Cuando todo cobra sentido: teorías conspirativas y extremismo político

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Un gorro de aluminio, un poster de «I want to believe»[1] en la pared, una pizarra llena de recortes de periódicos interconectados mediante una indescifrable maraña de hilos y una mesa repleta de notas. La cultura popular nos ha dado una imagen bastante pintoresca del personaje conspiranoico, cuyo modelo arquetípico parte de la caricaturización que hizo el cine norteamericano del «ciudadano preocupado» de mediana edad, propenso a creer en toda clase de teorías, generalmente relacionadas con seres extraterrestres, gobiernos mundiales secretos, o criaturas legendarias de la talla del monstruo del lago Ness y el esquivo Pie Grande. Así, productos como la saga de películas Men in Black y la popular serie Expedientes X han dado forma a la concepción extendida de cómo debe ser un teórico de la conspiración.

Sin embargo, más allá de la exageración del estereotipo, las teorías de la conspiración y sus acérrimos defensores son un fenómeno muy real, y debido a su creciente popularidad, se han convertido a su vez en un factor cada vez más presente en la discusión política. En ese sentido, la difusión de elucubraciones como el Gran Remplazo entre la extrema derecha europea, los grupos anti-vacunas durante la pandemia del coronavirus y movimiento QAnon en Estados Unidos —que influyó en gran medida en los sucesos del asalto al Capitolio—, hacen necesaria una profundización sobre estas ideas y los motivos que explican su éxito en el ámbito político actual. 

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Movimiento QAnon / Foto: GETTY IMAGES

Las teorías conspirativas no son un fenómeno nuevo. Ya en el siglo pasado aparecieron algunas que hasta el día de hoy siguen teniendo mucha fuerza y no pocos simpatizantes. Para casi todos son ampliamente conocidas la falsificación del Alunizaje del Apolo 11, la teoría del ocultamiento OVNI, el gobierno en la sombra de «organizaciones secretas» como la masonería o los Illuminati, la teoría de la infiltración reptiliana y la recientemente revitalizada «teoría de la Tierra plana». No obstante, a pesar de lo colorido y satíricamente atractivo de estos ejemplos, han existido y existen otras tantas que, a pesar de no sonar tan sensacionalistas, o no ser tan conocidas en el ámbito de la cultura popular, han tenido consecuencias mucho más marcadas y en no pocas ocasiones fatales.

A lo largo del siglo XX, regímenes totalitarios utilizaron teorías de la conspiración para legitimar las atrocidades cometidas con grupos concretos por su raza, nacionalidad, religión e ideas políticas. Tal fue el caso de la conspiración descrita en el falso alegato Los protocolos de los sabios de Sión, de 1902, construida por la Rusia zarista para justificar la persecución y el linchamiento a los judíos; así como la «conspiración judeo-masónico-comunista» que fue utilizada en Italia y Alemania durante el fascismo para fomentar el rechazo popular hacia hebreos, masones y comunistas por igual. Esta última también se empleó en España durante el régimen de Franco, que, por cierto, escribió bajo pseudónimo un caótico volumen titulado Masonería, donde exponía esos supuestos planes de la fraternidad para destruir el país.

Visto lo anterior, es evidente que estas teorías distan mucho de ser inofensivas.

Las nuevas teorías conspirativas y el discurso de odio

A partir del nuevo milenio, especialmente luego de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, se han popularizado —en buena parte gracias a Internet— gran cantidad de nuevas teorías conspirativas que, si bien por sus connotaciones o sensibilidad no han entrado con tanta facilidad a la cultura popular, han tomado un lugar progresivamente mayor en la discusión pública.

El negacionismo del cambio climático y de la pandemia por la COVID-19 han pasado de ser afirmaciones marginales y pseudocientíficas, a convertirse en elementos habituales de la narrativa de ciertos movimientos y grupos, como ocurrió con el movimiento MAGA durante la presidencia de Donald Trump, quien llegó a sugerir en 2020 que el coronavirus se trataba de una pequeña gripe, y que el confinamiento no era necesario.

Sin embargo, si se necesita algún ejemplo de su impacto y del peligro que pueden llegar a representar algunas de ellas, bastaría estudiar el caso de la masacre de Christchurch, Nueva Zelanda, en el año 2019, donde el perpetrador asesinó a decenas de asistentes en dos mezquitas, inspirado por la teoría del Gran Remplazo. 

