Analizar dinámicas globales y su impacto en la preservación de la soberanía y los intereses de los pueblos desde el ángulo de las relaciones internacionales
Se ha cumplido el primer año de la invasión rusa a Ucrania. A pesar de cómo han evolucionado los acontecimientos, tanto la propaganda proPutin —me niego a decir prorrusa, porque Putin no es Rusia—, como ciertos adláteres tropicales, siguen repitiendo falacias que desconocen las raíces históricas. Para agregar leña al fuego, se distorsionan los condicionantes geopolíticos asociados a este gravísimo tiempo en el que el mundo está en riesgo de enfrentar un conflicto desproporcionado, que pondría en peligro la existencia de nuestra especie.
El debate en torno a la invasión rusa a Ucrania constituye no solo un problema de cardinal importancia para las relaciones internacionales contemporáneas, sino permite decantar las posiciones realmente antimperialistas de aquellas que entre «filos» y «fobias» terminan perdiendo de vista que el imperialismo viste diferentes ropajes.
Falacia 1: Rusia está siendo cercada y responde a la amenaza atacando
Después del derrumbe del socialismo burocrático en Europa Oriental y la desintegración de la Unión Soviética, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ha incrementado su membresía con la incorporación de antiguas repúblicas soviéticas, así como de otros estados que habían sido parte del Tratado de Varsovia. En 1999 ingresaron a sus filas Hungría, Polonia y República Checa. En 2004 se sumaron Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania y Rumania; Croacia y Albania en 2009; en 2017 Montenegro y en 2020 Macedonia del Norte.
En todos los casos han sido solicitudes de los gobiernos de esos países, que buscaron la protección del bloque noratlántico frente a una posible agresión rusa o eventualmente serbia, para el caso de los estados balcánicos, que fortaleció al mismo tiempo las posiciones militares y geoestratégicas del bloque militar.
La preocupación respecto a Rusia está fundamentada en el hecho de que, desde la disolución de la URSS, pero muy especialmente desde que se estableció el liderazgo de Vladimir Putin, este país ha intervenido militarmente en diversos conflictos regionales e internos, ocurridos en algunos territorios de la otrora Unión Soviética. La disolución del Estado multinacional agudizó una serie de conflictos entre nacionalidades y etnias en varios de los Estados sucesores, cuyos primeros enfrentamientos habían tenido lugar en los últimos años de existencia de la URSS.

(Foto: Monarquías.com)
Desde 1992, tropas rusas supuestamente de interposición, están estacionadas en el territorio de Transnistria, autoproclamada república independiente de Moldavia, a la cual estaba adscrito cuando se creó la República Socialista de Moldavia, dentro de la URSS. En la actualidad, dichas tropas son el sostén de las autoridades prorrusas del territorio, a pesar de que desde 1994 los gobiernos de Moldavia y la Federación Rusa habían acordado la retirada de dichas fuerzas.
Rusia ha intervenido en el conflicto entre Georgia y las regiones de Abjasia y Osetia del Sur, que mantenían estatuto de autonomía en los tiempos soviéticos, pero que buscaron su independencia al disolverse la URSS. En la actualidad, ambos territorios son de facto independientes de Georgia, después que en 2008 tropas rusas expulsaron a las fuerzas georgianas de ambos territorios.
Tropas rusas y fuerzas de seguridad han apoyado a los regímenes de Bielorrusia y de Kazajistán en la represión de protestas populares ocurridas en ambos países en 2020 y 2022, respectivamente. En el primer caso, contra lo que fue denunciado como un fraude electoral para favorecer la reelección de Alexander Lukashenko. En el segundo, contra el aumento de los precios del gas, decretado por el gobierno de Kasim-Yomart Tokayév, aunque se trasformó después en un reclamo a favor de la democratización de la más extensa y rica república ex soviética, después de Rusia.
Adicionalmente, varios de los países de Europa Central y Oriental han sufrido la agresión rusa a lo largo de la historia. Estonia, Letonia y Lituania fueron territorios incorporados al Imperio Ruso en el siglo XVIII, como resultado de las victorias de Piotr I sobre los suecos en los casos de Estonia y Livonia (parte de Letonia) y en las particiones de Polonia, en las que se anexaron también el entonces Gran Principado de Lituania y las regiones de Letgalia y Curlandia, hoy pertenecientes a Letonia. Los intereses geoestratégicos de Rusia, buscando una posición dominante en el Mar Báltico, condujeron al sometimiento de estos territorios al voraz imperio euroasiático.
