Yo no me quiero ir de aquí/ Que se vayan ellos/ Lo que me pertenece a mí/ Se lo quedan ellos/ Que se vayan ellos
Bad Bunny
(El Apagón, Un verano sin ti, 2022, voz Gabriela Berlingeri)
Según contó el cantautor Pedro Luis Ferrer durante su último concierto en La Habana, no afinaba sus cuerdas en una sala de la Isla hacía siete años. Demasiado tiempo para un público nacional que le demostró cuánto lo quiere. Demasiado tiempo para un artista que en cada obra fragua un canto a su tierra. En varios de los vídeos que circularon luego de sus dos presentaciones en el teatro del Museo Nacional de Bellas Artes, llamó la atención un rezo, un quejido ahogado que compartía Pedro Luis y repetía el público. Algo así: «Ellos hacen como si trabajaran (…) Ellos hacen como si nos cuidaran (…) Ellos hacen como si nos quisieran (…) Ellos…ellos…ellos (…)».
¿Ellos? ¿Quiénes? Puede que los censores que alguna vez intentaron amordazar al artista y condicionar su extenso período de ausencia, o, tal vez, los terribles árbitros de la industria musical capitalista que no permitieron un mayor despliegue de su obra. Quizás aludía a la clase hegemónica cubana que mancilla y oprime a sus coterráneos, o a la terrible embestida neoliberal que empobrece y maltrata a países como Cuba. «Ellos» pueden ser tantos, pueden ser unos pocos, incluso podemos ser todos. ¿A quién dirigía su queja Pedro Luis? ¿A quién, la suya, el público? ¿A quién le espeta Bad Bunny su reclamo popular desde el tan explosivo tema que citamos al inicio? ¿A quién se refieren quienes lo corean con ojos llorosos?
Ellos y nosotros
La entidad abstracta del «ellos» resulta recurrente en los reclamos ciudadanos y discursos políticos, donde los culpables son, simplemente, ellos. Los sujetos presuntamente señalados varían según el contexto y la palabra evidencia una clara separación antagónica con el «nosotros». Ellos nos bombardean, dice el pueblo palestino. Ellos nos explotan, dice la clase trabajadora. Ellos nos asesinan, dicen las mujeres iraníes. Ellos nos empobrecen, dicen en Cuba. Pero retornamos sin respuesta al inicio… ¿quién? ¿Los sionistas o el imperialismo occidental?, ¿los propietarios o las estructuras capitalistas?, ¿los líderes religiosos o la sistémica violencia patriarcal?, ¿el poder político o la injerencia extranjera y sus medidas?
Es menester nominar al verdugo. Hacer partícipe a todos los culpables o causantes involucrados tras un hecho sancionable, es una obligación política. Parcializar y reducir la culpa o responsabilidad entre entes de conveniencia, deslegitima los posicionamientos y falta a la verdad. El oportunismo tras el señalamiento sesgado es un modo de contribuir a los sistemas de dominación que permanecen en torno a nuestra vulnerabilidad social.
En el caso cubano, es curioso el cómo la división en extremos que se promueven desde los diferentes focos políticos, solo halla culpables puntuales y oportunos para la conveniencia discursiva de las partes. Para estos actores, solo una porción mínima del entramado que afecta y condiciona la realidad de la Isla es la determinante. «El inhumano bloqueo que nos agrieta hace décadas», claman algunos, «la centralización totalitaria o la dictadura que no nos deja ser libres», dicen otros. «El imperialismo yanqui», vociferan por un lado, «el comunismo castrista», aventan desde el otro. Al final, todo se resume a una narrativa cerrada, donde se le achaca un problema multisectorial y estructural a una porción de las figuras involucradas.
Para muchos, el ellos reside en la tríada de poder al mando de la gestión nacional (Partido/Estado/Gobierno); para otros, está en las medidas unilaterales coercitivas de una potencia extranjera que busca la injerencia en los asuntos internos de otro país. En ambos casos, delimitan el problema, desenfocan los lentes críticos, en tanto desvirtúan el debate de qué es lo mejor para Cuba. No abunda el ejercicio problematizador para un análisis complejo, sino enjuiciamientos altamente parciales y ostentosos de una presunta ética que les autoriza a hacer de cuervos con los ojos rivales.

