El hombre nuevo
En una clase de Psicopatología, efectuada en un hospital psiquiátrico docente, organizamos una presentación de caso. Un joven hospitalizado y clínicamente estable aceptó ser entrevistado por los estudiantes. El paciente había encontrado refugio en un delirio político como solución a la angustia que le provocaban sus síntomas y experiencias psíquicas poco comunes.
En medio de la entrevista, no pudo evitar sostenerse una vez más en su delirio y gritó determinado: «¡Viva la Revolución!». Todos los estudiantes, a pesar de que observaban un acto docente, respondieron serios y sin dudar: «¡Viva!». Al percibir la respuesta pronunció dos consignas más, que fueron respondidas automáticamente con igual determinación. Mi colega y yo retomamos el ejercicio didáctico lo mejor que pudimos, calmamos la situación y agradecimos al joven por haber colaborado.
Luego de acompañar al paciente a la sala, invitamos a los alumnos a hablar de lo ocurrido. Mi colega no paraba de reír. Los estudiantes y yo estábamos divididos entre el asombro y la risa.
No debemos confundir psicosis con locura. El paciente se había servido del delirio, era un asunto que se explica a partir de la psicosis. Del lado de la respuesta −¡de los vivas!−, el asunto fue otro; y solo se explica a partir de la locura.

(Foto: Reuters)
El beneficio de la ignorancia
Lo humano nace del desamparo. En comparación con el animal, que generalmente garantiza su independencia en algunas horas o días, el ser humano solo es independiente en apariencia. Mientras que el animal se siente en la naturaleza, parafraseando a Bataille, «como el agua en el agua»; el ser humano solo cree poder encontrar garantías en el otro; en algo extranjero a sí mismo: en la madre, en el lenguaje, en lo social. Sin las garantías biológicas del animal y en su condición de ser social, lo más íntimo del sujeto humano es éxtimo, como diría Lacan.
Este empuje hacia otra cosa que sí mismo, es el deseo. A diferencia de la necesidad, la naturaleza del deseo es precisamente nunca poder ser satisfecho. Nos empuja al reconocimiento de los demás, a buscar refugio en el arte, en la religión, en el amor, en los ideales. Es gracias a esta imposibilidad de certeza de un programa biológico, de respuesta definitiva, que creamos y que buscamos formas nuevas de vivir juntos.
Por el contrario, cuando se pretende asumir o imponer respuestas definitivas, los efectos psicológicos y sociales suelen ser funestos. Desde los rejuegos neuróticos en los que nos involucramos, hasta la afiliación extrema o la alienación a una ideología, a una secta, o a una religión; el fanatismo y la radicalización son un velo denso donde, siendo más fieles a un imaginario, negamos maniáticamente que somos seres desamparados. Le damos la espalda al deseo.
Aun así, las contingencias de la vida nos devuelven necesariamente a ese lugar que queremos evitar. No solo a usted y a mí, a pesar de la aparente eficacia del autoengaño, también a la vecina que se enfermó, al que vive en la pobreza; también a los reyes. Ni los Papas, ni los dictadores, ni los agentes de la Seguridad del Estado, ni los policías son invulnerables. Aunque queramos ignorarlo, no hay quien escape al sin sentido de la muerte, la enfermedad y el sexo.
La Castro/ación
Dos días después de la muerte de Fidel Castro, el filósofo Slavoj Zizeck publicó un pequeño texto dedicado a Cuba: The Left’s Fidelity to Castro-ation. Jugando con el término psicoanalítico castración, el autor introduce una pregunta sobre el futuro de los cubanos. Se alarma de que seamos presa del imaginario de la izquierda occidental y reconoce las contradicciones en que quedamos atrapados después de esa pérdida. No obstante, trata y finaliza el artículo repitiendo el mismo malentendido que critica: el de leer el asunto cubano solo a partir del 59; el de ver lo cubano solo desde el sueño de la izquierda internacional.

(Foto: Michael Christopher Brown)
Fidel Castro ocupaba el lugar de la imago paterna. Salir de Batista, dictador que traicionó el ideal republicano martiano, e identificarse al reivindicador fue fácil para el imaginario del pueblo. Son pocos los que se resisten a la idea de un salvador que condensa esperanzas y alivia de incertidumbres futuras. El anhelo de una sociedad próspera socialmente, la narrativa del hombre nuevo y del bien común, ayudaron a establecer la nueva perspectiva social.
Más allá de los excesos políticos que el gobierno revolucionario justificaba, la imago paterna del líder de la Revolución facilitó cierto aglutinamiento, identidad de grupo, ilusión de poder compartido. No hay caudillismo sin el enamoramiento de las masas. Este efecto de cohesión y enamoramiento hacia Fidel Castro fue fracturado tras su muerte en 2016.