Entre Rusia y Polonia existe una larga historia de desencuentros. A fines del siglo XVIII, en tiempos de la emperatriz Ekaterina II, la Mancomunidad Polaco-Lituana fue objeto de tres particiones (1792, 1793 y 1795) en las que desapareció la llamada «Rzeczpospolita», como estado independiente a manos de Rusia, Austria y Prusia. Cuando el Imperio Ruso se desplomó a fines de la Primera Guerra Mundial y tras la derrota de los imperios alemán y austro-húngaro, Polonia resurgió como Estado independiente y rechazó el intento bolchevique de incorporarla al nuevo Estado de los soviets. Ello condujo a la guerra polaco-soviética de 1919-1921, que concluyó con la victoria polaca y la ratificación de su independencia, reconocida por la Conferencia de Versalles en 1919.
Como consecuencia del Tratado de Riga (1921), la frontera polaco-soviética quedó establecida en la que existía entre el Imperio Ruso y la Mancomunidad Polaco-Lituana antes de la primera partición. Esto incluía territorios lituanos, entre los cuales estaba su capital histórica y actual, Vilnius, así como territorios occidentales de Ucrania y Bielorrusia, que incluían la ciudad ucraniana de Lviv (que en polaco se denominó Leópolis) y la bielorrusa de Brest, conocida entonces como Brest-Litovsk, donde se firmó el tratado que puso fin en 1918 a la presencia rusa en la Primera Guerra Mundial.
Por ello, en 1939, como parte del acuerdo secreto entre la URSS y la Alemania nazi, Stalin ordenó la ocupación de las regiones occidentales de Ucrania y Bielorrusia, incorporadas entonces a las respectivas Repúblicas Socialistas. Al concluir la Segunda Guerra Mundial esos territorios fueron reconocidos como parte de la URSS.

(Foto: Sputnik Mundo)
Besarabia era la región oriental de Moldavia que el Imperio Ruso le arrebató al Imperio Otomano en 1812, pero formaba parte de las tierras históricas en las que se fundó la nación rumana, convertida en reino en 1859 por la unión del resto occidental de Moldavia y el principado de Valaquia. Tras la Revolución Bolchevique, la región proclamó su independencia y votó su incorporación a Rumanía, lo cual fue reconocido por el Tratado de París de 1920, firmado entre Rumanía y las potencias aliadas en la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, como parte de los acuerdos secretos en el Pacto Molotov-Ribbentrop de 1939, las tropas soviéticas invadieron el territorio, junto al norte de Bucovina en 1940. Tras la Segunda Guerra Mundial, la condición de potencia vencedora le aseguró a la URSS ambas regiones. Bucovina del norte fue incorporada a Ucrania y Besarabia constituyó nuevamente la República Socialista Soviética de Moldavia, proclamada en 1940 y a la que se unió el Transniéster que hacía parte de la anterior República Socialista Soviética Autónoma de Moldavia, dentro de Ucrania.
La población mayoritaria de la actual Moldavia se considera mucho más cerca cultural y políticamente de Rumanía que de Rusia. En Moldavia se habla rumano y la decisión de su gobierno de declarar el moldavo con alfabeto latino como idioma oficial, fue el detonante del espíritu separatista de la región del Transniéster que es mayoritariamente rusófona.
Al concluir la Segunda Guerra Mundial, la región checa de Rutenia debió ser entregada a la URSS e incorporada a Ucrania. Como es conocido, Checoslovaquia fue invadida en 1968 por las tropas de cinco países del Pacto de Varsovia, liderados por la URSS para poner fin a las reformas introducidas por el líder comunista checoslovaco Alexander Dubček.
Aunque no existían fronteras entre la URSS y Hungría, los tanques soviéticos invadieron el país centroeuropeo en octubre de 1956 para derrocar a su gobierno que deseaba salir del Tratado de Varsovia y declarar la neutralidad.
Finlandia fue arrebatada a Suecia en la guerra de 1808-1809 y se convirtió en Gran Ducado del Imperio Ruso hasta que se independizó en diciembre de 1917. Fue la primera y única independencia aceptada por el régimen bolchevique. Sin embargo, el Ejército Rojo invadió el territorio en 1940 como parte de los acuerdos entre los regímenes nazi y soviético, con el objetivo de anexarse Finlandia y convertirla en República Socialista Soviética.
Pero la resistencia finesa en la llamada Guerra de Invierno lo evitó, aunque debió ceder alrededor del 9% de su territorio en el Tratado de Paz de Moscú. Tras la Segunda Guerra Mundial, Finlandia cedió nuevos territorios adicionales a la URSS y adoptó una política de neutralidad que ha sido abandonada, junto a Suecia, tras la invasión rusa a Ucrania.
