El pasado 19 de febrero, un grupo de activistas protectores de los animales se presentó en el Ministerio de Agricultura para protestar ante la morosidad en la aprobación de la ley de bienestar animal. Según contaron en diferentes espacios, fueron recibidos por algunas personas que, de manera espontánea estaban dispuestas a echar mano a los vítores de moda para armar el correspondiente acto de repudio –quizás guateque de repudio por ser de agricultura el ministerio.
Antes de que se enrareciera el ambiente de manera irreversible, y para sorpresa de todos, salieron a atender a los congregados —que vestían de negro en señal de luto—, el viceministro primero, Ydael Pérez Brito, y otros altos funcionarios de la institución. Invitaron a los presentes a entrar y, según reseñaron ambas partes, la reunión fue respetuosa y fructífera.
Los animalistas se retiraron con una respuesta concreta a sus demandas: «antes del 28 de febrero habrá ley de bienestar animal en Cuba». Medios estatales, como la Agencia Cubana de Noticias y el NTV, presentaron sin etiquetas ni excesos las declaraciones de las partes, y no solo de una de ellas —la oficial—, como es la usanza. Finalmente, todos regresaron a casa satisfechos y quienes simpatizamos con la causa, respiramos aliviados y con esperanza.
Como institución pública que es, el Ministerio de Agricultura acogió a ciudadanos que llevaron hasta sus puertas un reclamo. No hizo nada más que lo que es correcto y debe: escuchó, expuso y, esperemos, haya asimilado y actúe en consecuencia. Un ministerio no es ni puede ser un ente inexpugnable ante cuyas puertas choquen reclamos como olas en el Malecón. El MINAGRI dio en una lección a sus iguales.
Más allá de presuponer la bondad tras estos actos positivos, sería ingenuo desconocer dos factores importantes que incidieron en que las cosas fueran de este modo y no de otro: primero, en este caso los manifestantes realmente deseaban un diálogo, dado que después de agotar las vías a su alcance para hacer valer su preocupación ante la inexplicable demora del proceso de aprobación de la ley, resultaba más productivo sentarse a conversar y exponer sus cuestionamientos a las autoridades; segundo, existen precedentes muy cercanos de presiones ciudadanas mal encauzadas por funcionarios públicos, por lo que pudiera suponerse que ya se cuenta con una especie de «protocolo» —quién sabe si lo hay realmente— para atender este tipo de situaciones y que no se salgan de control.
Dicho esto, vale preguntarse: ¿Qué hubiera pasado de haberse impuesto la conducta de los que estaban listos para burdamente repudiar al grupo de animalistas? ¿Cómo se hubieran desarrollado los acontecimientos si lo que fue un diálogo civilizado se tornaba confrontación?
La noticia del repudio se difundiría a través de las redes, replicándose en perfiles, grupos y páginas. Pronto, atraídos por la ofensa a una causa que en Cuba tiene miles de adeptos, comenzarían a congregarse en torno al MINAGRI cada vez más personas. La policía y la Seguridad del Estado impedirían la llegada de los posibles manifestantes, como han hecho en otras ocasiones. Los reclamos continuarían sumando voces y la situación escalaría.
Inmediatamente se sumarían los medios alternativos. Las fotos y videos de manifestantes subidos en guaguas por la fuerza, de policías impidiendo la salida de las viviendas a activistas, de detenciones arbitrarias; colmarían cada portal de noticias. Del otro lado, comenzaría el proceso de descalificación de los manifestantes: que si reciben dinero de Estados Unidos o de Nueva Zelanda, que si se reunieron con uno u otro funcionario, que si una vez tal o cual dio esta o aquella declaración. En la noche, vendría el humbertazo para coronar el suceso y acabar de intoxicar el ambiente.
A corto plazo, el infeliz desenlace de un justo reclamo solo serviría para ideologizar con etiquetas a una de las causas más nobles de cuantas defiende hoy la sociedad civil cubana. Durante días, semanas o meses, aun cuando ya nadie se acordara del evento, seguiría la campaña sostenida de descalificación, que emplearía los más chapuceros argumentos de manipulación y usaría como adalides a los voceros habituales. La incomodidad social y política, agravada por la crisis económica y la pandemia, tendría entonces un nuevo motivo para acentuarse.
Por suerte e inteligencia, nada de eso sucedió. Pero esta actuación, hasta ahora excepcional, debería motivar reflexiones y sentar precedentes.
¿Qué de positivo han traído los atrincheramientos que caracterizan a los que deberían ser espacios de diálogo? ¿Cuán beneficiosas han sido las campañas de descalificación, llevadas a cabo con herramientas y por personajes de ética más que dudosa? ¿En qué ayuda enrarecer el ambiente de este país que atraviesa uno de los momentos más difíciles de su historia reciente con puertas cerradas, calificativos fáciles y ofensivos, espacios pensados para mentir y denigrar, contraviniendo los valores del periodismo cubano y las enseñanzas éticas y profesionales de la academia?
Ojalá lo sucedido este 19 de febrero en el Ministerio de Agricultura —la actuación responsable y coherente de los funcionarios y ciudadanos que allí confluyeron— no sea una excepción digna de resaltar, sino que se convierta en la norma de nuestras instituciones. Ojalá la forma profesional y decente, aun con alguna omisión y edulcorantes como fue abordado el asunto por los medios oficiales, también se imponga y destierre la peligrosa vulgaridad que últimamente se ha vuelto común en espacios de nuestra prensa. Ojalá termine también la tendencia que ha empoderado a personajes nefastos que mienten más que hablan en su afán de dividir a un pueblo en bandos antagónicos.
Si como cada facción declara, el interés es construir un mejor país para todos, la decencia, el diálogo y la coherencia; no la confrontación y la vulgaridad, son el único camino posible. En el MINAGRI no solo ganó un proyecto para el bienestar animal, sino que también se beneficiaron la República y la ciudadanía.