivamente en espíritu somos. Así se lamenta: “¡A cuántas inutilidades les damos valor en la vida!” Vamos cerrando nuestro camino hacia el ser de miles de cosas que, definitivamente, son accesorias, pero que las adquirimos por imitación, competencia, complacencia con tendencias.
Por esto dice que es necesario desaprender. “El desaprendizaje es un arte para quien se propone cambiar de vida. En ese viaje cuanto menos equipaje y más ligereza…mejor y más rápido”. Se trata de deshacer toda atadura (convenciones, costumbres, obsesiones, falsificaciones, etc.) que nos desvíe de lo cardinal que es vivir a plenitud de nuestras capacidades.
Un elemento esencial para una vida armoniosa en común es la ética. “El fundamento de la ética es el amor”. Esto es una inoculación a la sociedad consumista, donde las cosas tienden a ser más importantes que el ser. “En este mundo secularizado, desencantado, se sustituyen los valores por las ciencias, el ser por el tener, el ideal por el deseo, el altruismo por el consumismo”.
En un mundo así: “Ya no interesan los principios, importan los resultados.” Y agrega: “Los valores de la modernidad se evaporan debido a la mercantilización de todo: los sentimientos, las ideas, los productos y los sueños”. Pues se piensa en la existencia como una operación de mercado tengo esto y lo cambio por aquello, sobre todo inducidos por un desapego a lo que se es en sí para acercarse a lo que las tendencias grupales inducen.
El autor destaca que las personas: “…cambian, cada vez más, la libertad por la seguridad”. Esto sin reparar en que solo la libertad posibilita el desarrollo pleno del ser. Libertad que no es hacer lo que nos venga en gana sino, precisamente, en romper todo esquema u obstáculo que nos impida ser. No nos percatamos que todo cuanto deseamos lograr implica un riesgo. Hay que arriesgarse a ser libres.
La cura, según el autor, a este mundo cosificado y egogregario es una que, mayormente depende de nuestra voluntad y nuestra dedicación. Lo resume: “No veo otra puerta de salida que no sea la espiritualidad, sumada a una nueva visión del mundo”.
Aquí hace una serie de observaciones muy atinadas y contundentes para conocer qué es en realidad la espiritualidad, algo que no tiene que ver con una creencia o lo supranatural: “¿Qué es una persona espiritualizada? Es aquella cuyo sentido de vida echa raíces en su subjetividad y cuyas opciones son movidas por ideales altruistas”. La subjetividad es el ser indiviso, pensante y creativo que llevamos en nuestro interior potencialmente.
La subjetividad se basa en el individuo, un ser íntegro, que no puede ser escindido. El uno múltiple para involucrarse en la vida diversa y amplia. Este individualismo humanamente sentido es poder ser eso que uno opta por ser y que incluye aceptar el ser distinto de los otros, lo cual enriquece la vida. No debe confundirse con el egoísmo, esto es, imponer nuestro modo de ser, querer que todos sean como nosotros.
La espiritualidad no es una mera contemplación de nuestro entorno. Significa acercarse y cooperar con el otro, sentir y actuar con él. “Las obras de justicia o el compartir son el fundamento de toda espiritualidad verdadera” Es por ello que “la espiritualidad es el fundamento, la base, la motivación de nuestra vida interior”. Una vida interior enriquecida se manifiesta exteriormente con coherencia y de igual modo reflexiva y versátilmente.
Añade: “La espiritualidad es nuestro yo verdadero, que muchas veces no logramos vivenciar. Ese yo, en realidad, es Otro Yo, que apunta siempre al rumbo cierto de nuestras vidas”. Ese ser uno mismo que intenta brotar, crecer y florecer, siempre en vínculo y armonía con la espiritualidad del otro es el que puede conseguir un mundo con sentido.
De modo que la espiritualidad es el otro yo que buscamos en la verdad, con amor y con respeto al otro ajeno, basados, sobre todo en el amor que permite la religazón y en la definitiva aspiración a ser más que a tener. De aquí que: “en la espiritualidad predominan la disposición al servicio la tolerancia hacia la creencia (o la incredulidad) ajena, la sabiduría de no transformar lo diferente en divergente”. Esto es de una utilidad tremenda apara organizar una sociedad sin desplazados ni rechazados.
Ojalá hayamos transmitido las ideas sustantivas de este libro. Al terminar su lectura uno desea solo salir a hallar la espiritualidad dondequiera que esté y a repartirla como una flor de dicha y bienaventuranza. El autor parece convidarnos seguro de que no tenemos tiempo que perder. La vida nos necesita hoy.