Falacia 2: Genocidio ucraniano en el Donbás
La prensa rusa sometida al gobierno de Putin y a la propaganda de su régimen, han esgrimido repetidamente el argumento de un supuesto genocidio ucraniano cometido contra la población ruso-parlante de los territorios separatistas de Donetsk y Lugansk.
Sin embargo, el 27 de enero de 2022, un mes antes de la agresión rusa, la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OHCHR) emitió un informe en el que estiman entre 51.000 y 54.000 las víctimas del conflicto, en el período comprendido entre el 14 de abril de 2014 al 31 de diciembre de 2021. De ellos, entre 14.200 y 14.400 habrían fallecido (3.404 civiles, alrededor de 4.400 militares ucranianos y de 6.500 miembros de otros grupos armados).

(Imagen: El Orden Mundial)
A esto debería sumarse un estimado de entre 37.000 y 39.000 heridos (entre 7.000 y 9.000 civiles; entre 13.800 y 14.200 militares ucranianos y entre 15.800 y 16.200 miembros de otros grupos armados). Aunque cualquier muerte por una guerra es una tragedia para quienes la sufren y sus familiares, las cifras de fallecidos no sugieren que haya ocurrido un genocidio, por brutal que pueda resultar todo lo que ocurrió antes de la invasión, que no guarda relación alguna con la catástrofe humanitaria producida por esta.
Falacia 3: Rusia despliega una «operación militar especial para desmilitarizar y desnazificar» a Ucrania.
El 23 de febrero de 2022, Vladimir Putin anunció el inicio de una «operación militar especial para desmilitarizar y desnazificar a Ucrania». Al día siguiente miles de soldados rusos atacaban zonas del norte, el este y el sur del país vecino mientras la aviación bombardeaba varias de las ciudades más importantes. Al parecer, la apuesta del presidente ruso y de los mandos militares del país era una guerra relámpago en la que muy rápidamente vencerían al más débil ejército ucraniano, derrocarían a su gobierno y establecerían uno prorruso, si no se anexaban el territorio completo, aunque esta última opción nunca fue reconocida públicamente.
Desde la desintegración de la Unión Soviética, Ucrania se ha debatido políticamente entre mantenerse en la órbita rusa o alejarse de ella y orientarse hacia la Unión Europea. Las zonas occidental y central han sido más proclives a la alineación con la Unión Europea y las orientales con Rusia.
El país, inmensamente rico en recursos mineros y considerado también una despensa de alimentos, ha sido tremendamente afectado por la corrupción doméstica y al igual que Rusia, su transición hacia el capitalismo facilitó la formación de grupos oligárquicos que se apropiaron de forma mafiosa de recursos públicos en el proceso de privatización postsoviética.

Combatientes del batallón Azov con una bandera nazi (Foto: WikiCommons)
La existencia de grupos profascistas y xenófobos en Ucrania no refleja un fenómeno exclusivo en este país, sino en varios países europeos, incluida Rusia. En países democráticos son cada vez más numerosos los movimientos ultraderechistas que se aprovechan de fenómenos tales como la crisis económica, el desempleo, los costos reales de una globalización desigual y la creciente migración procedente de países subdesarrollados. Todo ello para ganar adeptos entre los afectados por estos procesos, en su intención de utilizar las vías democráticas para establecer regímenes iliberales y totalitarios, tal y como ocurrió en los años treinta del siglo pasado.
En cualquier caso, la población ucraniana que votó por Volodimir Zelenski, en aquel entonces un outsider de la política nacional, solo conocido por la serie televisiva «Servidor del Pueblo», lo hizo inspirada en una promesa de lucha contra la corrupción y su rechazo hacia los políticos tradicionales que en un amplio espectro habían facilitado, o sido ineficaces con la corrupción rampante que afectó al país desde la disolución de la URSS, pero también en contra de la política ultranacionalista desplegada por Petro Poroshenko, su predecesor y oponente, derrotado en esas elecciones.
Lo demás es conocido. Las protestas del Euromaidán, desarrolladas principalmente en las regiones centrales y occidentales ucranianas, para oponerse a la suspensión del Acuerdo de Asociación a la Unión Europea, decidida por el gobierno prorruso de Víktor Yanukóvich, reforzaron el nacionalismo ucraniano, incluso el extremista. El gobierno intentó limitar el derecho a la protesta, lo que motivó un recrudecimiento del conflicto, la destitución por parte de la Rada Suprema y posterior huida hacia Rusia del gobernante.
En medio de los desórdenes, se produjo la declaración de independencia y posterior ocupación rusa de Crimea y la ciudad autónoma de Sebastopol, anexadas a la Federación Rusa mediante un referéndum que la comunidad internacional no ha reconocido como válido.
