Están entre nosotros. Se mueven aquí y allá, en virtuales cavernas y convenciones coloridas. Arruinan la sociedad, disuelven sus valores, se ofenden por cualquier cosa y no son capaces de enfrentar la realidad. Sus tentáculos se extienden por la cultura, y allá donde llegan trastocan lo correcto y lo natural en función de su fragilidad.
Nadie está a salvo. Ni tu superhéroe favorito, ni la Sirenita de Andersen, ni Cleopatra; pues ellos quieren cambiar la historia misma. No saben ni quiénes son, pero ante un pequeño uso del pronombre equivocado, los hallarás irritados, ansiosos, sedientos de venganza. Son criaturas rencorosas, que en su cruzada contra la libertad de expresión han desarrollado el poder de la cancelación, y borran a grandes figuras de la existencia con la misma facilidad con que tachan los párrafos no deseados de los libros de historia.
Esta es la leyenda de los malditos, los inadaptados, los corrompidos, la decadencia de Occidente hecha cohorte, el fin de la civilización: es la generación de cristal
Así se vería, probablemente, la página dedicada a la «generación de cristal» de alguna oscura enciclopedia de la web, si fuese escrita por algún historiador conservador o «sociólogo outsider» con ínfulas de escritor de horror. En ese hipotético grimorio de las redes sociales, el demonio de los «cristalitos» tendría un lugar especial. Sin embargo, como todo cuento de brujas, tiene su buena dosis de fantasía.
Internet es la meca contemporánea de la discordia. Sorprende al observador dedicado lo rápido que se revolucionan, una y otra vez, las formas de discutir y/o invalidar al adversario —esa poderosa amenaza existencial que constituye el otro distinto tras la pantalla—utilizando toda clase de términos, descalificaciones, y estrategias poco respetuosas que se alejan de la búsqueda de consenso.

(Imagen: Richi Herrera / LJC)
No obstante, si entendemos las redes sociales como esa especie de ágora global, relativamente abierta, donde tiene lugar el parte del debate ciudadano contemporáneo, entonces se hace necesario considerar cuidadosamente su componente político. Pues más allá de los textos y memes hay sujetos políticos detrás con algo que decir.
El auge del actual del debate sobre la libertad de expresión y la corrección política se da como un producto de las diferencias generacionales entre los más viejos y los nacidos tras el llamado «fin de la historia» —¡qué hiciste, Fukuyama[1]!—, es decir, luego de la caída del muro de Berlín y el aparente triunfo del liberalismo como única alternativa viable para el progreso de la humanidad. En este contexto se han producido cambios en el discurso ideológico que se expresan con gran intensidad en internet y abarcan toda la extensión de la experiencia humana, sea en la economía, la cultura, o en la identidad misma de los involucrados. Es entonces, en el bullicio incesante de las discusiones en redes, cuando aparece con mayor frecuencia la «generación de cristal»
Si buscamos el origen del término, llegamos hasta la pensadora española Monserrat Nebrera, a quien se le atribuye su creación a mediados de la década pasada, para hacer referencia a los adolescentes y jóvenes nacidos entre fines de los 90 y comienzo de los 2000. El uso de la palabra «cristal» buscaba expresar metafóricamente la supuesta fragilidad de una generación supuestamente criada de forma sobreprotectora por sus padres, que había vivido una infancia cómoda, disfrutando del «estado de bienestar» logrado por la política liberal en los países del «primer mundo», lo cual terminó provocando que, ante las sucesivas crisis que trajo el nuevo siglo, se encontraran en una situación traumática que les superaba y les imposibilitaba adaptarse a cualquier adversidad.
De esta forma, Nebrera buscaba explicar la aparente incapacidad de los jóvenes para asimilar el funcionamiento de las normas establecidas en la sociedad de los adultos, que curiosamente se correspondían con las del orden económico y social establecido en las democracias liberales tras la victoria del bloque occidental, en seria crisis por primera vez desde la caída de sus contrincantes del este. Aún con esto, la implicación ideológica de la denominación no aparecía de forma demasiado explícita.
