Yo, que pude haber sido una «marielita», tengo una imagen muy clara del momento en que llegamos a Morón, mis padres, mi abuela y yo, y vimos los restos de los huevazos propinados a la casa de un tío mío. La fachada ya había sido más o menos limpiada, pero aún las huellas estaban bien visibles. Y lo siguieron estando, al menos para mí — aun cuando, mucho tiempo después, fuera pintada por sus nuevos dueños— cada vez que enfilaba por la calle Martí de ese pueblo tan querido.
No obstante, entre aquel momento y el nuevo color de la fachada, pasaron varias lunas y angustias. No sabría decir cuántas, pues tenía apenas siete años. Sí sé, pues me lo contaron luego, que tío escogió el Día de las Madres para comunicar en mi casa de Esmeralda su decisión de irse. Después vino la despedida. Yo no entendía nada: «que no se vayan», me decía a mí misma —tal vez hasta lo expresé en alta voz—, «¿por qué lloran tanto?»… A lo mejor yo también lloré, sobre todo porque mi primito, apenas seis meses menor que yo, para donde quería ir era hacia Esmeralda, conmigo.
Y me ilusioné (ah, la inocencia) cuando vi partir solo a su mamá y a su hermanita. Mi alegría duró poco: aunque el barco había sido fletado con la encomienda de sacar a la familia —compuesta por el matrimonio y dos niños, una hembrita de tres años y el varón de seis—, al llegar a las radas cubanas, quien dirigía la embarcación supo que únicamente podía sacar a dos de ellos, y eligió a la esposa de mi tío y a su hijita.
Según me contaron, fue tal el llanto de ella una noche, ya en La Habana, en el lugar por donde debía esperar la salida, que un guardia se compadeció: la dejó llamar al esposo y pedir que le llevaran el niño para que también la acompañara en una travesía que resultó infernal. El barco, atestado de personas, apenas lograba sortear lo que, al parecer, fue una gran tormenta. Guiñapos humanos, eso fue lo que desembarcó en La Florida. Mi tío permaneció en Cuba un tiempo más, sin medios de vida propios, con mi abuela a su lado y fumando como un demente.
Mientras esto sucedía en Morón, en Esmeralda la vida seguía aparentemente normal. Un día mi papá me llevó con él a alguna oficina donde debía hacer algunas gestiones, y yo llegué vociferando: «¡Nosotros no nos vamos!, ¡nosotros no nos vamos!». Él todavía ríe cuando lo cuenta. Era tal el miedo a ser asociado a «eso», tales las sospechas que había respecto a nosotros (un hermano de mi mamá estaba en Puerto Rico desde el año 66 y había sido de los primeros «comunitarios» en visitar el pueblo), tanto lo que se hablaría de quienes «se iban» o «no se iban», que asumí esa ingenua postura. Confieso que no lo recuerdo, es papi quien a cada rato me lo cuenta.
Lo que sí recuerdo es a mami, conmigo de la mano, en una Marcha del Pueblo Combatiente. Siempre me he preguntado qué hacíamos allí: tal vez esa era su manera de decir «nosotros no nos vamos» y quitarnos el sambenito de arriba. Tengo bien nítida, como si se tratara de algo reciente, su cara, muy seria, y su silencio, sobre todo su silencio, y la manera en que me miró y apretó la mano cuando quise sumarme al coro, al pin pon fuera, abajo la gusanera… Después me explicó que no podía decirle así a nadie, mucho menos a mis tíos y a mis primos.
Cubanos llegan a Estados Unidos en el éxodo del Mariel (Foto: History Channel)
En Esmeralda, a escasas cuadras de mi casa, una familia debió guarecerse donde sus vecinos, pues temían que les rompieran la puerta. Por suerte los repudiadores nunca supieron que los patios se comunicaban. Me fue narrado por quienes dieron cobija a los cualquiera diría que prófugos. Con sorna, la señora, amiga de toda la vida, también me dijo que casi todos los que ese día gritaban y amenazaban luego, en silencio, fueron yéndose…
Poco tiempo después vivimos una segunda despedida. Aunque había cesado el tráfico por el Mariel, a mi tío, al fin, le llegó la salida, la que sería por aire. Antes de ese día —durante los meses de espera— pasó algo tragicómico: robaron en su casa. Fue un susto enorme saber qué hubo intrusos incluso en los cuartos, oír a mi abuela relatar cómo ella, tras despertar al sentir ruidos y ver una claridad extraña, regañó a mi tío al creer que estaba fumando…
Sin embargo, el mayor sobresalto fue que, como ya se había hecho el inventario, la salida se tronchara porque faltara algo del férreo listado… Y no era la primera vez de un susto así: cuando mi otro tío y su esposa —los que emigraron en el 66—, iban a abandonar su casa, tuvieron que ir corriendo a la de mis abuelos a buscar ¡un quinqué! Para sacar algunos manteles, prendas y vajilla que querían dejarle como recuerdo a mi mamá y a mi abuela, tuvieron que, literalmente, inventar. Y andar rápido, hacerlo antes del inventario —valga la casi redundancia— y a escondidas de los mirones.
Mas, volvamos a esa mañana en Morón, y a los sollozos de mi abuela. Nunca más la vi llorar tanto. Debe haberme sorprendido que un adulto llorara con esa fuerza. Tenía un pañuelo muy blanco y muy grande (o tal vez era yo quien lo veía así) que le ocultaba la cara, su cara pequeñita con aquellas canas tan blanquitas…
Pero mi tío no se fue ese día. De allí lo llevaron a un lugar, imagino que a un campamento, durante varios meses en los cuales no hubo noticias suyas. Otro recuerdo muy vívido: la enrojecida cara de mi mamá. Eran tales su preocupación y el estrés (palabra apenas usada en esa época) que tuvo un rash, milagrosamente desaparecido cuando él estuvo del otro lado.
Mi tío murió en Puerto Rico. Nunca más volvió a Cuba. Tampoco lo han hecho mis primos.
Yo seguí yendo a Morón y pasando frente a la casa, pintada entonces de gris. Siempre veía los huevazos. Todavía los veo…
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