Mientras tanto, las fuerzas prorrusas, con apoyo militar y económico del gobierno de Putin, se hicieron con el poder en las regiones de Donetsk y Lugansk y proclamaron sendas «Repúblicas Populares», independientes de Ucrania que, en ese entonces ni Rusia reconoció, aunque las apoyaba.
Esta secesión provocó el estallido de la guerra en el Donbás de 2014-2015, a la que se intentó poner fin ‒sin éxito‒ con el alto al fuego establecido por el Protocolo de Minsk (2014). Estos acuerdos establecían, entre otras medidas, la retirada de los grupos militares ilegales; otorgamiento de un «estatuto especial» que incluyera una descentralización del poder en dichas regiones; realización de elecciones anticipadas en la región de acuerdo con las leyes ucranianas y aprobación de un programa de reconstrucción económica para el Donbás.

(Imagen: Página 12)
Ante el incumplimiento por las partes involucradas, se adoptó el Acuerdo de Minsk II (2015) que establecía el alto al fuego inmediato; la retirada de todo el armamento pesado del territorio; creación de una zona de seguridad; adopción de una «autonomía temporal» en ambas regiones; retirada de tropas extranjeras; reforma constitucional en Ucrania que incluyera el reconocimiento de la descentralización y la adopción de una legislación permanente que reconociera las particularidades de ciertos distritos (porque no todos son rusófonos y prorrusos) en ambas regiones; así como la restauración al gobierno de Ucrania del control de todas sus fronteras, incluidas las que la separan de la Federación Rusa.
Tampoco Minsk II fue cumplido por las partes en conflicto, incluida Rusia y continuaron los combates entre las fuerzas ucranianas y las separatistas apoyadas por el país vecino.
Desde finales de 2021 se incrementó la concentración de tropas rusas en la frontera oriental y nororiental de Ucrania, aunque diversos funcionarios oficiales de ese país negaron su intención de atacar a su vecino. A inicios de 2022 se intensificaron los enfrentamientos entre tropas ucranianas y separatistas, apoyadas por Rusia, con acusaciones desde ambas partes sobre el origen de los ataques.
Ello se vio agravado por las gestiones del gobierno ucraniano de ingresar tanto a la OTAN como a la Unión Europea, que fue respondida por Putin con la supuesta «operación militar especial» que, en realidad, ha sido una invasión en toda regla. Después de fracasados intentos por conquistar Kyiv y Járkiv, las principales ciudades ucranianas, atacadas por aire y tierra, ha logrado establecer un corredor en el este y el sur de Ucrania que une los territorios separatistas con la península de Crimea, anexada desde 2014.
Además de este territorio, Rusia terminó anexando ilegalmente las zonas separatistas de las regiones de Donetsk y Lugansk en el este y Jerson y parte de Zaporiya en el sur de Ucrania.

Zonas de Ucrania ocupadas por Rusia. (Fuente: Epdata)
En un acto público convocado el día del aniversario de la invasión y efectuado en el estadio moscovita Luzhniki, Putin afirmó que Rusia “luchaba por nuestras tierras históricas, por nuestro pueblo”, lo que no deja lugar a dudas de que el objetivo estratégico es la supresión de la independencia ucraniana y muy probablemente ello también podría incluir a Moldavia o al menos a Transnistria.
El 14 de febrero de 2023, el portal noticioso swissinfo, citando fuentes noruegas, cifraba las pérdidas de vidas humanas, tanto civiles como militares, entre 30.000 y 40.000, de los que entre 6.600 y 7.000 serían civiles. Se han denunciado casi 65.000 presuntos crímenes de guerra, la mayor parte de los cuales se atribuye a tropas rusas.
Entre los casos más notorios se menciona el ataque ruso al hospital de maternidad de Mariúpol, así como las muestras de cadáveres de civiles en las calles de Bucha con las manos atadas encontrados tras la retirada rusa. También existen acusaciones de torturas de prisioneros rusos por parte de fuerzas ucranianas. Alrededor de ocho millones de ucranianos se han visto obligados a abandonar sus hogares, emigrando a países vecinos, de los que solo una muy pequeña parte ha regresado al país. Varias ciudades han sido devastadas por la guerra y otras severamente afectadas por ataques de misiles rusos.
Realidades, ética y geopolítica
Las falacias no pueden esconder las realidades. Rusia ha invadido Ucrania con la intención de suprimir su independencia y recuperar lo que el gobernante ruso llama «tierras históricas» o desmembrarla, anexando por la fuerza las zonas oriental y sur del país, ricas en recursos naturales y ubicadas estratégicamente para un acceso dominante en el Mar Negro, al peor estilo imperialista.
