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La inmensa minoría

por Teresa Díaz Canals 25 febrero 2021
escrito por Teresa Díaz Canals

Dichoso tú, que no tienes el amor disperso

Dulce María Loynaz, Poema IX

***

La hormiga Z

Uno de los sociólogos contemporáneos que me resulta interesante es Erving Goffman (1922-1982). Considerado representante de la microsociología, en su obra defendió que la conducta humana depende de sus escenarios y relaciones personales. Asimismo, destacó que cada uno está siempre inmerso en un manejo constante de su imagen ante el resto del mundo.

Para este investigador, el análisis dramatúrgico constituía una variante del interaccionismo simbólico. Consideraba que la interacción era sumamente frágil y que se mantenía por las representaciones sociales. Una representación deficiente o desorganizada significa una amenaza para la interacción social, de la misma manera que lo es para una puesta en escena.

Goffman aseveró que el teatro constituía una brillante metáfora para iluminar los procesos sociales de pequeña escala. En el escenario, y en la vida misma, los actores pueden retirarse a un ámbito trasero, lo que se conoce como «tras bambalinas» o «entre bastidores». Es en ese espacio que les es posible despojarse de sus personajes y ser ellos mismos.

En los años noventa asistí a uno de los numerosos eventos organizados en la Facultad que ya no requiere de mi servicio. En ellos se producían presentaciones o pequeñas conferencias, usualmente sus ejecutores no se exponían mucho. Allí conocí a una visitante extranjera que posteriormente envió una invitación para mí y dos profesores más, con el objetivo de realizar un intercambio académico en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.

El sobre con mi nombre fue dirigido del decano al entonces rector, con lo que incurrieron en algo que, en cualquier lugar del mundo, se denomina violación de correspondencia. Decretaron la cancelación del viaje hasta que uno de los miembros de la dirección del Partido Independentista Puertorriqueño se entrevistó con la máxima figura de la institución e intercedió por los profesores cubanos invitados a San Juan.

Es imposible narrar en detalles las vicisitudes que experimenté como consecuencia de aquella situación: sancionada por considerar que falté el respeto a los jefes inmediatos —le dije a uno que se comportaba como un señor feudal— y llevada al Consejo de Dirección para que leyeran mi supuesta indisciplina. Días después asistí a una pequeña fiesta de colegas de la cual debí retirarme asqueada del acoso sexual que sufrí, cuando uno de los presentes me tocó mientras preguntaba cómo me sentía después de la sanción.

 El problema no terminó ahí. Ya en Puerto Rico, en medio del tortuoso encuentro, al terminar mi intervención se levantó un cubano para increparnos con cara de pocos amigos: ¿y qué hacen los intelectuales de la Isla? Con una altanería insoportable nos reprendía porque no hacíamos nada por subvertir nuestra realidad que, en definitiva, era la de él.

Me pareció una posición muy cómoda la suya: irse y después pedir a otros que actuaran como él no fue capaz. Otra cosa sería ejercer la crítica, a lo que todas y todos los nacidos en un mismo lugar tenemos el mismo derecho. Conste que respeto mucho nuestra emigración, ella es un latido ausente imprescindible en la vida de esta nación. ¡Con tanta gente que ha vivido en mí, /y que de pronto se me vayan todos!..

Después de ese desagradable incidente, y ya de regreso a casa, mi cuerpo comenzó a sangrar durante seis meses, el estrés fue demasiado. Todo un período de enfrentamiento inútil, de incomprensiones y humillaciones terminó con un daño a mi salud.

Un día comenté a mis estudiantes que les agradecía mucho poder compartir con ellos, pues cuando pasé tres años en Moscú sentía que mis grandes momentos de felicidad eran en la cafetería, al poder saborear una exquisita torta y una smetana. En ese complejo período especial, estar en el aula con los jóvenes era el equivalente a las exquisiteces rusas.

Cuando tenía energía y no me dolían los huesos, en tiempos de grandes apagones que impedían dormir en pleno agosto, fui directo a una pared que ya no existe, otro derrumbe. El contexto me llevó «tras bambalinas»; allí escribí, entre signos de admiración una frase en la que aludía al que consideré el máximo responsable de nuestra situación.

