La crisis social en Cuba, que halló su punto clímax durante las protestas del 11 de julio del 2021, se debe a razones estructurales padecidas por el modelo político-económico desde hace décadas. Tales elementos no han sido canalizados con la solidez y consistencia que reclama el momento histórico hacia una plena democratización de la sociedad, liberación de las fuerzas productivas y sinergia entre los actores económicos, de manera que sea posible el establecimiento de un régimen de prosperidad colectiva que satisfaga las necesidades materiales de la población, junto a los necesarios niveles de equidad y justicia social.
En el eslabón más débil se encuentran las comunidades pobres, que poseen una presencia mayoritaria de afrodescendientes según los censos realizados en los últimos años. Estas poblaciones sufrieron con mayor impacto los embates de la pandemia, la escasez de productos, las restricciones en sus niveles de consumo, la dolarización económica, la inflación monetaria, el encarecimiento de los servicios públicos, los sistemáticos apagones, los retrasos en el esquema de vacunación y los errores en el diseño e implementación de la «Tarea Ordenamiento».
La complejidad que caracterizó el escenario interno, se vio agravada por la persecución financiera estadounidense —dado el sostenimiento por el presidente Joe Biden de las medidas impuestas bajo el mandato de Donald J. Trump—. No resulta casual entonces que aquellos barrios que padecen con mayor rigor las consecuencias de la crisis, fueran protagonistas en los hechos acaecidos en julio de 2021.
La protesta social como expresión del conflicto de clases en Cuba
Desde el momento en que se reportaron los primeros incidentes de manifestación, ocurridos en el municipio San Antonio de los Baños, la reacción de los medios de prensa y el discurso oficiales fue la deslegitimación de la movilización popular. La mercenarización se convirtió en la estrategia comunicacional implementada por el Gobierno, que justificó de ese modo su convocatoria al enfrentamiento.
El lenguaje elitista, anti-popular y criminalizante del presidente Miguel Díaz-Canel evidenció una retórica similar a la proyectada por líderes políticos de modelos neoliberales en la región. Dicha postura intransigente no estuvo al margen de calificativos denigrantes, vista la composición de las personas que salieron a las calles ante la crítica situación socioeconómica y sanitaria.

Racialización de la pobreza, Marianao, La Habana. (Foto: Alexander Hall)
La racialización de la protesta se percibió en el uso de calificativos como: «vándalos», «marginales», «anexionistas», «delincuentes», «malandrines», entre otros, que recayeron sobre una población contestataria con una presencia importante de personas negras y mestizas, que padeció así las consecuencias de la criminalización a su derecho de libre manifestación pública.
A dicha estrategia le había precedido una campaña mediática que abarcó los medios estatales dirigida contra las/os denominadas/os «coleras/os» y «revendedores», que por lo general resultan mujeres racializadas e inmigrantes internas en condición de pobreza. Hacia ellas se enfocó la mirada inquisitorial de las instancias policiales, al culpabilizarlas de los déficits en la productividad y distribución de los escasos bienes materiales de que disponía el país.
Tales prácticas, lejos de constituir mecanismos de enriquecimiento humano, resultaron estrategias de supervivencia, pues al carecer de oportunidades convencionales para su sustento, la cotización elevada de esos bienes en el mercado informal les permitía lo indispensable para la reproducción de su vida. De esta manera, resultaban el eslabón más endeble de una cadena de corrupción que se inicia en la gerencia de los comercios estatales.
Durante las jornadas de julio, no fueron pocos los hechos de detención arbitraria que culminaron en actos de procesamiento sobre personas en condiciones de vulnerabilidad que cometieron actos legalmente tipificados como delito. Sin embargo, el régimen punitivo expresado en largas condenas contra los imputados, sumerge las profundas contradicciones estructurales de la población residente en las comunidades empobrecidas, a pesar de las enormes problemáticas sociales que caracterizan sus modos de vida.
Tales aspectos inciden en la extensión de procedimientos apartados de la re-inserción social que, en lugar de optar por patrones de castigo severo, debieran adoptar estrategias encaminadas a disminuir los elevados niveles de población penal —de mayoría afrodescendiente— en el territorio nacional.
De igual forma, el Partido/Estado ha preferido la cancelación de discusiones vitales, como la necesidad de un debate público en torno al abolicionismo carcelario, y la adopción de mecanismos para la prevención del delito, acordes a las nuevas teorías sociales con resultados comprobados de efectividad, apartados del recurso mimético de importación acrítica.
La estrategia gubernamental, signada por la deslegitimación de los manifestantes, contiene un fuerte carácter reactivo con el propósito de proteger los intereses de la cúpula partidista-estatal. Es desatendida así la grave situación que afecta la vida de las poblaciones residentes, marcadas por la precarización económica, el predominio de patrones de violencia transversalizados, elevados niveles de relegación social, deterioro agudo de la infraestructura habitacional, déficits en las redes de alcantarillado y dificultades en el acceso estable a los servicios de electricidad, agua potable, gas licuado, entre otros.