Imagen: Redcn
No es secreto el daño económico y humano que sobre la Isla han dejado las décadas de política hostil por parte del gobierno de los Estados Unidos, por más que Marcos Rubio, Ota Ola, Carolina Barrero y muchos personajes mediatizados intenten negarlo. Ahí están las estadísticas y argumentos que año tras año se entregan en la ONU y son respaldadas por múltiples administraciones tanto de izquierdas como de derechas, las millones de personas que lo padecemos, las tantas víctimas resultantes de acciones indudablemente genocidas en Cuba y contra cubanos. Ahí están, además, los muertos y desaparecidos que intentaron llegar a tierra estadounidense incitados por la política migratoria del norte, la cual prefiere dar la residencia a los cubanos que entraron de forma irregular que otorgarles visa para que lleguen por vías seguras. No hay forma de negar los hechos.
Por otra parte, es imposible no percatarse de la arbitraria e ineficiente gestión política del Gobierno cubano, acentuada en los últimos años, con una nefasta estrategia económica que ha desoído cualquier criterio de experticia, y en su lugar ha privilegiado, por encima de las reales necesidades de los cubanos, a determinados actores, como el grupo empresarial GAESA —que, a falta de cualquier transparencia y control popular sobre sus capitales, funciona como casta militar/empresarial.
Luego de seis décadas de supuesta transformación y transición al socialismo, hoy Cuba es un país empobrecido, hambriento, sin esperanzas, y peor, con un futuro incierto, pues hasta el momento, los actuales gobernantes no han podido mostrar una sola estrategia viable para salir de la crisis. Un país, además, en donde el pueblo, la principal inspiración para cualquier gobierno democrático, ha sido reprimido en múltiples ocasiones al reclamar sus derechos.
Es risible como personajes anquilosados en un letargo eufemístico, hablan de Cuba como «bastión de resistencia socialista ante el imperialismo capitalista», cuando esa resistencia está muy lejos de ser pareja, y vemos a una élite al mando cada vez más enriquecida, mientras empresas trasnacionales explotan a su conveniencia las pocas riquezas que nos quedan como el sector del turismo y nuestro capital humano, sin que esto hasta el momento haya repercutido en el necesario impulso de desarrollo social y equidad que le urge al país. Por si fuera poco, los poderes y la autonomía están centralizados en unas pocas manos que manejan Cuba como su propiedad exclusiva.
Para comprobar lo antes afirmado, solo basta con repasar brevemente las estadísticas que publica la ONEI, o caminar por las calles cubanas y padecer su decadencia, mientras, paralelamente, el litoral norte se llena de hoteles lujosos y grandes inversores consiguen aumentar exponencialmente las brechas de desigualdades, esto con el amparo gubernamental que no rinde cuentas de sus gestiones ante la población.
Por otro lado, el enemigo del pueblo cubano, el ellos que nos precariza, violenta y empobrece, no solo radica en los burócratas o militares que dirigen el país, sino también en quienes con su discurso piden más sanciones e invasiones extranjeras, tras quien llama a su pueblo «cobarde» y le exige que se lance a las calles a riesgo de perder la libertad o la vida, tras el inversor que puso sus dólares en la Isla con un contrato desventajoso adquirido mediante el desespero o la «generosidad conveniente» de algún funcionario, tras el «intelectual» enajenado que desde la teoría vacua —y la distancia privilegiada— pasa por alto el malestar popular y habla de una resistencia que ni sufre ni conoce.
Los polos opuestos y sus «alternativas»
La esencia de la pugna entre el Gobierno cubano y su oposición tradicional de la derecha, cual ha resultado la más visibilizada, financiada y articulada, radica, más que en ideología, en poderes políticos y económicos, intereses fundamentales para determinados bolsillos y cuentas bancarias a las que poco o nada les interesa el bienestar nacional. Tal riña se asienta en moralismos y mutuas injurias, donde cada parte se construye una historia de opresión que, si bien en muchos casos no es falsa, avanza a medias, mientras logra estados de opinión y adeptos que los defiendan.
Pareciera que tales polos opuestos necesitan tanto de su contraparte, que excluyen de la ecuación todo proyecto o postura plantada tangencial a sus respectivos discursos y pretensiones de legitimidad. En esta polarización, de nuevo, se presenta la falsa dicotomía: nosotros o ellos. Un universo donde no existe nada más.