Recuerdo un chiste que circulaba entonces, contaron que fue un hecho real pero no tengo la seguridad: un cartel apareció en una estatua de Antonio Maceo en la etapa en que se comenzaba a estimular la inversión extranjera: Maceo, levántate, los españoles están de nuevo aquí.

A pocos días de escribir aquello se llevaron a mi cuñado preso. Dos días estuvo por mi culpa en un calabozo. Me quería morir, si se alargaba la cuestión tenía que entregarme. Pero lo hicieron escribir, y con esa prueba irrebatible lo dejaron libre. La presidenta del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) había dado su nombre.

¡Cuánta gente inocente durante décadas ha sido víctima de lo que estima un personajillo ignorante sobre otro ser humano! Lo monstruoso de ello es el embargo automático de toda posibilidad de opinión libre. Espero que no vengan por mí ahora, pues me duele hasta la ropa que traigo puesta. En las películas sale que después de veinte años el delito —en este caso el no delito— queda fuera de lugar. ¿O no?

Nunca aspiré a ser guía ni elegida de nada, todo lo contrario. Un día, una amiga se acercó para decirme: «sal del escenario». Con Dulce María, esa poetisa ninguneada por mucho tiempo, afirmo: No fue el mío el pecado primaveral de la cigarra, aquel que se comprende y hasta se ama. Fue el pecado oscuro, silencioso de la hormiga; fue el pecado de la provisión y de la cueva y del miedo a la embriaguez y a la luz.

Pero todo mi empeño —hasta el día de hoy— estuvo en ser una conciencia inquieta. En mi preocupación estaba mi acción. Ante la deformación, la desmoralización, la disgregación, el socavamiento inesencial; intenté fortalecer mi mundo interior. Me dediqué a leer en las reuniones con lenguaje asambleario.  A veces me daban deseos de correr, y en ese impulso, que aparecía en mí de manera sistemática, descubrí la raíz del cimarronaje, el legado de los esclavos: huir. 

En aquellos tiempos no existía el nivel de comunicación de hoy, lo que pasaba en Matanzas o en Santiago de Cuba se quedaba por lo general allí. Siempre me resultó más fácil ir a Argentina o Canadá que conocer Bayamo. Ahora, que poseemos mucha más información, podemos convertir la justa transgresión en ente novelable, con mayor precisión reconocernos en los otros, apoyarlos, comprenderlos.

Educar no es adoctrinar

Ética de la deferencia

Un gran cansancio de cinismos despunta ya en cierta parte de la juventud. Ante todo ese abismamiento siento que nace con potencia una voluntad que debe ser de manera ineludible de plenitud, de respeto no a la diferencia —como se repite muchas veces por todas las instancias y se convierte en falsedad e indiferencia—, sino una ética de la deferencia.

Lo que se ha hecho hasta ahora en el escenario cubano es acercar al otro que tiene un rostro con voz, palabra y escritura a la lógica de un determinado sistema. Pasa que también en ese rostro ha aparecido una apelación. Vivir es ser en situación. La deferencia implica que hay ética donde hay responsabilidad y cordialidad, porque la ética es donación y hospitalidad.

Con tristeza veo la cantidad de improperios que son arrojados sobre cubanos y cubanas que no tienen derecho a defenderse. A quienes juzgan y condenan habría que recordarles que ese acto desde el poder es injusto, que a quienes condenan es a sus semejantes en su historia cercana. El muro de Berlín desapareció el 9 de noviembre de 1989 como realidad física y política, pero existe todavía en muchos cerebros de esta Isla un muro mental como principio de visión y división.

Me gustaría que se asumiera la propuesta de un admirado artista nuestro, de sentar en programas como la Mesa Redonda o Palabra Precisa —sobre la base del respeto y la tolerancia, sin manipulaciones ni espionaje— a personas defensoras de diversas posiciones y perspectivas sobre la vida cubana.