Racialización de la pobreza, Marianao, La Habana. (Foto: Alexander Hall)
Las dinámicas reales en esos entornos han sido identificadas por los estudios sociológicos realizados desde antes de 1990. No obstante, dichos diagnósticos carecen del consistente amparo político-económico para la reversión de la preterición social y la marginalidad económica, cuyas propuestas resolutivas han sido largamente postergadas por las instancias decisócratas a nivel municipal, provincial y nacional.
La proyección mediática ante las protestas contenía una matriz discursiva criminológica que recibió el sustento de una represión inaudita, desplegada a lo largo y ancho del país. Ante ello, el estado añadió cuotas sustanciales de violencia policial a la violencia sistémica padecida por los habitantes de los entornos barriales que manifestaron de forma espontánea su descontento hacia el régimen imperante.
Si bien es cierto que parte de esa inconformidad se expresó en el saqueo a establecimientos comerciales —inaccesibles para el trabajador local al cotizarse productos de primera necesidad en moneda extranjera—, sumado a la agresión física de la población civil a numerosos agentes uniformados; la violencia estructural del orden social no resulta equiparable a los reclamos populares en la exigencia legítima de mayor acceso a medicamentos, alimentos, bienes de consumo y derechos sociales históricamente vetados.
Diversos enfoques ante la crisis estructural del modelo
Un sector de la intelectualidad orgánica al status quo, reprodujo las tácticas del poder en la deslegitimación de la manifestación social, acudiendo incluso a sustentos neoestalinistas aupados en el ejercicio de un marxismo dogmático. En la satanización de sus actos, se consideró la rebeldía de las masas como expresión de una ausente «conciencia de clase». Según la lógica de tales referentes, los manifestantes atentaban contra sus propios intereses existenciales al responder a los «designios de una potencia capitalista extranjera».
Estas perspectivas intentan identificar el derecho de protesta social contra las insuficiencias en la gestión del Gobierno con las proyecciones de sectores vinculados a la oposición tradicional, defensora en ciertos casos de banderas neoplattistas, cuya presencia en esos eventos resultó minoritaria y escasamente influyente. A pesar de los gritos de «Patria y Vida» en una parte de la ciudadanía, las movilizaciones estuvieron alejadas de los preceptos de absorción cultural o sumersión político-económica a la potencia del Norte que marcan los intereses de actores políticos vinculados a una agenda que persigue el cambio de régimen en la Isla.
Expresiones de ese tipo se sustentan en contra del imaginario sacrificial que ha distinguido el metarelato discursivo de la Revolución Cubana, pues resulta contrastante el modo de vida de su dirigencia con las penurias de la clase trabajadora en sus esfuerzos por contribuir a la productividad del país, abnegada además por los efectos de la hostilidad estadounidense y la incapacidad del Gobierno de la Isla en la articulación de un modelo que genere estabilidad económica para las masas desposeídas.
Los referidos sectores de esa intelectualidad omiten, consciente o inconscientemente, las falencias que tipifican el diseño anti-democrático de la sociedad, a pesar de su reivindicación como «socialistas» a nivel de discurso ideopolítico. Tales posicionamientos resultan incapaces de identificar los elevados niveles de sovietización —perceptibles en el predominio de una planificación autoritaria, centralización excesiva, institucionalización estadocéntrica, burocratización administrativa, unanimidad parlamentaria, restricciones a la libertad de expresión y una regulación institucionalista de la creación artística— que devienen lastres fundamentales para el desarrollo económico, social y cultural.

Racialización de la pobreza, Marianao, La Habana. (Foto: Alexander Hall)
La hegemonía discursiva de la propaganda oficial es respaldada por actores influyentes en el ámbito intelectual y académico latinoamericano, como han sido las voces de Néstor Kohan, Atilio Borón, Fernando Buen Abad y Frei Betto, entre otros. Dichas figuras sostienen una visión idílica del proceso de liberación de 1959, al considerar a Cuba una especie de «bastión del proletariado» o reducto del «socialismo internacional» a la altura de la tercera década del siglo XXI.
Esta visión, que asume los rudimentos del marxismo estalinista trasmutado en «ideología de Estado», resulta incapaz de analizar a profundidad las variables que condujeron a la caída de los regímenes de corte soviético durante el siglo XX, al convertirse en herramienta cognitiva para el sostenimiento de una estructura burocrática de tipo capitalista. En consecuencia, dicha elucubración permanece alejada de la realidad, así como de los intereses de transformación que la han distinguido como arma teórica de los movimientos anti-sistémicos del planeta.
En sus perspectivas sobre la situación cubana, las mencionadas figuras establecen atisbos de continuidad en los preceptos igualitarios que definieron las políticas sociales del proyecto histórico revolucionario. Sin embargo, su acomodo intelectual contrasta con la voluntad migrante e inconforme de las masas, las penurias socioeconómicas del pueblo y las reiteradas muestras de inconformidad percibidas en la micro-política del espectro ciudadano. A la vez, sus proyecciones discursivas resultan incapaces de valorar las numerosas expresiones de colonialismo interno, transdominación, y opresiones múltiples que tienen lugar bajo el modelo político insular.