Esta teoría, que plantea que una «élite global» busca reemplazar la población blanca de cultura occidental europea por otros grupos étnicos —principalmente musulmanes—, ha ganado un amplio terreno en movimientos políticos de extrema derecha. Sin ir muy lejos, el periodista y ex-candidato a la presidencia de Francia en las elecciones de 2022, Eric Zemmour, ha defendido públicamente estas ideas para fundamentar una propuesta política cargada de xenofobia y conservadurismo social.  

Declaraciones similares pueden encontrarse en líderes de movimientos políticos ultraconservadores, como pueden ser Santiago Abascal en España, y fuera de Europa, como parte del discurso de la derecha alternativa en Estados Unidos, donde puede encontrarse bajo la forma del llamado «genocidio blanco». Además del atentado de Christchurch, se puede observar también la influencia de estas ideas en otros sucesos lamentables de índole similar, como el tiroteo de Búfalo, Estados Unidos, en el año 2022, perpetrado por un joven simpatizante de la alt-right que, al igual que el tirador de Nueva Zelanda, se radicalizó en estas ideas a través de foros internet y transmitió en vivo la masacre en la plataforma Twitch.

Protesta contra el supuesto «genocidio blanco» en Alemania
Protesta contra el supuesto «genocidio blanco» en Alemania / The Times of Israel

La figura de la «élite global», que encuentra sus raíces en teorías conspirativas clásicas y conocidas como el «Nuevo Orden Mundial», es cada vez más recurrente en el actual discurso de la derecha alternativa y los movimientos conservadores. Los «globalistas» aparecen como un selecto grupo de poderosos del que se dice forman parte las élites financieras de Wall Street, el stablishment político estadounidense y europeo, los empresarios de Silicon Valley y, según qué versiones, socialistas y miembros del Partido Comunista Chino. En este corpus discursivo, la Agenda 2030 de las Naciones Unidas se presenta como un plan de estos poderes en la sombra para disolver los «valores de la sociedad» a través el progresismo —o del llamado marxismo cultural— y las políticas de justicia social.

En los blogs y foros que comulgan con estas ideas es habitual encontrar nombres como George Soros, magnate judío y fundador de la red Open Society Foundations, Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial, Bill Gates, la familia Clinton —incluidos también en el escándalo alrededor de la teoría conspirativa Pizzagate—, la familia real británica, entre otros.

Para los defensores de estas teorías, esta élite controla las vidas de los ciudadanos a niveles que no pueden ser percibidos a simple vista, y argumentan que desean «adoctrinarlos» sutilmente para hacerlos aceptar medidas que van en contra de la libertad, la propiedad o los valores tradicionales de Occidente. El ejemplo más común al que se hace referencia en redes como evidencia de este adoctrinamiento no es otro que la llamada «inclusión forzada» en el cine, especialmente en Hollywood y las producciones de Netflix y Disney, que según estos criterios buscan confundir a los niños con «ideología de género».

Todas las ideas antes mencionadas confluyen a menudo en el discurso de las nuevas derechas y movimientos políticos tradicionalistas, que se presentan como la alternativa a la decadencia de la civilización. Incluso fuera del ámbito de la alt-right más mediática y relativamente  periférica, pueden encontrarse trazas de estos elementos discursivos en el Partido Republicano de los Estados Unidos —por ejemplo, la esfera de influencia en torno a la figura del ex-estratega de Trump, Steve Bannon—, o en el movimiento tradicional euroasiático del filósofo ruso Alexander Dugin, cercano en origen a las ideas del nacional-bolchevismo, y con una marcada influencia en el espíritu imperialista de la Rusia de Putin.

No obstante, quizás uno de los casos más llamativos en tiempos recientes ha sido el movimiento QAnon, formado en torno de la figura de Donald Trump a finales de su mandato, y que tuvo un papel central en los sucesos del asalto al Capitolio de los Estados Unidos en enero de 2021.

Esta agrupación, nacida y organizada a través de Internet, se popularizó en medio de la pandemia, y su premisa es la denuncia de un supuesto complot para destruir la democracia y los valores estadounidenses, que involucra nuevamente las figuras del «Estado profundo» y la élite progresista. Asimismo, ha encontrado aliados entre grupos como los Proud Boys y otros movimientos de la derecha alternativa. Además, por si lo anterior fuera poco, una de sus simpatizantes, la republicana Marjorie Taylor Green, ha conseguido nada menos que un asiento en el Congreso.

En la actualidad, como se demuestra en el caso QAnon, Internet es principal espacio donde las teorías conspirativas de hoy crecen y se mezclan con el extremismo. Entonces, cabe preguntarse: ¿cómo se forman y difunden estas teorías en la era de la información? ¿Por qué son tan populares? Y, también, ¿por qué le vienen tan bien al extremismo político?