Sin embargo, a pesar del reducido impacto académico que tuvo en su momento el término por su falta de fundamentación teórica, a partir de aquí la denominación «generación de cristal» se extendió rápida y progresivamente por los medios digitales de lengua hispana, mayormente en ámbitos conservadores y de derecha, y fue adquiriendo además una connotación cada vez más política.
Por tanto, «generación de cristal» comenzó a utilizarse para referirse a esos jóvenes, nacidos a finales del siglo pasado y comienzos del presente, y a quienes se les atribuye características como la falta de autoestima, la hipersensibilidad, la fragilidad emocional, la queja constante, la incapacidad para afrontar críticas o chistes, entre otras.

Foto: AJ+Español
Se les asocia generalmente con el «progresismo», la comunidad LGBTQ+, las ideologías de izquierda —el fantasma del «marxismo cultural» que recorre occidente y aparentemente Hollywood—, la depresión y la ansiedad a temprana edad, así como la neurodivergencia, el desempleo voluntario y la falta de sacrificio o resiliencia.
Se utiliza, además, para burlarse de aquellos que reaccionan negativamente a determinados contenidos «políticamente incorrectos» por contener o reproducir —en mayor o menor escala— la discriminación hacia grupos históricamente vulnerados. El equivalente en el mundo anglosajón sería el término snowflake, (copo de nieve), pero este, a pesar ser utilizado para describir individuos con características similares, no está vinculado a un determinado rango de edad.
No obstante, si se analiza en rigor la propia conceptualización original del término, se hace evidente que, más que solidez metodológica, en su uso priman las emociones y el espíritu militante de la «batalla cultural». No solo se trata de una universalización injustificada de un fenómeno propio de ciertos tipos de contextos sociales y demográficos concretos, sino que pretende generalizar toda una cohorte generacional, reduciéndola a un conjunto de características arbitrariamente presentadas, las cuales, si bien pueden tener raíces en la realidad de cierto grupo de individuos, no implican necesariamente las interpretaciones que se han hecho sobre estas.
Los jóvenes nacidos tras la Guerra Fría —los del «primer mundo», al menos—, fueron criados, ciertamente, en un relativo y casi artificial estado de bienestar, cuya ficticia estabilidad se vino abajo tras la crisis financiera del 2008, con la que llegaron además la precarización y el deterioro de las condiciones laborales, la crisis de la vivienda, la caída relativa de la calidad de vida, que también influyeron en el aumento de la polarización social y política, así como toda una nueva oleada de extremismos y radicalismos ideológicos, entre los cuales el alt-right (derecha alternativa) es un ejemplo llamativo.
Estos jóvenes, a decir del crítico británico Mark Fisher[2], experimentaron desde la impotencia lo que él denominó «realismo capitalista», es decir, el pensamiento de que no hay alternativa posible al sistema, y que no existe más remedio que la resignación y el consuelo en las pequeñas muestras de rebeldía, que nunca acabarían por cambiar la raíz del problema. La consecuencia de esto era, para Fisher, nada menos que la depresión, el encierro en la propia identidad, y la consagración en batallas políticas sectoriales cuyo resultado tendería a ser instrumentalizado por el sistema de relaciones mercantiles e ideológicas, previamente existentes.
La crisis fue de esta forma un shock de realidad, en la cual incluso, ante el terremoto del sistema, no había más alternativa que asumir el estado general de las cosas. Es por esto que resulta interesante que con el término «generación de cristal» se busque responsabilizar de las inseguridades de una porción de la población a una supuesta incapacidad intrínseca de los jóvenes para adaptarse, y no a la preeminencia de relaciones de mercado y poder que sostienen unas condiciones injustas y aparentemente imposibles de superar.
