Estudio de las condiciones de equidad social y propuestas que contribuyen a erradicar la pobreza y la desigualdad
¿El trabajo sexual femenino existe porque un varón se cree en el derecho de pagar por una mujer como mismo paga por un producto? ¿Quien se prostituye lo hace porque entiende su cuerpo como una mercancía? Los motivos, tanto para abolir el trabajo sexual femenino como para legitimarlo, están en constante debate. Los argumentos discurren entre otorgarle estatus legal y sindicalizarlo —como derecho de las mujeres a decidir por su cuerpo—; hasta regularlo y establecer políticas para extinguir una problemática que incita a la explotación sexual y amplía las brechas de género.
En primer lugar, desde el punto de vista léxico existen tres conceptos que suelen tratarse como sinónimos, pero no lo son: trabajo sexual, trata y sexo transaccional. Un buen punto de partida es la mirada de Deborah Daich acerca de la prostitución como fenómeno heterogéneo y con diversos comportamientos, que se complejiza principalmente por condiciones históricas y culturales. Para la autora, el mercado y el contexto social determinan la manera en que se manifiesta el fenómeno.
Algunas corrientes radicales del feminismo entienden la prostitución en su forma histórica, como una relación abusiva, violenta y esclava, en la cual la mujer es víctima de un hombre. El proxenetismo se vincula a la trata y existe, entre otras condiciones, porque la prostitución no tiene respaldo legal y se desarrolla en contextos clandestinos y peligrosos donde la persona que ejerce el trabajo sexual requiere protección.
Asimismo, las situaciones de pobreza y vulnerabilidad son variables importantes para que muchas mujeres lleguen a la prostitución en condiciones de engaño, obligación o bajo la necesidad de generar ingresos para sostener su vida.
En contraste, el enfoque de trabajo sexual comprende el derecho, no solo a ejercer esta actividad en un marco de tolerancia jurídica, sino el de la jubilación y el aporte social. Quienes se autoperciben como trabajadoras sexuales defienden su labor como una actividad autónoma que requiere amparo legislativo y estatal.
También en los últimos tiempos se ha dado a conocer el término sexo transaccional, que define la práctica del coito a cambio de objetos, dinero o privilegios. La denominación se emplea para evitar estigmas y prejuicios, sin embargo, no contempla el carácter laboral que defienden las trabajadoras independientes.

Quienes se autoperciben como trabajadoras sexuales defienden su labor como una actividad autónoma que requiere amparo legislativo y estatal. (Foto: ADN Cuba)
Putas feministas durante la cacería de brujas
De acuerdo con el Observatorio de Igualdad de Género de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), las cifras de la trata y la prostitución son imprecisas debido la naturaleza clandestina y la variación en sus modalidades. Sin embargo, de forma paralela, en varios países de la región se han creado redes que articulan el trabajo sexual y realizan mapeos e informes de la situación de las trabajadoras sexuales latinoamericanas.
Para develar las circunstancias que condicionan el trabajo sexual en la mayoría de los casos, conversamos con Georgina Orellano, secretaria general de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (AMMAR), quien reconoce que muchas trabajadoras sexuales salieron a las calles por necesidad económica y por ser una vía de ganancia expedita. La activista señala que actualmente es una elección hacia la cual exigen amparo legal y respeto, sin desconocer las condiciones violentas y de desventaja por las que llegaron a ejercer.
Desde el sindicato AMMAR, sito en la Casa Roja en el barrio porteño de Constitución (Argentina), las putas feministas —como se autodenominan— ofrecen asistencia integral a personas que realizan trabajo sexual en la ciudad de Buenos Aires.
En la sede se estableció un comedor social y una escuela primaria para trabajadoras que no culminaron estudios; además, se gestionan exámenes médicos periódicos, y se brindan capacitaciones y acompañamiento a víctimas de algún tipo de violencia. Allí, las sindicalistas ofrecen información a sus pares, quienes son asesoradas por profesionales de Ciencias Sociales y abogados que sirven de puente entre las trabajadoras y las oficinas de trámites.
Las trabajadoras sexuales brasileñas también tienen un largo recorrido a favor de la legalización de la prostitución. Se reunieron por primera vez en la década de los 80 del siglo pasado, gracias a Gabriela Leite (1951-2013) —escritora, presidenta de la organización no gubernamental Davida y ex estudiante de sociología de la Universidad de São Paulo—. Esto facilitó que en el 2002, la Guía Brasileña de Ocupaciones, del Ministerio de Trabajo de Brasil, reconociese al profesional del sexo.
Más adelante, en el año 2012, el congresista Jean Wyllys, del Partido Socialismo e Liberdade do Estado do Rio de Janeiro, presentó el proyecto de ley 4.211/12 para regular la actividad de las trabajadoras sexuales. La iniciativa fue rechazada luego de una contienda encabezada por el diputado de derecha, Francisco Eurico, quien consideró la mercantilización del cuerpo femenino como una de las formas más bárbaras de la opresión, por lo que, según su lógica, legalizar las casas de prostitución no ayudaría a las mujeres.