Internet, teorías conspirativas y radicalización

Sería un descuido abordar el fenómeno de las teorías conspirativas en el siglo XXI sin tomar en cuenta el papel que han jugado en su proliferación la configuración del debate y los flujos de información en Internet, y más concretamente, en las redes sociales. Una gran parte de las paranoias conspiracionistas recientes ha surgido en foros y discusiones en línea, en los cuales se propagan como pan caliente entre grupos de «free thinkers» que, tras tener acceso a determinada idea, o bien de la mano de algún orador carismático, comienzan ver los hilos del poder en las sombras y toman «la pastilla roja»[2].

Tiempo atrás, cuando los algoritmos aún no controlaban lo que aparecía en nuestros teléfonos, las teorías conspirativas y sus simpatizantes estaban más aislados entre sí. Su difusión ocurría principalmente a través de periódicos y revistas, así como convenciones y grupos de interés. En los años 70, 80 y principios de los 90, numerosos documentales y películas abordaron tramas de conspiraciones gubernamentales, infiltración y ocultamiento, que calaron hondo en una generación que había crecido en medio de la paranoia de la Guerra Fría, los espías y las amenazas de guerra atómica.

En el caso de los Estados Unidos en particular, donde se acabó por inmortalizar en el folclore —Hollywood mediante— la figura del conspiranoico caricaturesco, las sombras de un discutido complot para el asesinato de JFK, las mentiras del gobierno sobre la guerra de Vietnam y escándalos presidenciales como el legendario caso Watergate, entre otros, fueron consolidando en parte del público la idea de que existen agendas ocultas entre algunos sectores del gobierno y/o grupos de poder.

El proceso de creación —o emergencia— de una teoría conspirativa, o el de conversión de un individuo en conspiracionista, están permeados por diversos factores psicológicos, sociales, políticos y culturales. La idea de la existencia de complots y tramas ocultas es un elemento común en la historia y la existencia social humana. En ese sentido, el filósofo Karl Popper consideraba que las conspiraciones eran parte inseparable de la vida en sociedad, y que las «teorías de conspiración» emergían en ciertos contextos como formas de fundamentar determinados proyectos políticos, por ejemplo, el totalitarismo del siglo XX.

Teorías de la conspiración
Teorías de la conspiración / Foto: El Diario

El conocimiento de la realidad, en todo momento, es parcial. Al abordar un fenómeno complejo, resulta prácticamente imposible para el observador conocer la totalidad de factores que determinan la lógica de sus procesos, y para poder describirlos, desarrollamos nuestros razonamientos a partir de ciertas inferencias que hacemos desde datos incompletos o de certeza variable. En otras palabras, la totalidad de la realidad no siempre parece tener sentido para el observador, y para poder describirla con el mayor rigor posible se hace necesario recurrir a explicaciones parciales, o renunciar parcialmente a las certezas absolutas.

En la política y la vida en sociedad, estos vacíos de información coexisten a menudo con la desconfianza, justificada o no, hacia el discurso oficial o «establecido». Si a esta desconfianza se le une cierta disposición de buscar una explicaciones fáciles para la totalidad de aristas de una realidad social o política, se obtiene el terreno fértil para el nacimiento de una nueva teoría de la conspiración, y se fabrican enemigos a partir de supuestas amenazas que justifican determinados cursos de acción y le dan luz verde al extremismo.

Los algoritmos cibernéticos complican esta situación al contribuir a la creación burbujas de filtro, que le muestran al usuario aquello que lo hará pasar más tiempo frente a la pantalla, en función de sus creencias y preferencias. Las teorías conspirativas que capten atención se harán cada vez más conocidas entre personas con ideas compatibles, y difundidas rápidamente a fuerza de likes y vistas. Así, en medio de los acalorados debates de Internet, se va insertando cada vez más la dicotomía de «nosotros» y «ellos», y crecen así la polarización y el radicalismo en grupos enteros de usuarios.

En el momento en que el interlocutor evita el diálogo genuino y crítico porque «él quiere creer» en sus ideas preconcebidas, la retroalimentación efectiva ocurre solo al interior de los grupos cerrados, radicalizándose, y las críticas son vistas como «medallas» o motivos para reforzar la sensación de superioridad, o bien de que los adversarios forman parte de una trama maligna más allá de lo aparente.

Después de todo, todos ellos están confundidos y manipulados, y el primero ya posee la verdad. La teoría conspirativa se convierte, así, en el pretexto perfecto para agrupar bajo un único avatar, fácil de atacar y moralmente despreciable, todo aquello que le resulta desagradable o incorrecto a determinado individuo o grupo.