Pareciera que, mediante la combinación de un conservadurismo extremo, nacionalismo exagerado y reforzamiento de los valores tradicionales de la iglesia ortodoxa, Putin pretende restaurar, de alguna forma, el viejo Imperio Ruso.
A menudo se esgrime el argumento de que Estados Unidos y la OTAN marginaron a Rusia y la consideraron un enemigo después de la desintegración de la Unión Soviética. Lo que sin dudas debió ocurrir es que, de la misma forma que se incorporaban a la OTAN los antiguos países socialistas e incluso las ex repúblicas soviéticas del Báltico, se hubieran incorporado Rusia, Bielorrusia, Ucrania y los Estados del Cáucaso.

(Foto: Ivar Heinmaa)
Sin embargo, eso no fue lo que ocurrió. Bielorrusia devino un régimen dictatorial desde 1994; Ucrania se ha debatido en una fuerte inestabilidad política, lo mismo Georgia; se han agudizado los enfrentamientos entre Armenia y Azerbaiyán y en las repúblicas de Asia central se han instaurado oligarquías como resultado de la metamorfosis del viejo liderazgo comunista, devenido nacionalista y religioso. Mientras tanto Rusia, después de una etapa de anarquía económica y política bajo Yeltsin, se transformó, poco a poco, en el régimen autoritario que Putin ha impuesto al país, con el apoyo cómplice de la mayor parte de las fuerzas políticas con representación parlamentaria, incluyendo a los comunistas.
La ausencia de un sistema democrático real en Rusia y su intervención directa en diversos conflictos de los Estados periféricos, alejó la posibilidad de una plena integración de este país en los mecanismos de defensa colectiva, que se amplió precisamente cuando el Kremlin comenzó a reforzar su influencia en los conflictos religiosos y lingüísticos que salieron a flote con la desintegración del Estado multinacional.
No cabe dudas que la expansión de la OTAN ha debido preocupar a Rusia, pero los países que se han adherido a ella tienen una larga historia de desencuentros con el gigante euroasiático y han sido ellos los que han solicitado su incorporación a la alianza atlántica.
A pesar de su no inclusión en la OTAN, Rusia fue incorporada en el Grupo de los Siete + uno en 1997, que terminó llamándose Grupo de los Ocho. A pesar de su menor peso económico, se reconoció su peso político en el grupo coordinador extraoficial de la política económica mundial, que también reunía a Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y Canadá y que, sin embargo, nunca incorporó a China. La expulsión de Rusia de este grupo se produjo como consecuencia de la anexión ilegal de Crimea en 2014.
La invasión rusa a Ucrania ha estado motivada por intereses geopolíticos imperialistas que en poco difieren de los que determinaron acciones similares de otras potencias en tiempos pasados y presentes. Por ello, las acciones de un imperialismo no justifican las de otro, especialmente cuando ello se traduce en acciones que causan la muerte de seres humanos, desprecio por su vida y, en resumen, violación de la soberanía nacional de Estados independientes.
Aunque a lo largo de la historia en las relaciones internacionales se han impuesto intereses, siempre es posible que no sean precisamente los de la clase dirigente de los países, sino aquellos que permitan asegurar la paz mundial y el respeto a los derechos humanos.
En el horizonte actual no se avizora una solución militar al conflicto entre Rusia y Ucrania. La guerra de desgaste terminará afectando no solo a ambos países, sino también al mundo entero por su impacto en la economía mundial. Continuarán muriendo personas inocentes y se destruirán más ciudades. En la medida en que el conflicto se extienda en el tiempo, es Rusia quien lleva las de perder, porque es el país agresor: carece del valor moral de la defensa de la Patria frente una agresión externa, algo que favorece a Ucrania, que es el país agredido.
Se impone negociar y evitar a toda costa el estallido de una conflagración nuclear, pero ello no puede ser, como en los tiempos de Hitler, a costa de la soberanía de Ucrania. Una base para una solución negociada necesitará partir del respeto a las fronteras y la soberanía de ese país como Estado soberano, así como encontrar los caminos para que dicha soberanía considere las especificidades culturales de las comunidades ruso-parlantes del Este ucraniano.
La posible neutralidad ucraniana, sin embargo, podría asegurarse a través de un compromiso internacional que incluya a Rusia y que garantice la inviolabilidad de sus fronteras estatales. Una paz que sacrifique a Ucrania solo incrementará el apetito expansionista del nuevo imperialismo ruso, tal y como ocurrió con Checoslovaquia en 1938 con el vergonzoso Acuerdo de Múnich.