 El excepcionalismo heroico no constituye la única posibilidad de acción. Qué bueno que un movimiento silencioso de la inmensa minoría produjera un grandioso efecto simbólico que no se traduzca solo en rebajar el precio elevado y abusivo de una mercancía, sino que también estremezca las posiciones de los de arriba, de esos jefes vergonzantes, de esas personas que miran para otras regiones, enaltecen los crepúsculos y punto, de esos asambleístas que dicen y no dicen nada.

¿Acaso no debemos tratar de reflexionar colectivamente, de unirnos para brindar un poco de fuerza social a la verdad?

25 febrero 2021 30 comentarios 6.368 vistas
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El hipocriticismo como valor

por Mario Valdés Navia 4 junio 2019
escrito por Mario Valdés Navia

Decía Martí: “¿criticar qué es, sino ejercer el criterio?”[1] Y como defendía la necesidad de la crítica social, observaba con júbilo: “en los cubanos de todas condiciones y colores, aquella laboriosidad tenaz, aquella crítica vehemente, aquel ejercicio de sí propio, aquel decoro inquieto por donde se preservan y salvan las repúblicas.”[2]

Cuan diferente el lugar de la crítica en una sociedad de socialismo burocrático donde a los que actúan de esa manera se les engloba bajo etiquetas peyorativas: disidentes, subversivos, renegados, inconformes, hipercríticos, partes blandas, francotiradores, etc. Al mismo tiempo, se incentiva la actitud contraria: el hipocriticismo, que excluye la duda, la contradicción, el error y la opinión otra en las cosas que pican.

Por eso el discurso de la identidad es tan grato a la burocracia socialista que defiende una supuesta cohesión y unidad permanentes ante las acechanzas −reales, o exageradas− del enemigo interno y externo. De ahí que hable siempre a nombre de causas generales: pueblos del mundo / intereses de todo el pueblo / masa de trabajadores / revolucionarios de ayer, hoy y siempre / mujeres / obreros y campesinos / niñez y juventud, etc.

La cuestión de fondo es que la alta burocracia deviene en la usufructuaria de los medios de decisión. Grandes transformaciones, tareas que involucran a todo el pueblo, inversiones del capital público y posiciones en política interna y externa de las que dependen los destinos de la nación, son consensuadas y decididas por ella según sus intereses y puntos de vista.

Solo a posteriori serán aprobadas -nunca desaprobadas- por las masas, en forma más o menos democrática. De hecho, la alta burocracia (los que saben) pretende pensar por el pueblo, al que en ocasiones consulta, pero del que solo espera aclamaciones y alabanzas, no ideas contrarias a las suyas.

Con el tiempo, este rasgo trae consigo la inercia/inmovilismo ya que la represión al pensamiento crítico y creador acarrea la falta de iniciativa, el temor al cambio y la demora en la toma de decisiones ante la espera obligatoria por las respuestas y decisiones de bien arriba.

Aquí es vital el problema de la participación y la cuestión de quienes son los que merecen ejercerla plenamente en la sociedad socialista: ¿funcionarios, expertos, o ciudadanos? La experiencia muestra que este es el orden tenido por adecuado en el socialismo estatizado donde las tesis de los funcionarios de alto rango se transforman en orientaciones para la mayoría mediante decretos y cartas circulares.

Los expertos son convocados en ocasiones por sus conocimientos especializados, pero pocas veces sus conclusiones son publicadas y discutidas en la comunidad científica. Suelen ser engavetadas y tenidas en cuenta para la toma de decisiones cuando los cuadros superiores lo estiman conveniente.

Por último, los ciudadanos no tienen posibilidades reales de participar eficazmente pues sus opiniones, cuando no son ignoradas, son recogidas para engrosar grandes estadísticas. En el mejor de los casos son elevadas y luego respondidas, en el momento y lugar adecuados, con una explicación que no tiene por qué incluir la aceptación de lo  planteado.

Por ello, el modo de actuación de la burocracia socialista presume del secreteo y la compartimentación, mientras aborrece la transparencia y la rendición de cuentas al público. Ella le permite habitar en un entorno propio, como una casta cerrada que se torna un agujero negro para los extraños.

En consecuencia, la polémica franca se sustituye por el acatamiento a la “orientación de los organismos superiores”, el consignismo engañoso, la competencia a partir de la confiabilidad; la doble moral y la represión −abierta, o solapada− a la crítica mediante el terror ideológico.