Cuba: «cambio de régimen», «cambio fraude» y «guerra cultural»

Pero, ¿qué hay de Cuba? A pesar de haber tenido un acceso tardío a internet, en Cuba tenemos antecedentes de teorías de la conspiración. El caso más notorio podría ser la polémica hasta hoy existente alrededor de la desaparición de Camilo Cienfuegos, que incluso en nuestros días se vuelve tema de debate en conversaciones casuales.

Las teorías de la conspiración también han sido frecuentemente utilizadas por defensores del Estado cubano para acusar de ser «agentes de cambio de régimen» a personas con criterios frontalmente críticos, o que disienten de decisiones políticas tomadas por el gobierno.

Si bien es declarada la existencia de una política para favorecer un cambio de régimen en la Isla por parte de los Estados Unidos, no todos los que disienten o se oponen a las decisiones del gobierno cubano o expresan inconformidades con el sistema político tienen por qué estar afiliadas a esta, o siquiera simpatizar con la postura oficial de la diplomacia norteamericana respecto a Cuba.

De igual manera, bajo este dogma se ha sobredimensionado el impacto real que puede tener una acción puntual, como una publicación en redes sociales o el mensaje de una obra de arte, para justificar la violencia política desmedida hacia sus autores con el objetivo de «mantener el orden constitucional».

La «campaña contra el centrismo», que tuvo auge en 2017 durante la normalización de relaciones con Estados Unidos, fue un buen ejemplo de cómo se materializó esta estrategia política por parte de actores políticos con tendencias extremistas afines al gobierno cubano, quienes tildaron de «agentes de cambio» a valiosos prensadores cubanos de disímiles posturas ideológicas, y seguidamente esgrimieron esta acusación para censurar su trabajo y en no pocos casos tomar o apoyar represalias contra ellos.

Asimismo, la llamada «guerra cultural» ha sido otro de los términos que  han impregnado el discurso de las teorías de la conspiración. Paradójicamente, con argumentos esencialmente muy similares a los que esgrime un teórico de derechas como el argentino Agustín Laje —quien ha popularizado el concepto en Latinoamérica— es frecuente encontrar análisis de intelectuales cubanos afiliados al Estado que desconocen las múltiples mediaciones, intereses y dinámicas que pueden darse en el campo de la cultura, para entenderla, en cambio, como la caricatura de una batalla medieval en la cual dos únicos ejércitos se enfrentan sin mayor diversidad entre ellos —algo que no ocurre ni en las guerras convencionales—, desconociendo así las diversas facciones y tendencias que pueden conformar cualquier ideología, o cualquier fenómeno político en general. 

Libros sobre la guerra o batalla cultural
Libros sobre la guerra o batalla cultural

Bajo este concepto se ha asumido como un peligro el consumo de productos culturales de entretenimiento —como las películas de Hollywood o Disney— o la preferencia por géneros musicales como el reggaetón, el rock o el pop. Además, su concepción en no pocos casos desconoce la capacidad crítica de las personas para posicionarse activamente ante lo que consumen y presupone que, a raíz de su supuesta irreflexividad, reproducirán cualquier mensaje solo por haberlo visto en algún lugar. 

Por otro lado, a partir de la llegada de las redes sociales, la difusión de nuevas teorías se ha hecho mayor en nuestro contexto. Hay ya cubanos terraplanistas y anti-vacunas, así como declarados «librepensadores» opuestos a la Agenda 2030. No obstante, entre estas tendencias hay una muy autóctona e ilustrativa, que es de especial actualidad para nuestro contexto político: el llamado «cambio fraude».

La figura discursiva del «cambio fraude» es un ejemplo de como una preocupación política hasta cierto punto plausible puede mutar en una teoría conspirativa, fácil de esgrimir contra cualquier oponente. En primera instancia, un «cambio fraude» en Cuba sería un proceso de transición aparente hacia otro modo de gobierno, en el cual cambie la forma visible del sistema, mientras un determinado grupo continúa ostentando el poder efectivo.

Ese escenario hipotético, que posee antecedentes históricos en otras latitudes, no está excluido en lo absoluto del reino de las posibilidades futuras. Sin embargo, en la práctica, esta etiqueta ha pasado a utilizarse de forma indiscriminada, mayormente con el objetivo de descalificar, en el seno de ciertos movimientos de oposición, a otros grupos o proyectos disidentes que no siguen su particular línea y programa político, generalmente aquellos que apuestan por formas no violentas para promover cambios democráticos en Cuba.