De esta manera, cada parte responde a su agenda y a los intereses de quienes las escriben. Buscan calar en la sien de la gente, mientras asumen su postura como la más conveniente para el futuro cubano. Esto, para un pueblo hastiado y necesitado de transformaciones, es pan caliente, y claro, siempre la mayoría morderá al bando que en ese momento le brinde, al menos, una mínima garantía de que se podrá tener acceso a servicios básicos, y de que la vida no se convertirá en trabajar por la mera subsistencia. No obstante, hasta ahora ninguno ha podido hacerlo.
El Estado cubano ya no puede, siquiera, ofrecer un mínimo de estabilidad en los servicios, incluso en los que en algún momento se enarbolaban como conquistas irreversibles de la Revolución. Por otra parte, cada vez da más evidencias de su desenfado al aplicar el método coactivo y punitivista para lidiar con el descontento generalizado, al punto de cometer arbitrariedades como la represión a las manifestaciones del 11 de julio del 2021, a los cacerolazos de finales del 2022 y a la protesta popular en Caimanera.
Al mismo tiempo, han normalizado la criminalización del disenso, llegando a puntos extremos como la detención arbitraria y en paradero desconocido de actores políticos, como pasó con los artistas Hamlet Lavastida o Luis Manuel Otero Alcántara, también la restricción de movimiento, cercos policiales, cortes de internet o mítines de repudio, cuestión que padecieron activistas como la ya mencionada Carolina Barrero, la creadora Tania Bruguera o el dramaturgo Yunior García, hasta llegar a utilizar la fórmula represiva mediante el poder judicial, como sucedió con cientos de manifestantes del 11j, cinco de Caimanera, y como se intenta hacer con la profesora Alina Bárbara López Hernández acusada de «desobediencia».
Tal escenario, sin dudas, da una ventaja considerable al otro extremo, que gana cada vez más terreno, aunque tampoco haya dejado claro cómo garantizar el bienestar social en un país subdesarrollado y sobreviviente del colonialismo. Así entran con el discurso del paraíso liberal disímiles activistas, influencers, youtubers, memeros, tuiteros y periodistas, claramente más interesados en la franja derechista, sus ventajas mediáticas y sus sponsors, que en propiciar un diálogo ciudadano enfocado en el desarrollo democrático y soberano.
En esta tendencia a abrazar la narrativa de la derecha más radical, o etiquetas como la de «anti-comunista» —triste existencia la de aquel que solo es capaz de definirse en función de aquello a lo que se opone—, han jugado un papel decisivo las toneladas de propaganda política vacía que impregnan aún los libros de texto con los que se formaron generaciones enteras de cubanos.

Imagen: Cuba en Resumen
Esos que alguna vez fueron niños en el escenario del adoctrinamiento escolar, aprendieron a asociar al gobierno cubano con «revolución», con «socialismo», con «comunismo», con Marx; y luego, al salir del mundo perfecto que les vendieron en el salón de clases y chocar con la agria realidad, aprendieron también a asociar gobierno con «escasez», con «apagón», con «hambre», y con «represión». De esa forma, en el silogismo ideológico de socialismo = gobierno = miseria, asociaron finalmente los segundos términos a los primeros, y ahora hallan consuelo en cualquier discurso que diga oponerse a estos, pensando que al acabarse el «socialismo» los males que hoy asocian al gobierno desaparecerán.
Flaco favor le hace el gobierno cubano a su propio discurso al reducir lo ideológico a lo protocolario, mientras la realpolitik ocurre en entornos donde las ideas quedan en segundo plano, y los intereses privados de ciertas élites cobran protagonismo. Ellos son los culpables; los otros, salvadores. En un lado todos claman por la «libertad» de Cuba, mientras del otro, se atoran con la magnitud de la palabra «soberanía», como si fueran términos excluyentes.
«El problema cubano»
En todo esto ¿dónde queda el problema cubano? Somos una isla que aún arrastra su grillete colonial, la intoxicación desequilibrada de la república y la utopía frustrada de una revolución. Además, gozamos de ser de los focos preferidos del imperio más grande de la modernidad y el germinador de sucesivos gobiernos autoritarios en distintos momentos de la historia, que han practicado la verticalidad más que la democracia. Actualmente vivimos el tirijala de odio más desagradable del hemisferio. Entonces: ¿cuál es el problema cubano?
Desde los primeros siglos de colonización la mayoría en Cuba experimenta niveles de vida altamente precarios. La subordinación a poderes económicos externos, al monocultivo cañero y a la centralización de diversos actores dominantes, sus principales causas y antesala de muchos de los males que hoy padecemos.
