Investigación social desde una perspectiva no androcéntrica y enfocada hacia la igualdad de género/entre los géneros
Cuba es un país machista. No importa que tengamos trescientas, quinientas, mil mujeres en cargos de poder. Mientras sigamos discriminando por la identidad sexual, achacando el trabajo doméstico al sexo femenino y los congresos de la FMC hablen de producción agrícola y bloqueo pero no de asuntos que afectan particularmente a las mujeres, seguiremos siendo una nación donde el discurso y el enfoque de género caminan en pañales.
Cada vez somos más l@s cuban@s que nos acercamos al feminismo y al género desde una perspectiva crítica, por eso no son de extrañar las frecuentes polémicas ante manifestaciones que resultan misóginas. No nos engañemos, el machismo, como el dinosaurio de Monterroso, estaba ahí, no es nuevo, no llegó con las redes sociales, solo que no reparábamos en él. Ha pasado de una generación a otra, junto con la receta del lechón asado y la yuca con mojo. Lo hemos masticado, tragado y hasta saboreado.
El machismo en la isla es esencialmente cultural.
A mi entender ese es el más peligroso, porque la cultura es parte intrínseca de las personas, y las personas habitan las calles, las casas o la alta dirección de un país. Y aunque es cierto que tenemos políticas públicas progresistas en este sentido, la visión triunfalista nos hace aceptar, normalizar y hasta banalizar expresiones de maltrato.
El aborto, que en Cuba es legal desde 1965, se sigue viendo como “un pecado”, una opción vergonzosa de la cual nadie a nuestro alrededor se debe enterar. Las parejas gays, lésbicas, o las madres solteras, aun no pueden acceder a tratamientos de reproducción asistida, adopción, casarse o heredar bienes del otro en caso de muerte. La inserción de personas trans en espacios laborales, las operaciones de reasignación de sexo y el otorgamiento de una nueva identidad, llevan un andar demasiado lento. Y las leyes contra la violencia de género han quedado a la espera, mientras el acoso y los abusos se hacen cada vez más comunes. ¿No son estos, temas de los que aún deberíamos ocuparnos?
Creer que se ha logrado la igualdad entre mujeres y hombres, que se ha erradicado el racismo o que las personas homosexuales o trans tienen sus derechos garantizados, no es más que abono para la violencia. Con frecuencia vemos chistes y comentarios de mal gusto sobre personas obesas, negras, discapacitadas, homosexuales, con identidades diversas, sobre el acoso, el abuso sexual y l@s que no cumplen con los roles tradicionales de cada sexo. Con el pretexto de que “vivimos en igualdad” asumimos como bromas o casos aislados algo que no tiene otro nombre que discriminación. Y algunos entienden como “libertad de expresión” la posibilidad de segregar a otros.
El ámbito político no escapa a esta realidad. A pesar de ser un gobierno de izquierda, se pueden apreciar posturas bastante conservadoras que alimentan la falta de sensibilidad respecto a estos temas. Nuestro gobierno, que no aplica la pena de muerte y supuestamente protege a los ciudadanos homosexuales, bi o trans, se ha abstenido en reiteradas ocasiones ante propuestas de la ONU para la eliminación de la pena de muerte por orientación sexual. Y más recientemente ha aprobado una constitución que incluye al matrimonio igualitario, pero exige una votación popular que respalde dicha ley, como si fuéramos un país que somete todas las decisiones a consulta ciudadana.
Los derechos humanos no requieren plebiscito.
El parlamento, por otra parte, a pesar de tener una composición mayoritariamente femenina, no había aprobado antes de la reciente constitución, una ley que tuviera relación directa con las mujeres, desde las debatidas en el Código de Familia de 1975. Y no da muestras tampoco de que este porciento mayoritario en la representación del país, implique el tratamiento más recurrente de los temas que nos afectan.
Productos comunicativos que refuerzan cánones patriarcales, el hecho de que en pleno 2020 censuremos besos gays y “voces platinadas”, así como la falta de campañas de bien público con perspectiva antirracista y de género, solo nos dan la medida del largo trecho que debemos recorrer.
Trabajar, respetar y educar, son las claves fundamentales para lograr equidad. Necesitamos más sensibilidad y menos alarde de triunfos incompletos. Defender a los más vulnerables un día, y al siguiente abandonarlos a su suerte, no nos hace mejores, solo nos convierte, -como se diría en términos machistas- en una sociedad de moral distraída, de doble cara, de falda corta. Ese no es el país que merecemos.