Cambio fraude
Alexander Otaola, uno de los principales promotores de la teoría del cambio fraude

Plataformas como Cuba Próxima, el proyecto Archipiélago y proyectos tan disímiles como La Joven Cuba, El Toque y 14yMedio han sido acusados de ser agentes disimulados de este cambio, cuya función sería preparar el terreno para una supuesta transición irreal.

El resultado de esto no es otro que la gradual polarización, principalmente en redes sociales, del escenario político cubano, con activistas e influencers lanzándose mutuamente acusaciones de no ser verdadera o suficientemente opositores. La progresiva desaparición de la vocación de diálogo no solo contribuye a disolver toda esperanza democrática de conciliación, sino que, por demás, únicamente beneficia a aquellos que prefieren una disidencia radical y dividida, y por tanto incapaz de organizarse.

En ese sentido, los «ultraopositores» podrían serle más funcionales a los extremistas afiliados al gobierno cubano que a sus propias intenciones declaradas; después de todo, lo de no desviarse de la «línea del partido» ya lo tienen en común. Es evidente que, al parecer, hay costumbres difíciles de superar.

***

Entonces, ¿qué hacer cuando todo cobra sentido?

El mundo en que respiramos —y nos ponemos gorros de aluminio— se caracteriza por la complejidad, así como lo hacen a su vez las realidades políticas y sociales. En primer término, es importante aclarar que las conspiraciones han formado parte de la historia y desde luego forman parte de nuestro presente. Muchas teorías conspirativas han terminado siendo demostradas como reales. Tal es el caso del infame proyecto de «control mental» MK Ultra, que fue tachado como falso y paranoico hasta su tardía confirmación por parte del gobierno estadounidense mediante archivos desclasificados.

Sin embargo, que hayan existido teorías confirmadas no implica que otras conspiraciones tengan una mayor probabilidad de ser verdaderas. Las teorías conspirativas ofrecen explicaciones aparentemente interesantes y generalmente maniqueas a los fenómenos de la realidad, pero es precisamente por ello que deben ser vistas con sospecha y ojo crítico, especialmente cuando en su planteamiento y consecuencias tengan como protagonistas del complot a grandes colectivos de individuos, agrupados en función de su origen, religión, forma de pensar, sexualidad o estatus social.

No sería la primera vez que se justifican la violencia política y la exclusión, utilizando el pretexto de que la víctima forma parte de un plan mayor para destruir la sociedad, los valores o la pureza. Si realmente se aspira a una democracia racional e inclusiva, se hace necesario dejar atrás la polarización y desarrollar un pensamiento crítico y abierto a la pluralidad, donde el otro no sea un rival irreconciliable sino, más bien, un integrante más de la sociedad con el que trabajar incluso desde el disenso.

Si, en cambio, es demasiado tarde y ya todo cobró sentido, ¡que no cunda el pánico! Tal vez, tras haber cuestionado cada narrativa presente en la realidad —pongamos eso en duda—, sería pertinente cuestionar también el sentido de la conspiración, en lugar de imponerle a los sucesos del día a día un marco arbitrario de aparente pero forzada coherencia. Si esto no es posible, entonces, como mínimo, en pos del respeto y la vocación de diálogo, sería recomendable no considerar de forma indiscriminada al interlocutor en desacuerdo como una «oveja» dormida, con el cerebro lavado, o peor, como un agente malintencionado. Las consecuencias, como se ha visto, podrían ser nefastas.

Intentemos pensar y proyectar una sociedad abierta para todos lo que la componen, y evitemos la sobresimplificación al abordar fenómenos de la realidad social y política.

La verdad está ahí fuera. Mientras tanto, el gran hermano te observa

[1] Popular expresión en inglés que significa «yo quiero creer». Se popularizó especialmente gracias a la serie de televisión norteamericana Expedientes X.

[2] «Tomar la pastilla roja» es una expresión tomada de la saga de películas The Matrix, que se ha popularizado entre grupos de extrema derecha para hacer referencia a la toma de consciencia de la realidad falsa en la que, según afirman, las élites nos han encerrado.

6 COMENTARIOS

  1. Si me explicas por que se cayo el edificio 7 el 9/11 o por que no se ha podido ir a la Luna después de 50 años de que varias Apolos fueron dejo de creer en las conspiraciones.

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Marcos Adrián Alemán Alonso
Marcos Adrián Alemán Alonso
Ensayista e investigador. Estudiante de Psicología y Humanidades

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