En la antítesis de esta postura se encuentran destacadas figuras de pensamiento socialista, marxista, decolonial, feminista, antirracista y anti-capitalista que se han pronunciado en contra del autoritarismo en la Isla. Entre ellas resaltan: Gayatri Chakravorty Spivak, Alex Callinicos, Noam Chomsky, Eric Toussaint, Michael Löwy, Luciana Cadahia, John Molineaux, entre otros. Algunas de estas personalidades, apartadas de todo posicionamiento dogmático y desde militancias progresistas, han solicitado el cese de la represión política en Cuba y la concesión de una ley de amnistía para la reconciliación nacional que abra las puertas a un socialismo democrático de iguales.
Los desafíos del color ante la crisis político-económica
A un año del 11J la población cubana aún padece los efectos de la dolarización, la especulación de divisas, la escasez de medicamentos, alimentos, combustibles, insumos para el aseo y otros bienes indispensables para la vida. La crisis económica se acentúa ante el deterioro de los servicios públicos y la pulverización del salario debido al ascenso generalizado de los precios. Sobre las comunidades empobrecidas recae con mayor rigor las consecuencias de la crisis social.
Desde que fuera anunciado, en marzo de 2020, el Programa Nacional contra el racismo y la discriminación racial, resultan escasas las políticas dirigidas a revertir los efectos de la precarización del «componente racial negro». Si bien resultó de vital importancia para la visibilización del flagelo y su reconocimiento institucional, las pautas desde su creación han estado signadas por la opacidad y la falta de incentivos en la promoción de los aportes científicos, artísticos, bibliográficos, etnológicos, históricos y culturales que respecto al tema se han producido en el país.
El enunciado programa suele recurrir a spots promocionales de carácter didáctico, signados por una retórica amparada en los recursos del mestizaje, el ajiaco ortiziano, el color cubano y la alusión al término «vestigios». El empleo conceptual de esos productos comunicativos evade la profunda dimensión sociológico-cultural que representa el flagelo.
Estos subterfugios se han constituido en métodos efectivos para la subestimación de las diferencias, a pesar de la crítica realizada por los estudios subalternos y decoloniales, que abarcan una presencia importante de exponentes marxistas, que identifican esas tácticas como mecanismos de poder para sostener el status quo y soslayar el abordaje de los abismos socioclasistas que separan a las poblaciones étnico-raciales.

Racialización de la pobreza, Marianao, La Habana. (Foto: Alexander Hall)
De esta forma, bajo el estandarte monolítico de unidad homogenizante, se acude a la retórica de falsa fraternidad democrática proyectada por las elites nacionalistas decimonónicas para fortalecer sus mecanismos de dominación, continuada en la región como una estrategia de los estados neoliberales mediante la promoción del multiculturalismo para fingir una convivencia afectuosa entre las diversas poblaciones.
La estrategia gubernamental en el manejo de la crisis se caracteriza por el triunfalismo que celebra la presencia negra en instancias parlamentarias y espacios de visibilidad mediática. Ello genera una falsa representatividad y oculta los problemas estructurales que padece su composición civil. Este recurso se refuerza con la implementación de estrategias populistas de «reanimación social», aunque dichas acciones no resuelvan las problemáticas de fondo que laceran la vida en dichos entornos, inducidos por una praxis paternalista instrumental que reproduce la colonialidad del poder.
Procedimientos como esos se apartan de la emancipación económica y ofrecen poca cobertura para la autoorganización, como puede ser la impulsión de valores socialistas, antirracistas, comunitarios y humanistas «desde abajo», que favorezcan el auto-reconocimiento identitario y el emprendimiento; frustrados por la centralización excesiva del poder político, el carácter burocrático de la nomenklatura y la discrecionalidad en el manejo del presupuesto del estado.
En tal sentido, los aportes de pensadores como Juan René Betancourt sobre el cooperativismo antirracista y la afro-reparación económica desde una crítica anti-capitalista radical, devienen referentes ineludibles para las actuales y futuras generaciones interesadas en la instauración de la igualdad plena entre cubanas/os, partiendo del reconocimiento de las diferencias históricas que separan a los diversos sectores.
La resolución de la problemática racial requiere implementar un debate público —largamente pospuesto por las instancias oficiales—, así como la materialización de una ley de asociaciones que permita el reclamo organizativo de sus demandas sociales, a pesar de ser un derecho refrendado por la Constitución de 2019 que se ha convertido en letra muerta al calor de las circunstancias actuales.
La visibilización de los aportes realizados desde las ciencias sociales sobre el tema, el fortalecimiento de la educación popular ante el blanqueamiento de las universidades, el financiamiento de proyectos económico-sociales para el mejoramiento de las condiciones de vida en las comunidades relegadas, la concesión de mayor autonomía y participación democrática en los gobiernos locales, bajo prácticas socializadoras alejadas de las lógicas de la privatización o la burocratización estatal que conducen a la concentración del poder y la riqueza en pocas manos; así como la puesta en práctica de otras alternativas sobradamente documentadas, constituirían estrategias acertadas para combatir el racismo, basado en la extensión de una cultura que proyecte el bienestar económico bajo preceptos de justicia e igualdad social.