Si la inconformidad y la queja frente a una realidad adversa, plagada de condiciones de existencia opresivas y muchas veces hostiles, es interpretada como debilidad, ¿qué actitud ante esa realidad sería considerada como una fortaleza? ¿Callar y asumir que «así es la vida», o que así son las cosas naturalmente? Esta resignación frente a las condiciones imperantes, la famosa «mentalidad del aguante», hija del mito de la meritocracia, que en lo laboral podría conducir a la autoexplotación descrita por el filósofo Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, lleva a la depresión, la ansiedad y el agotamiento, con no menos frecuencia que la supuesta fragilidad de los jóvenes.
En ese sentido, la experiencia demuestra que no es solo la Generación Z la que sufre en la sociedad actual. Sencillamente son en sentido general más propensos a denunciar la precariedad, que a callar y resistir en silencio. Esta actitud, en una vaga y defectuosa interpretación del estoicismo, es utilizada por ciertos sectores conservadores para tildar a quienes denuncian estas problemáticas de «vagos», «frágiles» o «hipersensibles».
El término no se limita a la queja laboral. En su afán de descalificar, ciertos discursos acusan a la «generación de cristal» de perderse en las políticas de identidad, y de sentirse fácilmente ofendidos cuando se les muestran las «verdades» sobre sexualidad y género.

Meme de referencia / Foto: Quora
El intento de responder a esto se ve como una afrenta a la libertad de expresión, como si esta correspondiera a la libertad para acosar o discriminar constantemente en redes sociales —algo que ocurre a menudo— a personas «fuera de norma».
Curiosamente, personas del mismo grupo etario que correspondería a nuestra hipotética generación utilizan el término para describir a sus coetáneos, como si fuera posible escapar de ella siendo políticamente incorrecto. Mientras tanto, muchos colectivos siguen siendo víctimas de discriminación, y cuando alzan la voz para exigir su derecho a existir y expresarse libremente, se les acusa de hipersensibles, de reaccionar desproporcionadamente, o ser «copitos de nieve».
Es interesante que esas reacciones se vendan como «hipersensibilidad», cuando no es menos reactivo aquel que explota de ira al ver a dos personas del mismo sexo besándose en la calle, o dándose la mano en una escuela; o aquellos que devienen paladines del contenido fidedigno de alguna obra cuando cierto personaje ficticio tiene un color de piel más oscuro del esperado. Irónicamente, los cambios en el aspecto de personajes respecto al original que no constituyen cambios con aumento de melanina no suelen generar tanto sobresalto. Si el «cristalito» sobrerreacciona por el contenido de una película es hipersensibilidad, pero si lo hace el purista, ¿es una legítima protección de la infancia o del rigor?
No es cuestión de afirmar que todo cambio, política o actitud es pertinente. Eso es harina para otro debate. Lo que se quiere exponer es que, en una era movida por algoritmos, polarización, grupos de opinión, comunidades de identidad y enfrentamientos de emociones —de las cuales los fanáticos del término también son víctimas—, la hiperreactividad es una característica común a la mayor parte de los involucrados, y no solo a los que reaccionan por determinadas cosas. Si nos guiamos por ese criterio, la mayoría de los involucrados seríamos de cristal, sin importar el grupo etario. ¿Existen reacciones desproporcionadas? Sí, pero no son propias de un único grupo, sino que están distribuidas a lo largo del escenario social de discusión.
La «cultura de la cancelación», que ciertamente debe ser abordada desde una mirada crítica y no puramente activista, no es un fenómeno exclusivo de los peyorativamente denominados «progres». En su momento, las quemas de libros de la inesperada inquisición española —y que fueron repetidas durante el franquismo—, o el Código Hays, que prohibió en las pantallas norteamericanas todo aquello que no coincidiera con la moral conservadora imperante, fueron formas primitivas y para nada progresistas de cancel culture.

Foto: Nueva Revista
Cada época, y por tanto cada generación, tiene sus propias características, miedos y preocupaciones. Después de todo, los que las componen son hijos de las condiciones económicas, sociales y culturales en las que nacieron y crecieron, y desde ahí conciben sus cosmovisiones y se plantean sus luchas.
