Encumbrados visitantes, eruditos, geógrafos nacionales y gente común dicen que esta ciudad parece un anfiteatro natural. Se refieren a las lomas que ascienden desde la bahía en todas direcciones, como gradas. Por mi parte, cuando la otredad me asalta, le asigno un significado más… intangible, epistemológico y determinológico. He pensado:
«En este gran anfiteatro todos somos personajes de una historia Equis. Solo actuamos, con mayor o menor talento, los papeles que alguna vez escogimos o que nos fueron asignados. La azarosa mezcla del libre albedrío con la superación personal, más la genética y las condiciones sociohistóricas, económicas y culturales como telón de fondo, es lo que determina que haya algunos finales más felices que otros. Pero de que todos actuamos en el mismo show, de eso, estoy seguro».

Foto: Nester Núnez
En todo caso, por alguna abíblica razón, esta mañana me subí al escenario más temprano que nunca. Eran como las seis de la mañana cuando me arranqué las sábanas del cuerpo y me miré las mismas canas y las mismas arrugas de los últimos tiempos, en el espejo de mi camerino particular. Lo nuevo era una convicción rara que me surcaba la frente como una cruz gamada, y que repetí como un mantra, como autohipnotizándome, a cada paso que di hasta alcanzar la cima de la calle Cuba: «Yo Soy el Espectador. Yo Soy el Espectador. ¡Yo Soy!».
De una punta a la otra, la calle Cuba tiene 13 cuadras (¡Persígnate, supersticioso! ¡Echa sal por arriba de tu hombro!). El tipo que se asomó hoy a este lado de la vida, sin querer ser sombra chinesca (es decir: Yo), necesitó caminar las más empinadas, las cuatro últimas de las trece. Ya arriba, aún de espaldas a la ciudad, un tanque de agua pintado de azul, con un letrero que dice «Acueducto y Alcantarillado», me dio la bienvenida.

Foto: Nester Núnez
Volteándome hacia la bahía comenzó el espectáculo. Eran las 7 y 12 de la mañana. Cuando vi el primer rayo de sol, brotó de mis entrañas trasnochadas esta frase que pudiera sonar egoísta:
̶ Hoy, el sol sale especialmente para ser contemplado por mí.
No me hice una selfie, así que tendrán que imaginarla: en lo más alto de la calle Cuba (como si fuese el Pico Turquino), un flaco sonreía optimista.
Una señora me convidó a comprarle café acabadito de colar; una estudiante de preuniversitario preguntó si yo era mototaxista; un perrito pekinés levantó una pata cerca de mí con la intención de marcar territorio. Y yo, sin moverme. Y la gente sin admirar aquel espectáculo del sol naciente. Su problema. Entonces, hice la primera foto.

Foto: Nester Núnez
Lo que ves en la pantalla no es el evento real, sino la interpretación del fotógrafo tamizada por la mecánica de la cámara. Por eso, lo que ella te muestra pocas veces describe lo que realmente piensas o sientes. «¿Y si hay un apagón mundial? ¿Si la termoeléctrica del sol se rompe?», me dije. Después indagué, de refilón, en los motivos que me hicieron salir tan temprano de la cama, mi zona de confort.
¿Subí a ver el sol desde lo más alto de la calle Cuba para encontrar algún tipo de felicidad auténtica y renovada? ¿Lo hice para guardar este instante por si me aqueja una prematura demencia senil, el desamor, el desarraigo de los que emigran aún sin salir de esta isla? ¿O fue solamente con la ilusión de que ese finito rayo de sol, el primero del día, encendiera la luz total al final del túnel?
Absorto en la exploración de mis inconscientes impulsos, el perrito pekinés hizo lo que tenía pensado desde el inicio. Sentí el líquido caliente correr por mi pantorrilla flaca hasta encharcarme el zapato. Lo miré un poquitín enfadado y el muy loco, casi suelta los ojos ladrándome. Y yo sin moverme. Y la gente mirando y burlándose de aquel espectáculo. «¿Y si el sol se apaga?»
Una vez perdí demasiada sangre. Todo se hizo oscuro y morir fue tan fácil como quitar el dedo de la herida, como entrar en pánico. Hubiera sido un final sin dolor, sin aspavientos, pero siempre he sabido que morir no es la solución de nada. Así que no apreté el cuello del perrito, sino que terminé acariciándolo. Alguien de por allí aplaudió, otro guardó el machete y varios se rieron, aliviados. La señora me regaló una taza de café con el mismo gesto pomposo de quien entrega un ramo de flores a un actor que dice magistralmente el parlamento final de la obra. Desde su punto de vista,
«Todo es relativo», me dije.