Los presidentes que vinieron luego no pudieron provocar el mismo resultado, aunque hayan tratado de servirse de la imagen paterna. Lo que ha quedado es aferrarse a la fantasía del gobierno irreprensible, sin manchas e inmortal. Funcionarios y adeptos se agarran a la idea de que una ideología de manual puede definirlo todo.
Se produce de manera recursiva una sola versión, una sola verdad fija, eterna, ahistórica y binaria de la realidad cubana. Se representa un estado de imagen irreprochable. ¿Por qué una canción, el performance de un artista, la imagen de Martí con sus dos patrias, una publicación aguda de profesores en una revista, o una joven de veintidós años, se convierten ipso facto en contenidos altamente peligrosos? Porque el estado gobierna desde el semblante, desde la fidelidad a esa apariencia. No se sostiene en la relación entre las instituciones, la ley, la experiencia real del pueblo y la participación ciudadana; sino en la exigencia de asegurar una imagen.
Pasando por la Zafra de los diez millones hasta el reordenamiento monetario, el discurso oficial dice algo y la realidad del barrio, la mesa de muchas familias, dice otra. La separación entre el discurso oficial y la realidad del pueblo es enorme. Definitivamente dicho discurso está castrado.
La luz que alumbra y el brillo que ciega
Uno de los atolladeros a los que ha sido expuesta la subjetividad social cubana, es la reducción de los símbolos de la patria a fetiches. El estado no toma en cuenta la saturación propia de todo proceso propagandístico. Los chistes y la manera jovial del cubano siempre han ayudado para deshacerse del desbordamiento y la saciedad de la propaganda. Pero peor que el hastío es el hecho de que lo que deberían ser símbolos, metáforas de cubanía, se transforman en objetos que solo remiten a una idea reducida de lo nacional.
Podría decirse que fetichizar la patria es querer sostener el patriotismo en la idolatría, en una fe perversa. La perversión radica precisamente en que el fetiche niega toda dialéctica subjetiva y social y fija una única manera de tener placer. Lo que nos hace preguntarnos si la única manera de ser-en-sociedad en Cuba, es dentro de un socialismo fetichista.
Otro efecto de este tipo de parafilia política es el de la homogeneización del pueblo. Al negar su diversidad, la representación de pueblo se reduce a Uno. El filólogo judío Víctor Klemperer, en su libro LTI, La lengua del Tercer Reich, hace notar cómo ese término era usado en el naciente estado nacional socialista: «Pueblo» se emplea tantas veces al hablar y escribir como la sal en la comida; a todo se le agrega una pizca de pueblo (…). Tengo la impresión de que en Cuba la noción de pueblo es simplemente un pretexto, a partir del cual se impide que el propio pueblo hable de sí mismo.
El fetiche tiene un brillo que ciega, pero la palabra es una luz que alumbra. A la idolatría del totalitarismo, se contrapone el volver a tener confianza en la palabra escrita de lo jurídico y en la palabra hablada del pueblo real. Es la palabra la que sostiene el dialogo, el lazo social, la diversidad de las narrativas de lo cubano, de la poesía, y es en el dialogo que se abriría el camino a la patria como misterio.
El fetiche esta por fuera del amor y denigra la palabra. Es por esto que el Estado no dialoga. No solo por su carácter totalitario, sino porque no tiene acceso a la palabra; solo a reliquias ideológicas; solo a consignas. Ve un enemigo en la poesía, en el arte, en la producción de pensamiento. No es que los funcionarios del Estado no quieran dialogar, es que les resulta imposible. Porque allí donde debería haber escucha, preguntas, misterio, han puesto un ídolo ideológico. Como diría Umberto Eco en El nombre de la rosa (…) «El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda… Ojalá estemos a tiempo de todavía dudar».
«Sin patria, pero sin amo», escribió Martí, que prefirió el desamparo a la servidumbre. Es lo que han preferido algunos cubanos dentro y fuera de Cuba que son pueblo, artistas-pueblo, campesinos-pueblo, obreros-pueblo, intelectuales-pueblo, profesores sin aula-pueblo. Poco importa la estadística, poco importa la ilusión de minoría o mayoría. Un solo cubano es también pueblo. Otros, al contrario de Martí, prefieren la servidumbre al desamparo, optan por alienarse en consignas en vez de saborear la dimensión de la poesía; ellos también son pueblo.
Lo más íntimo en nosotros es disidente. El deseo en sí mismo desobedece, es inconformidad, nunca es unánime, no se adapta ni se conforma, busca otra cosa. Ante la imposición de la patria como idolatría y fetiche, póngase la patria como enigma y deseo, como palabra individual y de diálogo, como desobediencia y búsqueda. Hagamos de Cuba patria de lo individual y lo comunitario, un lazo inclusivo, una república, sin destierros, sin consignas automáticas.