Dichoso tú, que no tienes el amor disperso
Dulce María Loynaz, Poema IX
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La hormiga Z
Uno de los sociólogos contemporáneos que me resulta interesante es Erving Goffman (1922-1982). Considerado representante de la microsociología, en su obra defendió que la conducta humana depende de sus escenarios y relaciones personales. Asimismo, destacó que cada uno está siempre inmerso en un manejo constante de su imagen ante el resto del mundo.
Para este investigador, el análisis dramatúrgico constituía una variante del interaccionismo simbólico. Consideraba que la interacción era sumamente frágil y que se mantenía por las representaciones sociales. Una representación deficiente o desorganizada significa una amenaza para la interacción social, de la misma manera que lo es para una puesta en escena.
Goffman aseveró que el teatro constituía una brillante metáfora para iluminar los procesos sociales de pequeña escala. En el escenario, y en la vida misma, los actores pueden retirarse a un ámbito trasero, lo que se conoce como «tras bambalinas» o «entre bastidores». Es en ese espacio que les es posible despojarse de sus personajes y ser ellos mismos.
En los años noventa asistí a uno de los numerosos eventos organizados en la Facultad que ya no requiere de mi servicio. En ellos se producían presentaciones o pequeñas conferencias, usualmente sus ejecutores no se exponían mucho. Allí conocí a una visitante extranjera que posteriormente envió una invitación para mí y dos profesores más, con el objetivo de realizar un intercambio académico en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.
El sobre con mi nombre fue dirigido del decano al entonces rector, con lo que incurrieron en algo que, en cualquier lugar del mundo, se denomina violación de correspondencia. Decretaron la cancelación del viaje hasta que uno de los miembros de la dirección del Partido Independentista Puertorriqueño se entrevistó con la máxima figura de la institución e intercedió por los profesores cubanos invitados a San Juan.
Es imposible narrar en detalles las vicisitudes que experimenté como consecuencia de aquella situación: sancionada por considerar que falté el respeto a los jefes inmediatos —le dije a uno que se comportaba como un señor feudal— y llevada al Consejo de Dirección para que leyeran mi supuesta indisciplina. Días después asistí a una pequeña fiesta de colegas de la cual debí retirarme asqueada del acoso sexual que sufrí, cuando uno de los presentes me tocó mientras preguntaba cómo me sentía después de la sanción.
El problema no terminó ahí. Ya en Puerto Rico, en medio del tortuoso encuentro, al terminar mi intervención se levantó un cubano para increparnos con cara de pocos amigos: ¿y qué hacen los intelectuales de la Isla? Con una altanería insoportable nos reprendía porque no hacíamos nada por subvertir nuestra realidad que, en definitiva, era la de él.
Me pareció una posición muy cómoda la suya: irse y después pedir a otros que actuaran como él no fue capaz. Otra cosa sería ejercer la crítica, a lo que todas y todos los nacidos en un mismo lugar tenemos el mismo derecho. Conste que respeto mucho nuestra emigración, ella es un latido ausente imprescindible en la vida de esta nación. ¡Con tanta gente que ha vivido en mí, /y que de pronto se me vayan todos!..
Después de ese desagradable incidente, y ya de regreso a casa, mi cuerpo comenzó a sangrar durante seis meses, el estrés fue demasiado. Todo un período de enfrentamiento inútil, de incomprensiones y humillaciones terminó con un daño a mi salud.
Un día comenté a mis estudiantes que les agradecía mucho poder compartir con ellos, pues cuando pasé tres años en Moscú sentía que mis grandes momentos de felicidad eran en la cafetería, al poder saborear una exquisita torta y una smetana. En ese complejo período especial, estar en el aula con los jóvenes era el equivalente a las exquisiteces rusas.
Cuando tenía energía y no me dolían los huesos, en tiempos de grandes apagones que impedían dormir en pleno agosto, fui directo a una pared que ya no existe, otro derrumbe. El contexto me llevó «tras bambalinas»; allí escribí, entre signos de admiración una frase en la que aludía al que consideré el máximo responsable de nuestra situación.
Recuerdo un chiste que circulaba entonces, contaron que fue un hecho real pero no tengo la seguridad: un cartel apareció en una estatua de Antonio Maceo en la etapa en que se comenzaba a estimular la inversión extranjera: Maceo, levántate, los españoles están de nuevo aquí.
