Agosto 28 — Noche de apagón — 3:17 a.m. — Sala del apartamento: En el balcón corre un poco el aire. Balcón entonces. Todavía tengo carga en el móvil. Desde hace una hora, mi hija no. Ella tiene 17. Se queja por el calor, los mosquitos, las bolas de la guata de la colchoneta… ¡Los mosquitos, papá!, el posible dengue y que no hay nada aunque sea para engordar, un pedazo de pan con queso y dulceguayaba…
— Come aguacate, que sí hay. Ya pasó la temporada del mango.
Pero mi hija no se calma, y yo he seguido viendo memes en el teléfono.
— Mira, en el 93, el Período Esp…
— ¡Papá!
— Te veo molesta, hijita, irritada.
— ¿Molesta, irritada? Lo que estoy es…
— Sí, yo sé. Lo mejor para eso es comprarte un zapato —respondo, sin saber que el chiste me saldrá bien caro.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
Mi hija cae en la trampa:
— ¿Un zapato? —dice.
— Un zapato, sí. Un zapato con suela.
Y río a carcajadas. A las 3 y 23 de la madrugada, sin corriente, sin pan, sin yogurt en el refrigerador para que mi hija engorde, me río sin vergüenza. Eso. Me río sin honor, sin amor propio. Recuerdo a Chaplin haciendo aquel caldo con una bota de cuero y repito:
— Un zapato con suela.
El animo de mi hija cambia.
— Ah, está bien. Dame dinero.
Le digo que era un chiste y ella responde que va en serio:
— ¿Te acuerdas que hace un mes te dije que los tenis largaron las suelas? El curso casi empieza…
Esta hija mía a veces es mala, vengativa. Tenía que amargarme la noche. Aplasto un mosquito que intenta picarme. Le doy el móvil. Me paro, voy al refrigerador. Hay agua un poco fría. Y aguacate. Y azúcar. Una cabeza de ajo.
— Un zapato puede cambiarte la vida —oigo que dice mi hija.
— ¿Un zapato qué?
— Un zapato puede cambiarte la vida. Firma: Cenicienta.
Y se ríe. Y se ríe. Y se ríe.
Yo no. Yo pienso en que la solución no puede ser un príncipe, no puede ser un hada madrina, no puede ser mágica. La risa de mi hija de 17 años me retumba en la cabeza mientras revuelvo el azúcar que le eché al agua casi fría. Pienso en los noventas, en las muchachitas que estudiaron conmigo en la Vocacional, las dos que se prostituyeron. Me pregunto cuántas estarán haciendo lo mismo en estos tiempos. Pero bueno, ni turismo hay. Ni príncipes, ni hadas, ni magia. Guardo otra vez el aguacate y el ajo.
— Busca en los grupos de compraventa, en Facebook o en Telegram —le digo. ¡Unos que sean baratos!
— Bueno y barato no caben en un zapato —responde mi hija.
Me quiere mostrar algunos y le digo que no, que me diga los precios. Cinco, seis mil, dice. Los dos salarios que cobro por los dos trabajos que tengo con el Estado. Y el resto del mes…
— ¿Tú crees que en septiembre todavía haya temporada de aguacates? —pregunto.
— ¡Ni uno más, papá! El aguacatero se puso las botas contigo este mes —sigue revisando en el teléfono. Mañana vamos a las tiendas en MLC a ver…
— Exacto, ¡a ver!
— Just do it. Solo hazlo —dice y traduce mi hija. Tengo que demostrarle que no soy tan viejo.
— ¿Nike? ¡Ni inventes!
— Papá, por los zapatos y el traje se conoce al personaje.
Mi hija a veces es sabia. Pienso en todas las muchachitas del Pre, con keratina en el pelo y zapatillas caras. Aplasto otro mosquito en el cuello. Pienso en mi hija con sus tenis y su pelo rizo natural y sin maquillaje. Quizá no la he educado tan mal, pero tengo que insistirle:
— Mira, mija, en los noventa andábamos en botas…
(Foto: Néster Núñez/LJC)
Pero ella empieza a hablar bajito, casi sola, y después aumenta el tono y yo la escucho:
— En Matanzas, en 1942, había 7 tenerías y 67 fábricas de zapatos. En realidad eran ínfimos chinchales con una producción casi artesanal de máxima calidad, pero que no satisfacía las necesidades de los habitantes de la ciudad si todos hubieran tenido la misma capacidad de compra. Por ejemplo, en el año 1952, el chinchal que se encontraba en la calle Álvarez no. 33, entre Compostela y San Carlos, a cargo de José Pérez Cuesta, producía una o dos docenas semanales de botas de trabajo, destinadas a los poblados de Cidra y Sabanilla.
Después, entre 1959 y 1967, se nacionalizaron los grandes y pequeños comercios, así como las entidades privadas de todo tipo y se concentró la pequeña industria familiar en grandes fábricas productoras, constituyéndose de esta forma, la propiedad social sobre los medios de producción. Para la década del setenta se inaugura la Tenería Mártires del Ñancahuazú, la más moderna de América Latina en esta época.
Restos de la Tenería Mártires del Ñancahuazú. (Foto: Néster Núñez/LJC)
— Eh, eh… ¿Y a ti qué bicho te picó? ¿Tienes fiebre?
— Tú eres el que tiene dengue. Míralo aquí, un documento que tienes en TU móvil.
— Ah, sí. Un libro que edité hace años.
— ¿En los noventa, o antes?
— En los noventa yo usaba botas, y después, sandalias, en la Universidad. Cuando aquello el dólar estaba a 120 pesos.
— ¿Mañana vamos a ver los zapatos esos que traen de México, antes de que el dólar siga subiendo? Ya está como a 150.
(Foto: Néster Núñez/LJC)
Siento que me falta el aire, quizá por imaginar la altura del DF, al cual nunca he ido. Si el artesano compra en Cuba los dólares a 150, paga un pasaje a México, compra el material sintético o la piel, las suelas, el hilo, el pegamento, los tintes, las máquinas, trae todo y hace aquí el zapato, ¿a cuánto tiene que venderlo para obtener ganancia? Cada uno sabe dónde le aprieta el zapato. Ahorita se queda allá, aunque al inicio tenga que andar en chancletas.
— Los aguacates en México son chiquiticos y casi sin masa —digo por decir algo.
— Pero son verdes, ¿no, papá? ¿Son verdes?
Creo que mi hija me está echando en cara mi falta absoluta de dólares. Con mis dos salarios pudiera comprar 40. Ya eso lo dije, creo. Hay calor, hay dengue y los mosquitos molestan más que una piedra en el zapato. No hay ni corriente ni dinero ni tenis para mi hija. Con zapato muy justo, nadie anda a gusto. Justo no, apretados. Tres tallas menos. Se le acaba la batería al móvil. Hace rato que todo está oscuro, más allá del apagón. Entonces mi hija me da un manotazo en la pierna y yo doy un brinco porque no lo esperaba y porque estoy molestísimo, irritadísimo.
— Zapatero remendón, noble de profesión —dice ella con los ojos alumbrados. De 150 a 200 pesos cuesta el arreglo de los tenis, pegados y cosidos.
Ponen la corriente, se enciende la luz en medio de nuestro abrazo. Mi hija se separa, me dice que tengo sangre en el pecho. Ella también, pero en la frente. Estos jodidos mosquitos nos están desangrando. Habrá que buscar un buen veneno.
A quien juzgue tu camino, préstale tus zapatos. Agosto 28. 4:00 a.m.
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