Lo descrito, junto a la deficiente integración de los ex-esclavos y los sectores más desfavorecidos al instaurarse la república «mediatizada» de 1901, hicieron que el naciente periodo consiguiera asentar y acentuar desigualdades económicas y sociales que los gobiernos republicanos, caracterizados por la permisividad ante la injerencia de capitales norteamericanos, no pudieran resolver. Los intereses de la burguesía isleña y del inversor estadounidense eran más importantes para el poder político, al tiempo que reparar el daño colonial no figuró en la ecuación.
Entonces, ocurrió la Revolución que prometió barrer con los «males de la república», y que en su lugar, posteriormente, ya sea para hacer frente al adversario del norte o por la necesidad de abrazar un modelo autoritario, se plantó avatar del ala soviética en un mundo bipolar. Se creó una dependencia tal —y tan irremediablemente ingenua— que, al caer en los noventa el denominado «socialismo real» al otro lado del océano, la crisis resultante quedó grabada a fuego en el imaginario popular. Nos habíamos quedado solos, sin industria, sin socios comerciales, y con un repertorio de sanciones extranjeras con tendencia a ampliarse regularmente; ahí el discurso de plaza sitiada encontró su esplendor exigiendo cada vez más sacrificios a la gente.

Portada de Verde Olivo, Ofensiva Revolucionaria, 1968
Mientras tanto, muchas problemáticas de herencia colonial como la discriminación racial, el machismo estructural, la marginación de las comunidades subalternizadas y la brecha clasista de la sociedad, fueron echadas al cajón de lo políticamente inconveniente.
Como antes, el Estado cubano, con su celosa tendencia centralizadora y omniabarcante, se ocupó desde entonces de priorizar, con poca acertividad, el beneficio económico —principalmente a través del turismo— por sobre la justicia social que tanto se pretendió defender, al menos en teoría. Vimos entonces, a cubanos siendo prohibidos en hoteles y ciertos locales, o acusados de acoso al turismo, como si ya no tuvieran, parafraseando al poeta Guillén, «lo que tenían que tener». A partir de la última década, el creciente descuido de los sectores públicos, supuestamente claves, como la salud y la educación, dejan mucho sobre qué dudar respecto a las prioridades de quienes gestionan en la Isla «el dinero de todos».
Así llegamos hasta hoy, a nuestro parque temático caribeño, ineficiente y bloqueado, donde el «órgano de vanguardia del proletariado» se distancia cada vez más de los intereses de las bases para responder a las élites, mientras las conquistas de la Revolución languidecen ante el intento de la burocracia —entendida como clase política y social— de recurrir a las viejas herramientas del capital para mantener el poder a toda costa.
Se hace evidente que aquí, buscar un único culpable, un ellos cómodo y sencillo, es una tarea condenada al fracaso.
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Atomizar la cuestión a un bando u otro, obviar los procesos históricos que estructuran nuestro presente o desentenderse de los hechos para apelar a lo mediatizado y puesto a dedo como verdad, no es un modo legítimo de afrontar la realidad política de la Isla. Se necesita temple y cordura para deshacer los moldes que nos imponen los extremos y la contemporaneidad, y así intentar un recorrido coherente y desprejuiciado hacia el futuro.
Saber identificar a la mayoría de los voceros, las posturas y los procesos causantes y culpables de los males en nuestra tierra, nos dará la madurez y la perspectiva crítica determinante para estos tiempos, donde el oportunismo transita en pendiente y sin frenos. Nuestra experiencia cubana es crucial para la comprensión de fenómenos diversos y oscuros que América Latina anuncia. Ser atentos y críticos, más que un deber, es una obligación política en nuestra región.
4 comentarios
Lo mejor que he leído sobre la realidad política cubana en AÑOS. Suscribo por completo lo aquí dicho.
Todo el mundo sabe quienes son “ellos” en Cuba.
Tristemente pocos tienen la posibilidad de informarse lo suficiente para ser críticos al respecto. En la búsqueda de señalización social se adhieren a un grupo u otro en la polarización con el único criterio del ad hominem. La otra alternativa que queda es no asumir una posición clara, por miedo (comprensible) o desinterés.
He escrito un libro sobre el tema y le gustaría entrar en contacto con Marco.
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