Por otro lado, quienes concuerdan con Wyllys, consideran que la marginación de las personas que se ocupan del trabajo sexual es el principal factor que conduce a la explotación. No interesa tanto proteger a la prostituta de clase media, sino al proletariado de la prostitución que depende de casas y explotadores sexuales. Se sostiene que políticas antipunitivistas limitarían la explotación del cuerpo femenino, dando a las mujeres la posibilidad de decidir sobre este, sus tiempos, sus ganancias y los modos en los que realizan su trabajo.
En el área de América Latina y el Caribe, gran número de naciones no penalizan la prostitución libre; sin embargo, no reconocen el trabajo sexual y en muchas ocasiones persiguen a quienes se dedican a ello. En casos como Colombia, Perú y Guatemala incluso cuentan con sindicatos de trabajadoras sexuales inscritos, pero, ¿por qué continúan las violencias? El estigma hacia la trabajadora sexual es una de las causas, que se entrecruza con la limitación de la actividad de espacios públicos, lo cual da lugar a que los agentes del orden multen o conduzcan a la estación a una mujer, solo por suponer que busca clientes en la calle.

gran número de naciones no penalizan la prostitución libre. (Foto: Jaime Llera / La Prensa)
Políticas públicas y legalización del trabajo sexual en Cuba
El trabajo sexual tampoco es ilegal en Cuba. La Ley 151/2022, correspondiente al Código Penal vigente, no sanciona la prostitución, mientras se centra en la trata y el proxenetismo. Este apartado fue agregado por primera vez en el Código Penal a partir de la aprobación del Decreto-Ley 175 de 1997, y hasta la fecha no se advierten grandes modificaciones. Sin embargo, la norma sanciona a las personas que incurran en el proxenetismo y otras formas de explotación sexual, y considera una agravante hacerlo aprovechándose de las condicionantes de género que pudieran tener las víctimas.
Con el triunfo de la Revolución se aplicaron medidas orientadas a erradicar la prostitución como vestigio de las relaciones de dominación capitalista. No obstante, como se reconoce en un artículo de la revista Sexología y Sociedad, a partir de la crisis de los 90, aumentó considerablemente la cantidad de mujeres que ejercieron esta actividad como opción de sustento para su familia y, en no pocas ocasiones, de manera paralela a otros empleos. En el mencionado despunte, todas aquellas que realizaban trabajo sexual con turistas fueron denominadas popularmente como jineteras, en adición, en el imaginario social se impuso como patrón de éxito emigrar tras conseguir el afecto de un extranjero.
Si bien las leyes cubanas no criminalizan directamente la prostitución, como pasa en buena parte de LATAM, quienes la ejercen no han escapado de otras figuras jurídicas penalizantes como la de «peligrosidad predelictiva» —afortunadamente eliminada en el reciente Código Penal— que permitía a las autoridades aplicar medidas reeducativas a quienes consideraban individuos antisociales.
A pesar del mencionado avance, aún es inexistente un instrumento legal que garantice los derechos de quienes ejercen el trabajo sexual, por tanto, es urgente la construcción de una estructura con función orientadora y protectora. Que una mujer se empodere también radica en que tenga el derecho de decidir la actividad mediante la cual quiere sostenerse económicamente, desde el respeto y el autocuidado. La estigmatización colectiva y jurídica es el principal impedimento que les permite denunciar y protegerse de posibles chantajes de proxenetas y agentes del orden, u otras formas de violencia que pudieran ejercer sus clientes o la sociedad en general.
¿Qué se necesita hacer en Cuba para acompañar a las trabajadoras sexuales? En primer lugar, que el sistema respete su trabajo. Las organizaciones políticas y de masas en el país, sobre todo la Federación de Mujeres Cubanas, en lugar de intentar hacerlas desistir de su oficio, deben facilitar espacios para la orientación, educación y acompañamiento ante situaciones de violencia; así como impulsar normas que saquen al trabajo sexual del régimen clandestino. Asimismo, urge facilitar el acceso a métodos de protección ante enfermedades de transmisión sexual y anticonceptivos.
Otro avance sería generar alianzas para conectar con espacios de militancia en la región, como la Red de Mujeres Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y El Caribe. También deberían fomentarse los estudios sociales, en los que las experiencias de estas mujeres no se analicen desde narrativas revictimizantes, sino que contribuyan a verlas como entes activos en estos procesos. Unido a esto, publicar estadísticas de encuestas nacionales e internacionales que saquen a la luz el estado actual del fenómeno social para una mejor toma de decisiones.
Por último, las personas que no nos dedicamos al trabajo sexual no podemos decidir por ellas, pero sí podemos luchar y contribuir a que no sean violentadas y trabajen en entornos seguros.