Existen en los procesos históricos extrañas recurrencias cronológicas. Ciclos que asombran por sus similares duraciones. Especie de números mágicos que dividen las estructuras temporales. En la Cuba posterior a 1959 esa cifra encantada —glosando a Lezama Lima—, parece ser el 30. Y no por la épica promesa de que para el 2030 tendremos una nación “soberana, independiente, socialista, democrática, próspera y sostenible”; sino porque si fraccionamos todo el devenir socialista, que acaba de cumplir su sesenta aniversario, veremos que hay dos ciclos de aproximadamente treinta años que es muy sugestivo comparar.
Al finalizar el primero de ellos, recién iniciada la década de los noventa, la Isla se encontró en una situación crítica. El derrumbe del campo socialista le hizo perder a sus principales socios comerciales, al mercado donde situaba la mayor parte de sus exportaciones, a su país-pilar energético, la URSS, y a una comunidad ideológica que se autoproclamaba el futuro de la humanidad y sobre la que habíamos erigido un imaginario colectivo.
El golpe sería terrible, tanto en la economía, a nivel sociológico, como en la existencia individual de las personas. Una de las peores consecuencias, en sentido anímico, fue el desconcierto, la sorpresa, por la desaparición de un bloque geopolítico que parecía tan fuerte y por el que nos sentíamos protegidos. Y no puede olvidarse tampoco la subsiguiente ola de derechización neoliberal, que endureció los postulados capitalistas y, a nivel de sustento ideológico, esgrimió la Teoría del fin de la Historia.
Han pasado casi tres décadas desde entonces. El año próximo se cerrará el segundo ciclo de treinta, vividos todos tras la desaparición del campo socialista, y que puede subdividirse a su vez en dos etapas de quince años, los primeros dirigidos por Fidel (1990-2005) y los segundos por su hermano Raúl Castro, si bien hace apenas un año ya no como presidente de los Consejos de Estado y de Ministro pero sí en su función orientadora de secretario general del PCC.
Si hacemos un balance conclusivo de este ciclo, asombran las similitudes de la encrucijada a la que arriba Cuba en la actualidad.
Pareciera una especie de deja vú en la marcha de la revolución socialista, como si hubiera caminado en círculo, un enorme círculo, y se acercara nuevamente al punto de partida.
El bloque geopolítico que nucleó a la izquierda continental alrededor del ALBA, y de la proclamación ideológica del socialismo del siglo XXI, está en un momento de franco retroceso. Venezuela, el país-pilar energético al que nos anclamos desde inicios del tercer milenio, lucha por mantener un gobierno que, entre los errores propios y las presiones exteriores parece incapacitado para reorganizar su economía y funcionar con normalidad. Hemos visto afectadas las relaciones económicas y comerciales, dependientes sobre todo de la exportación de servicios médicos y profesionales y del turismo.
Igual que en el pasado reciente, la agresividad de un polo aparentemente vencedor —por ahora, pues recordemos que los ciclos de decadencia también le han jugado malas pasadas al neoliberalismo y al conservadurismo político—, nos deja en un escenario donde el capital exterior en el que tanto confían nuestros decisores, tan volátil y cauto ante contingencias políticas e inseguridades, no puede aportar con estabilidad y prontitud lo que necesita Cuba para acabar, por fin, de despegar.
Sin embargo, cuando me represento la imagen de un círculo tengo muy claro que nunca se llega igual al punto de partida. A nivel de la sociedad cubana han ocurrido sustanciales modificaciones en estas tres décadas. Primero, porque todas las personas no han sufrido del mismo modo los años duros y la pobreza, tampoco son las mismas generaciones, ni la confianza, ni la paciencia o capacidad de resistencia, ni el nivel de compromiso político, ni existe ya el monopolio de la información y de las campañas ciudadanas, y sería una imagen terrible para este planeta interconectado percibir el sufrimiento y las privaciones que desgraciadamente conocimos en los noventa.
Si la posibilidad de un nuevo período especial se hiciera realidad, no se repetiría exactamente ni con análogas reacciones internas.
Casi a las puertas de un tercer ciclo se propone una nueva estación de partida en la larga marcha: inauguramos otra Constitución, que debe votarse en referéndum en apenas tres días. Las consignas por un voto a favor han sido diversas: “por la unidad”, “por el honor de la patria”, “por los sueños de Fidel y de Raúl”, “por la revolución que comenzó en 1868”… Casi todos los llamados recurren al pasado, tan caro a los ideólogos oficiales.
Al escuchar esos reclamos evoco una frase que el joven Juan Marinello apuntó en sus Notas de sociología de 1918: “poner los ideales de un pueblo en el pasado es condenarlo al estacionamiento”.
A pesar de que, en efecto, la nueva Constitución es superior en mucho a su predecesora aún vigente, algo no varía en ella: la posibilidad de que la ciudadanía controle directamente el acceso a los cargos de dirección. Si bien con ausencias paradigmáticas como las de Fidel Castro, la clase política que rige hoy en los niveles del Partido y el Estado en Cuba es en esencia la misma que presenció la caída del campo socialista y la que condujo al país a un punto tan similar al de treinta años atrás.
Ya fuera por imprevisión, ineptitud, lentitud en las reformas, experimentos inacabables, apego a un modelo que siempre fue caduco, mayor confianza en el capital externo que en el propio u otros factores; lo cierto es que dicho grupo dirigente no despierta la confianza necesaria para manejar los destinos del país si se materializa un muy probable arreciamiento de la crisis.
Si durante treinta años no pudo cambiar, ¿por qué pensar que lo hará ahora? No son las mentalidades las que hay que sustituir, esa pretensión ha resultado una quimera. Son las mentes, y eso solo es posible sustituyendo a las personas con ideas viejas por otras con ideas nuevas.
Las ideas socialistas también pueden ser nuevas.
A fin de cuentas una Constitución, por excelente que sea, es un papel escrito que tiene el valor que le confieran la actuación y el respeto de los políticos. ¿O vamos a culpar a la Constitución de 1976 de que no hayamos podido por décadas viajar al extranjero sin pedir permiso, o vender nuestras casas y autos, u hospedarnos en nuestros propios hoteles?, ¿en qué línea de su cuerpo legal se prohibía?
En el debate popular miles de personas solicitaron votaciones directas y secretas para el Presidente de la República y otros cargos. La Comisión revisora entendió que esto era violar la cláusula de intangibilidad. Nos condena entonces a seguir viajando en el tiempo, sin claridad en el momento y punto de llegada.
Otros pueblos han perdido su rumbo por largos años. Las doce tribus de Israel recorrieron el desierto en pos de la tierra prometida durante cuarenta. Nosotros llevamos sesenta buscando puerto seguro. Con una pequeña diferencia, a ellos les caía maná del cielo.
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