Foto: Nester Núnez
Poniendo en práctica esa misma lógica, en lugar de apuntar que el sol había ascendido unos grados sobre el horizonte, comentaré que la Tierra era la que había bajado. El tiempo pasó, diríamos también desde una postura antropocéntrica, pero es que el tiempo en realidad no está en ninguna parte y a la vez en todas, así que no pasa. «Las manecillas de los relojes deberían ser pequeñitos hombres y mujeres, aunque terminen mareándose», pensé, mientras dejaba atrás al perrito meón y a la gente buena de la periferia alta, y caminaba Cuba abajo.
Si uno dice: «Bajé por la calle Medio», o «Bajé por la calle Milanés o por Contreras», la expresión es gramaticalmente correcta y las personas la entienden en su sentido literal. Pero en la frase «Caminé Cuba abajo», las personas sufridas y suspicaces encontrarían cierta redundancia.
Es cierto que la dirección del tráfico en esta calle es hacia arriba, pero funciona como las ilusiones ópticas: te parece que ves agua en el desierto, pero no. Aquí, te parece que Cuba sube, y tampoco. Ni aunque te traslades en un auto Tesla del último modelo. «¿Cómo cargan la batería, si la termoeléctrica…?» Recuerdo algo, todo es relativo.

Foto: Nester Núnez
Pongamos un ejemplo: por la calle Cuba un caballo tira de un carretón con dos hombres encima. ¿En qué año sucede ese evento? Uno de los hombres le da un latigazo al caballo para que ande más aprisa. El caballo relincha, se para en dos patas, tumba a los dos hombres. Uno de ellos recibe un fuerte golpe en la rodilla. Supón que queda cojo para siempre. ¿Quién es aquí el héroe y quién el malvado?
Más fácil: una señora jubilada que no recibe remesas gasta un tercio de su pensión en viandas y vegetales. Le protesta al muchacho que vende los productos en una especie de carretilla en la calle Cuba. El muchacho le dice: «Pero mi vieja, la culpa de los precios locos no es mía». Luego, para compensar, y porque entiende a la señora, le regala un aguacate que mañana ya estará podrido, y un plátano macho en regular estado.
Entonces, Cuba es para abajo. Cuando llueve, algunos vecinos en el colmo de la extroversión, lanzan por esa misma cuesta la basura de sus casas al torrente de agua que baja impetuoso buscando el río. Al parecer, no les importa que sus inmundicias lleguen al mar, que se esparzan por el océano, que es como decir por el mundo entero, haciendo públicas las miserias que se cuecen en los fogones de la calle Cuba.

Foto: Nester Núnez
Y cuando no llueve, también. Muchos se sientan en las aceras para huir del calor de las casas, para socializar, para revender algún producto que ayude a su familia a ver el sol del día que vendrá. Aprovechan el cielo despejado para expresarse sin censuras. Soltar, sacar del pecho y de la garganta lo que les apesta dentro. En principio, la basura de la que hablan no es suya, pero les afecta tanto que terminan infectados.
—La azarosa mezcla del libre albedrío con la superación personal, más la genética y las condiciones sociohistóricas, económicas y culturales como telón de fondo, han llevado a un inepto que no sabe inglés, a dirigirnos —dice Manolo con palabras que no son esas, por supuesto. Son peores—. No hay que ser un erudito ni un geógrafo para saber que todo lo que sube, termina cayendo.
Manolo, el de la calle Cuba, tiene la esperanza de que suceda más temprano que tarde, aunque no está dispuesto a asumir el rol de protestón ni de revoltoso en dicha obra. Lo suyo es pasarla bien mirando el juego desde las gradas. Por las tardes, cuida a sus nietos mientras montan bicicleta o se da sus tragos de ron conversando con los socios. Pasa por el tiempo lo más feliz que puede, intentando no marearse. Lo que dice del sol es que no se puede tapar con un dedo.

Foto: Nester Núnez
—Durante 30 años me levanté a las cinco de la mañana para ir a trabajar. Ahora ya eso acabó. Gano más tapizando asientos de motores y muebles viejos, o lo mismo te engraso un ventilador que le coso la suela a un zapato roto.
Manolo está sentado en el contén del barrio. ¿Es actor o espectador en este show que se vive en la calle que baja? ¿Escogió o le asignaron el personaje que interpreta? ¿Le gustan los perros pekineses? ¿Será el suyo un final feliz?
Las respuestas siempre son… relativas. Sin embargo, por alguna abíblica razón, yo veo a Manolo como riéndose de todo desde la misma punta del Pico Turquino, y eso que vive en la séptima cuadra, de las trece.
(Oh, supersticioso, ¿existirá un remedio?)

Foto: Nester Núnez