Vituperios como razones y argumentos en las redes sociales, reyertas por diálogo en los sitios de opinión, pendencias entre partidos como ética política, abusos a niños, golpizas cuando no asesinatos a mujeres, tapabocas a quienes disienten, marchas pacíficas disueltas a porrazos y balas, migrantes en busca de hogar seguro dejados al azar de la intemperie, genocidios en nombre de determinada fe, crímenes raciales, gobiernos impuestos por la razón de la fuerza, guerras por intereses mercantiles disfrazados de asistencia liberadora…
Tal es, en parco resumen, el panorama de este mundo. Una energía, potente como la gravitación universal, pero perniciosa y mortífera, parece hacer girar al planeta.
No hay fuerza más destructiva que el odio. Genera entre las personas constante resentimiento, agresividad, animadversión, rencillas, guerras, ansias de aniquilar al semejante. Pero el odio no solo hace daño al otro. En primer lugar perjudica al propio odiador. Lo sume en un estado de perpetua irritación, de obnubilación que no deja actuar a la sensatez, que enturbia la comprensión, que aleja todo afecto. La persona que odia no conoce la paz interior tan necesaria para acercarse, comprender y actuar debidamente en el mundo.
Y no se trata de la ira que es una energía necesaria para proceder con fuerza ante algo que nos lesiona, pero que no deja secuelas. La ira es ocasional y enfocada a un acto, el odio es permanente y se proyecta ante todo lo que el individuo considera inconveniente. Va dirigido no a los actos de una persona sino a la persona misma, pues se ve a esta como causa de nuestras decepciones, frustraciones y derrotas. Al ser un impulso instintivo e irracional actúa de forma desproporcionada y arrasadora contra el objeto de su animadversión.
El odio es fruto de la incapacidad del individuo para la autocrítica, el diálogo y la tolerancia. La arrogancia de pretender que siempre tenemos la razón o el rencor de creer que siempre somos la víctima es lo que genera el odio. Es por eso tan necesario el autoconocimiento, el pensamiento crítico, la sensibilidad ante lo diferente, el razonamiento asistido de sensibilidad humana.
Nadie es perfecto, pero eso no nos hace peores, solo humanos. Saber y aceptar esto nos lleva a una mayor paz interior, a una constante autosuperación y a un espíritu conciliador tan necesario siempre para el equilibrio de las relaciones humanas.
Por su carácter ofuscador y agresivo, que no admite otros argumentos que los de su pasión exacerbada, el odio puede ser fruto de manipulación para tétricas misiones. Precisamente, conocedores de la pujanza demoledora de este sentimiento, muchos capos de masas humanas lo han aprovechado para azuzar a favor de sus propósitos a unos grupos de sujetos contra otros.
Es la virulencia que atizó Franco contra los republicanos, el encono que incitaron los gobernantes pretorianos contra los negros sudafricanos, la carnicería que logró desatar Hitler contra los judíos y otras minorías o el minucioso exterminio de Stalin a sus opositores, solo por citar unos casos conocidos.
El mundo solo tendrá paz cuando nos acerquemos los unos a los otros a consensuar, a compartir y cooperar. Cuando se asuma una actitud así, los bandos y partidos solo servirán para objetivos concretos, pero nunca para la anulación o eliminación del otro.
El otro diferente es solo la parte que me hace comprender que la vida es mucho más que mi yo y lo que creo, y que todos podemos convivir con cordura, comedimiento y respeto. Alejemos con autosuperación esta cualidad aciaga porque, como decía Martí: «El odio es un tósigo: ofusca, si no mata, a aquel a quien invade».
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