No es posible, sin caer en parcialidades y sesgos, intentar atribuir un carácter de bueno o malo a un proceso que ocurre sin excepción en cada ronda generacional, en las cuales siempre los viejos ven en los nuevos el fin de la sociedad, precisamente porque la situación es distinta a la que ellos vivieron. No es, sencillamente, tan simple.
Bajo un halo de dudosa superioridad moral que esconde un ejercicio de profundo egocentrismo, se intenta abstraer a un grupo humano en una pretensión de universalidad, alienando a sus integrantes de sus diferentes realidades con el fin de minimizar sus demandas o atribuirles un signo moral negativo. Esta actitud busca mostrarse condescendiente con aquellos de diferentes ideas, al entenderlos como mentalmente débiles, o incluso que han sido manipuladas por «ideologías peligrosas». Sin embargo, hay mucho de ideológico en los preceptos desde los que se descalifica.
Si lo que se busca es ser riguroso, sería ya hora de dejar ir un concepto que, más que serio y descriptivo, solo contribuye a invalidar personas con pensamientos legítimos, reproducir estereotipos discriminatorios, y alimentar el discurso de ciertos grupos políticos, cuyo menor interés es el de «proteger» el color de piel de la Sirenita que había escrito Hans Christian Andersen.
Empecemos por vernos entre nosotros no como enemigos existenciales, sino como integrantes iguales de la sociedad en la que debemos llegar a ciertos consensos mínimos a pesar de nuestras diferencias, sean ideológicas, generacionales o culturales. No todo aquel que está en desacuerdo con nosotros constituye una amenaza existencial, y descalificar siempre solo le es funcional al extremismo, que se alimenta de las falacias y la segregación de opiniones incómodas para unos y otros.
Todos tienen temas sensibles, a veces —es cierto—, algunos pueden exagerar con la reacción a estos o errar en sus interpretaciones de fenómenos sociales, pero no debido a ello hay que dejar de abordar y discutir problemáticas que siguen existiendo en la realidad de esas sociedades. La cuestión está en hacerlo desde el respeto, y sin reducir al otro que piensa distinto a un muñeco de paja sin voluntad o agencia propia, más parecido a los prejuicios propios que a la persona delante.
Lo otro llevaría a optar por la aniquilación mutua entre los «incompatibles», la consolidación de la polarización, la discriminación, la indiferencia, y el advenimiento gradual de un mundo donde nos escuchamos cada vez menos, por estar ocupados imaginando avatares como la maldita generación de cristal.
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[1] El fin de la historia y el último hombre es un libro del politólogo estadounidense de origen japonés Francis Fukuyama que expone una polémica tesis: la historia, como lucha de ideologías, ha terminado, con un mundo final basado en el modelo de democracia liberal que se ha impuesto tras el fin de la Guerra Fría.
[2] Mark Fisher fue un escritor, pensador, profesor y crítico cultural británico. En una de sus obras más relevantes, Realismo capitalista: ¿No hay alternativa? asume el término «realismo capitalista» como la ideología que permea todas las áreas de la experiencia contemporánea, cubriendo el horizonte de lo pensable y limitando la capacidad de imaginar un nuevo escenario cultural y sociopolítico.
3 comentarios
Empecé a leerlo y no finalice muy extenso, time is money.
Me párese muy interesante tu artículo y admiro tu capacidad de análisis. Felicidades. Un abrazo hasta la bella Cuba que de corazón deseo algún día no solo sea un cliché
Muy buen artículo, no tengo críticas negativas sobre su extensión y detalles formales, sólo que pienso que puedes hacerle una continuación, porque no está dicho todo sobre las generaciones que concurren hoy en las redes y también porque hay por ahí algunos “tipos” psicológicos que concurren al debate social y merecen ser escrutados por especialistas de tu base académica para poder ver nuestras percepciones de la realidad expuestas con detalles, piénsalo. Sigue pintando lo social. Saludos cordiales
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