En literatura, en teatro y especialmente en cine, soy un militante de la comedia. Mucha gente prefiere los dramas o las películas de acción, pero el humor responde la mayoría de mis preguntas. No todo lo que ostenta el rótulo vale la pena, desde luego (ahí está Adam Sandler para demostrarlo), pero si uno busca bien en la historia del séptimo arte se topa aquí y allá con períodos, escuelas o grupos singularmente pródigos en comedias valiosas. En particular, la commedia all´italiana de los años cincuenta, sesenta y setenta del pasado siglo provee un feliz cardumen de obras maestras, cuyo oportuno visionado en mi adolescencia determinó en buena medida mi predilección por el género. Ante todo, debo agradecérselo al trío de Ettore Scola, Mario Monicelli y Dino Risi, responsable de tantas piezas extraordinarias que uno podría no ver otra cosa y aún sentir que tiene material para toda la vida.
Y no es que escasearan los grandes autores de dramas y obras experimentales: en esos años Fellini, Antonioni, Pasolini, Zavattini y De Sica crearon obras personales e innovadoras que eran seguidas y estudiadas por cineastas de todo el mundo; con Pasqualino Settebellezze, Lina Wertmüller se convirtió en la primera mujer nominada a los Óscar como directora. Junto a Bergman, la Nouvelle Vague, Tarkovski, Wajda y los húngaros, los maestros italianos pusieron el cine europeo en el foco de atención de especialistas y cinéfilos. Ahora bien, aunque uno encuentre alguna comedia de Fellini —Lo sceicco bianco— o de De Sica —After the fox, nada menos que con Peter Sellers— son Scola, Monicelli y Risi los más sólidos y sistemáticos creadores del género.
En Cuba fueron muy populares títulos como C´eravamo tanto amati, Brutti sporchi e cattivi, Una giornata particolare, La cena y Maccheroni de Scola; Il sorpasso, Operazione San Genaro y Profumo di donna de Risi; Signore e signori buonanotte, Amici miei y Romanzo popolare de Monicelli. Los tres maestros, de hecho, coincidieron en I nuovi mostri, la secuela de I mostri de Risi, de la cual repitió el esquema de cuentos breves y satíricos. Otros nombres importantes de la commedia fueron Pietro Germi (Sedotta é abbandonata, Alfredo Alfredo, y especialmente Divorzio all´italiana, a partir de la cual, de hecho, ganó su nombre el movimiento), Luciano Salce (Anatra all´arancia) Giorgio Bianchi (Il moralista), Luigi Comencini y un largo etcétera. Actores excepcionales como Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Alberto Sordi y Nino Manfredi, actrices como Stefania Sandrelli, Sofia Loren, Monica Vitti y Ornella Mutti trabajaron con uno u otro creando personajes inolvidables. Las mujeres, además de talentosas, eran por lo general muy atractivas, al punto que muchas devinieron mitos eróticos universales (lo que también describe, por ejemplo, a Claudia Cardinale, si bien su carrera se centró en dramas y western spaghetti); entre i maschi, en cambio, aunque había intérpretes bien plantados como Mastroianni, la mayoría estaba compuesta por tipos normales, inseguros, ni bellos ni triunfadores, con los cuales uno podía identificarse. Mi favorito era el camaleónico Gassman, uno de los mejores actores de cualquier época y latitud. Entre las mujeres, prefiero a la tierna Sandrelli (que sin embargo no vaciló, ya casi cuarentona, en desnudarse para La chiave de Tinto Brass). Algunos de esos artistas prestaron servicio a otras cinematografías, como Nino Manfredi en El verdugo de Berlanga o Mastroianni y Silvana Mangano en Ojos negros de Nikita Mijálkov; de la misma forma, actores célebres de otros países fueron huéspedes ocasionales en el plató de los maestros, como los franceses Jean-Louis Trintignant (Il sorpasso, de Risi), Philippe Noiret (Amici miei, de Monicelli) y Michel Piccoli (La grande bouffe de Marco Ferreri), o los norteamericanos Dustin Hoffman (Alfredo, Alfredo de Germi) y Jack Lemmon (Maccheroni, de Scola).
Seamos sinceros: debutando en la adolescencia, uno iba a ver esas películas, principalmente, buscando tetas y redondeces concomitantes. El filito que daban unas chicas correteando por la habitación en Profumo di donna de Risi, el de Ornella Mutti en Romanzo popolare de Monicelli, el inolvidable trasero de Barbara Bouchet en Anatra all´arancia… Si era por una causa tan obviamente justa, uno se sonaba varias veces incluso un drama histórico como Divina criatura de Giuseppe Patroni, pues el premio era la pasmosa desnudez de Laura Antonelli. La cultura, como diría Cuqui La Mora, no tiene momento fijo.
Hormonas aparte, las películas de Scola, Risi y Monicelli nos ofrecen la mirada satírica sobre una Italia que se recuperaba —muy lentamente en los primeros cincuenta, vertiginosamente en la década pop— de la guerra, un país cundido de contrastes sociales e ideológicos, algunos de los cuales se mantienen; los intelectuales tendían a la izquierda y veían con desesperación que no pasaba nada, que las pugnas entre facciones y la corrupción apagaban cualquier esperanza de cambio efectivo. Era un cine que, sin grandilocuentes hollywooderías en la puesta en escena, retrataba a la gente corriente, perdedores sin sofisticación y burgueses afectados; un movimiento que no ocultaba su deuda con el neorrealismo y que llevaba la crítica social a terrenos inexplorados. Scola, tal vez el más político de los tres, retrató con amarga ironía a la izquierda local en La terrazza y C´eravamo tanto amati (probablemente la película que mejor describe la resaca post utopía en aquel contexto), se aventuró fuera de la comedia para ilustrar la fragilidad del personaje célebre atrapado por cataclismos sociales en La nuit de Varennes, renunció al diálogo para lanzar una mirada tan gélida como oblicua sobre la historia contemporánea en Le bal. Risi movió con eficacia algunas de sus historias hacia lo erótico (Sessomatto); Monicelli retrató a la gente pequeña, a los derrotados, en I soliti ignoti y Romanzo popolare, aunque también se burló de la propensión al fascismo de la derecha radical en Vogliamo i colonnelli. Los tres firmaron piezas menores, como es natural, pero la agudeza de los diálogos, lo ingenioso de las situaciones y la rotundidad de los personajes en sus mejores trabajos, trascienden la península y la época, y se ganan un nicho en la memoria.
Monicelli se suicidó en el 2010, a los 95 años, lanzándose del quinto piso del hospital romano al que fuera confinado para tratarse un cáncer de próstata. Noblesse oblige.
1 comentario
Estoy de acuerdo con usted en que el cine italiano era uno de los más ricos y atractivos de los cines europeos antes de la invasión del cine americano, que disponía de enormes recursos financieros.
Parece que está surgiendo un renacimiento:
https://www.senscritique.com/liste/renouveau_du_cinema_italien/72961
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