A pocos días de escribir aquello se llevaron a mi cuñado preso. Dos días estuvo por mi culpa en un calabozo. Me quería morir, si se alargaba la cuestión tenía que entregarme. Pero lo hicieron escribir, y con esa prueba irrebatible lo dejaron libre. La presidenta del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) había dado su nombre.
¡Cuánta gente inocente durante décadas ha sido víctima de lo que estima un personajillo ignorante sobre otro ser humano! Lo monstruoso de ello es el embargo automático de toda posibilidad de opinión libre. Espero que no vengan por mí ahora, pues me duele hasta la ropa que traigo puesta. En las películas sale que después de veinte años el delito —en este caso el no delito— queda fuera de lugar. ¿O no?
Nunca aspiré a ser guía ni elegida de nada, todo lo contrario. Un día, una amiga se acercó para decirme: «sal del escenario». Con Dulce María, esa poetisa ninguneada por mucho tiempo, afirmo: No fue el mío el pecado primaveral de la cigarra, aquel que se comprende y hasta se ama. Fue el pecado oscuro, silencioso de la hormiga; fue el pecado de la provisión y de la cueva y del miedo a la embriaguez y a la luz.
Pero todo mi empeño —hasta el día de hoy— estuvo en ser una conciencia inquieta. En mi preocupación estaba mi acción. Ante la deformación, la desmoralización, la disgregación, el socavamiento inesencial; intenté fortalecer mi mundo interior. Me dediqué a leer en las reuniones con lenguaje asambleario. A veces me daban deseos de correr, y en ese impulso, que aparecía en mí de manera sistemática, descubrí la raíz del cimarronaje, el legado de los esclavos: huir.
En aquellos tiempos no existía el nivel de comunicación de hoy, lo que pasaba en Matanzas o en Santiago de Cuba se quedaba por lo general allí. Siempre me resultó más fácil ir a Argentina o Canadá que conocer Bayamo. Ahora, que poseemos mucha más información, podemos convertir la justa transgresión en ente novelable, con mayor precisión reconocernos en los otros, apoyarlos, comprenderlos.
Ética de la deferencia
Un gran cansancio de cinismos despunta ya en cierta parte de la juventud. Ante todo ese abismamiento siento que nace con potencia una voluntad que debe ser de manera ineludible de plenitud, de respeto no a la diferencia —como se repite muchas veces por todas las instancias y se convierte en falsedad e indiferencia—, sino una ética de la deferencia.
Lo que se ha hecho hasta ahora en el escenario cubano es acercar al otro que tiene un rostro con voz, palabra y escritura a la lógica de un determinado sistema. Pasa que también en ese rostro ha aparecido una apelación. Vivir es ser en situación. La deferencia implica que hay ética donde hay responsabilidad y cordialidad, porque la ética es donación y hospitalidad.
Con tristeza veo la cantidad de improperios que son arrojados sobre cubanos y cubanas que no tienen derecho a defenderse. A quienes juzgan y condenan habría que recordarles que ese acto desde el poder es injusto, que a quienes condenan es a sus semejantes en su historia cercana. El muro de Berlín desapareció el 9 de noviembre de 1989 como realidad física y política, pero existe todavía en muchos cerebros de esta Isla un muro mental como principio de visión y división.
Me gustaría que se asumiera la propuesta de un admirado artista nuestro, de sentar en programas como la Mesa Redonda o Palabra Precisa —sobre la base del respeto y la tolerancia, sin manipulaciones ni espionaje— a personas defensoras de diversas posiciones y perspectivas sobre la vida cubana.
El excepcionalismo heroico no constituye la única posibilidad de acción. Qué bueno que un movimiento silencioso de la inmensa minoría produjera un grandioso efecto simbólico que no se traduzca solo en rebajar el precio elevado y abusivo de una mercancía, sino que también estremezca las posiciones de los de arriba, de esos jefes vergonzantes, de esas personas que miran para otras regiones, enaltecen los crepúsculos y punto, de esos asambleístas que dicen y no dicen nada.
¿Acaso no debemos tratar de reflexionar colectivamente, de unirnos para brindar un poco de fuerza social a la verdad?