En este contexto, la circunstancia nacional de plaza sitiada −con su correlato de cohesión, lealtad y entrega incondicional al supremo bien común− le brinda a la burocracia un entorno ideológico donde puede medrar a sus anchas al hacer de ella un mito.

El enemigo mortal del dominio burocrático es el control obrero; de ahí que la alta burocracia lo enfrente con todo. Para ella el pueblo es una masa  silenciosa/ruidosa. Sus opiniones serán loables siempre que vengan llenas de agradecimiento y lealtad, de lo contrario son fastidiosas y se tolerarán solo para ser debidamente canalizadas.

Con tal estilo de gobernanza las masas trabajadoras son sometidas a un proceso de desideologización que castra su espíritu de combate, militancia política, carácter crítico y hábito de pensar por sí mismos. Las que habían llegado a ser una clase para sí, se convierten en una clase para otros: los burócratas hegemonizantes que las entretienen conduciéndolas de una tarea en otra como las hormigas pastoras a las bibijaguas.

La alta burocracia concibe a la sociedad socialista como su inmensa zona de confort, tipo Facebook, donde casi todo es ligh/soft, o, cuando más, triste; pero casi nunca crítico, complicado, o subversivo. De ahí el supuesto apoliticismo que se extiende en las nuevas –y no tan nuevas- generaciones socialistas como resultado de la carencia de una praxis crítica y de sólidos valores cívicos.

Uno de los mecanismos más influyentes del poder burocrático es la censura. Esta define cuál es la respuesta políticamente autorizada/consensuada, según las retóricas ideológicas burocráticas, a las preguntas cotidianas sobre: qué se puede decir, qué se debe callar, qué (no) se hace público, dónde y cuándo.

Su variante más extendida: la autocensura, afecta tanto a los ciudadanos simples como a científicos, comunicadores sociales, profesores, estudiantes  y los propios miembros de la burocracia. Para extinguirla valdría la pena retomar las ideas del Maestro: “Brazos de hermano se ha de tender a los hombres activos y sinceros, que son la única crítica eficaz y la única honrosa en las sociedades que padecen de escasez de verdad y de energía.”[3]

[1]“Estudios críticos, por Rafael Merchán”. OC. T5, p.116.

[2]“Discurso en conmemoración del 10 de Octubre”, Hardman Hall, New York, 10 de octubre de 1891. OC. T4, p.264.

[3]“La Verdad”. OC. T5, p.57.

4 junio 2019 22 comentarios 251 vistas
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Asignatura pendiente

por Alina Bárbara López Hernández 2 julio 2018
escrito por Alina Bárbara López Hernández

Corría el año 1913 cuando el joven Fernando Ortiz publicó su libro Entre cubanos. Psicología Tropical. Allí nos describía como personas que asumían más de un discurso. Uno estaba dirigido a la esfera pública, donde rara vez expresábamos nuestra verdadera opinión, pero sí lo que convenía. Otro era más restringido, encauzado al ámbito privado compuesto por la familia y los amigos, en ese nos pronunciábamos con sinceridad. Parece que no hemos cambiado mucho, pues el fenómeno de la doble moral es asunto criticado con asiduidad en nuestros medios.

Hace pocos días el noticiero de televisión publicó el reportaje de una periodista que investigaba el desvío de combustible en la provincia de Cienfuegos. No recuerdo su nombre pero me gustó su estilo. Nada de identificar a las personas ni enfocar la cámara a su rostro, solo escuchábamos la voz y si acaso se distinguían las manos. De esa manera logró declaraciones más honestas que los entrevistados no se habrían atrevido a ofrecer abiertamente acerca del modo en que se produce la pérdida de enormes cantidades de gasolina y petróleo.

Los estudios masivos de opinión a través de encuestas que respeten el anonimato para la implementación y evaluación de decisiones políticas, resultan una asignatura pendiente en Cuba. Habiendo pasado por años iniciales de efervescencia revolucionaria, en los que pocos cuestionaban el modo colectivo y multitudinario de aprobar determinaciones gubernamentales en plazas, desfiles y actos políticos; convertimos este proceder en una manera controvertible de legitimar las disposiciones de nuestro gobierno. A tenor con esa práctica, extendida en etapas como la actual en que ya los consensos no son tan evidentes, hemos perdido la posibilidad de conocer las opiniones reales de las personas y sus tendencias porcentuales, desaprovechamos entonces al verdadero asesor de la política de los gobiernos: la ciudadanía.

En el imaginario social cubano la unanimidad ha sido erigida como valor intrínseco del patriotismo, mientras la incondicionalidad es una actitud políticamente correcta. Nuestros dirigentes aún suponen como positivo el estado político ideológico de una población o comunidad por los gritos eufóricos de apoyo de cientos de personas. De ahí entonces que pocos se atrevan a discrepar públicamente, so pena de ser tratados como disidentes, centristas y otras denominaciones; o, en el mejor de los casos, ser tachados de problemáticos e hipercríticos. Resultado de eso es que contadísimas personas manifiestan explícitamente sus opiniones políticas si piensan que ellas se desvían, aunque sea en una pequeña parte, de la norma oficial.

Los estudios de opinión pública, a pesar de ser una de las vías naturales de retroalimentación que obliga a los gobiernos a tener resultados en un plazo prudencial, le han sido incautados a las ciencias sociales en nuestro país. Son competencia exclusiva de las oficinas de opinión de la población adscriptas a las direcciones provinciales del PCC. Los científicos sociales cubanos no podemos realizar estudios de opinión sobre el gobierno y sus políticas. Hasta para aplicar una encuesta masiva relativa a la utilización del tiempo libre o a los hábitos de lectura debemos ser autorizados previamente.

Como secuela, las carreras universitarias que tienen un perfil social: Economía, Sociología, o Estudios socioculturales, entre otras que pudieran asesorar al gobierno, no logran cumplir con su rol de diagnosticadoras y transformadoras de la sociedad. La forma de culminación de estudios y posterior superación de los profesionales de esas especialidades casi siempre asume la forma de Estudios de Caso, una metodología que impide apreciar tendencias y generalizar opiniones sobre determinados aspectos o fenómenos.

Para lograr una verdadera actualización de la economía cubana hay que empezar por actualizar los métodos de la política. Uno de ellos es el manejo de encuestas que se apliquen de manera anónima para llegar a constatar los criterios verdaderos y honestos de las personas.  Seguir hablando del “pueblo en general” es convertirlo en una masa social inerte, que personificará una poderosa resistencia al cambio pues no se apreciará a sí misma como sujeto, sino como objeto de las transformaciones.

Es ese el talón de Aquiles de muchos de los proyectos socialistas fracasados, de ayer y de hoy, no lograr la verdadera participación popular al no incluir a las personas y sus opiniones específicas en los procesos de toma de decisiones. La relación entre lo individual y lo colectivo en la política fue el tema central del artículo “El porvenir de un continente”, del escritor ruso León Tolstoi para el periódico bonaerense La vida literaria, y que replicó en Cuba la Revista de Avance en su número 29, del 15 de diciembre de 1928. El autor de La guerra y la paz consideraba: “En  lo individual, el latinoamericano es el ser más liberal  del mundo; —más aún que el francés— pero en lo colectivo pierde su  identidad y se transforma en energía reaccionaria. En los sajones sucede lo contrario: el individuo es la esencia del absolutismo, la colectividad, el non  plus ultra del liberalismo (…)”.

Necesitamos contar con las opiniones reales de las personas que conforman la sociedad. No basta con los gritos movilizadores, las consignas y las declaraciones colectivas. Es imprescindible saber que un pueblo está formado por millones de individuos y que el anonimato en las opiniones es saludable, en primera instancia para el propio gobierno, que puede monitorear su funcionamiento y no llegar así a una enorme acumulación de errores difíciles de resolver; en segunda, para las personas, que se sienten de esa forma participantes activas en los procesos políticos. Es imperativo aprobar esa asignatura pendiente de la política cubana si queremos cambiar de hecho y no solo en apariencias.

2 julio 2018 88 comentarios 867 vistas
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