En una ocasión, cuando incluía el gimnasio en mi rutina diaria, noté que el entrenador siempre se dirigía a sus alumnos en femenino. Éramos nueve mujeres y dos hombres y repetía frases como «todas de pie, por favor» o «para el siguiente ejercicio elijan a una compañera». Un día, uno de los muchachos, incómodo ante aquella costumbre, le señaló: «Profe, también hay hombres acá». El profesor se excusó diciendo que como la mayoría eran mujeres le resultaba más sencillo hacerlo así.
Desde este punto de partida se pueden formular muchas objeciones a la actitud del alumno incómodo. La sencillez y la economía del lenguaje fueron suficientes para que el profesor siguiera dando las órdenes en femenino.
El cambio de paradigma significa una mutación en los supuestos básicos generales de una teoría dominante debido a que estos son incapaces de explicar algunos fenómenos que van surgiendo por el camino. Cuando estas dificultades se acumulan y se hacen constantes, chocan con lo establecido y ocurre lo que Thomas Khun llamó «Revolución científica», concepto que engloba la cosmovisión dentro de la que existe la teoría que pretende ser cambiada, con las implicaciones que esto conlleva.
Surgen así nuevas ideas que intentan satisfacer las exigencias que se van formulando. Finalmente queda conformado un nuevo paradigma que gana sus propios seguidores y deviene una batalla intelectual.
El cambio de paradigma en el uso del lenguaje no carga con la responsabilidad de transformar las sociedades, más bien constituye el resultado de esta dinámica y una herramienta para detectar los procesos que van ocurriendo en ellas.
Varios teóricos han señalado el peso del lenguaje en la interpretación de la realidad y en el significado de nuestras relaciones desde diversas disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades. Bastara entonces para lanzar una premisa de George Steiner, especialista en literatura comparada y teoría de la traducción: «lo que no se nombra no existe y lo que se nombra construye realidades».
Podríamos, además, hablar desde el psicoanálisis con los señalamientos de Jacques Lacan sobre la función que tiene el lenguaje en la forma en que el ser humano estructura su entorno: «el lenguaje le da nombre a lo que vive y significado a lo que pasa en su interior. El sujeto emerge del lenguaje. El sujeto es hablado y narrado por el otro». Sirvan estas reflexiones para afirmar que lo que no podemos nombrar y que es extraño a nuestro vocabulario, no lo podremos aprehender.
Expandir el lenguaje para que quepan todos
Por su parte, el lenguaje inclusivo (en cuanto a género), es más que un estilo. Hace referencia a esas expresiones verbales –o escritas– que utilizan preferiblemente un vocabulario neutro y evita las generalizaciones del masculino para situaciones donde aparecen ambos sexos, lo que incluye, además, la presentación de actitudes proactivas y de modelos positivos no sexistas. Se trata más bien de expandir el lenguaje para conformar un diapasón en el que quepa el mayor número de personas posibles, evitar su uso discriminatorio en razón del sexo.
Cartel que usa el llamado «lenguaje inclusivo» (Foto: ADNSur)
El lenguaje no es sexista en sí mismo, sí lo es su utilización. Al usarlo de forma correcta se le podría otorgar visibilización a cualquiera que no se sienta identificado con el uso de tal o más cual morfema y cumplir así con su labor social de romper con los patrones de comportamiento heredados que refuerzan la desigualdad. A la larga, tal vez de forma imperceptible, contribuyen a justificar la violencia –simbólica– perpetuada por los estereotipos, en este caso de género.
Volviendo al ejemplo del gimnasio, tenemos una muestra de lo que sería un uso excluyente del lenguaje, tal vez en su forma inversa, pasando por alto la presencia de hombres en un grupo donde la mayoría eran mujeres. La focalización femenina en una frase dirigida a un conjunto de personas donde coexisten ambos sexos, resulta incómoda para el sujeto masculino porque rompe con el uso tradicional de las generalizaciones lingüísticas. Normalmente usamos la palabra «hombre» donde no solo se dirán todas las razas (en un burdo parafraseo) sino también todos los sexos.
Las palabras son dúctiles y maleables. Pueden perseguir un objetivo social democratizando el lenguaje, por esto surge el llamado a usar ciertas medidas. Se trata, a grosso modo, de visibilizar el género cuando la comunicación lo requiera, (dejando claro el grupo referenciado, usando el desdoblamiento femenino/masculino) y de no hacerlo cuando no sea imprescindible para la comunicación (omitir el artículo ante sustantivos comunes, usar nombres abstractos y sustantivos colectivos).
Estas medidas no representan una amenaza para la gramática ni para el principio de economía del lenguaje, sino que garantizan su capacidad de adaptarse a las transformaciones de las que somos parte indisoluble.
Ricardo Ancira, profesor de Literatura y Español de la Universidad Nacional Autónoma de México, empieza su texto Les nueve regles. Gramática militante con una frase curiosa: «Le transformación que sufriría le españole si le población adoptara le lenguaje incluyente, tante el le hable cotidiane comx en le diccionarie de le Real Academie de le Lengüe». En efecto, la frase resulta ilegible pero, comparando con el devenir histórico del lenguaje, vale destacar que, por ejemplo, los escribanos del siglo XVI hacían uso desmedido de abreviaturas inventadas para tomar nota a más velocidad.
Un ejemplo más reciente y que responde a la introducción de ciertas formas tecnológicas en nuestro contexto, es el uso de la telefonía móvil en Cuba y los mensajes de texto (SMS) –carísimos en sus inicios– donde la población usaba abreviaturas para ahorrar caracteres –y con ello, saldo. Esos SMS eran igualmente ilegibles, pero que formaban parte de un «consenso popular» tipo: «voy a salir pa tu ksa», «spram n la skina pq no c bien dond s».
Mofarse del uso de las estrategias tipográficas que se apegan sobre todo a las redes sociales (el uso de la @, la x y la –e) no es difícil, basta un poco de ingenio y ortodoxia. Lo que requiere un poco más de profundidad es pensar qué hay detrás de la idea que tenemos sobre el lenguaje y su manera de acogerse a los cambios sociales.
No quepan dudas de que la institucionalización del lenguaje ha sido históricamente una tarea de hombres, por lo que nuestras formas de comunicación están inscritas en el sistema patriarcal, más allá de las declinaciones latinas y sus terminaciones neutrales.
Las advertencias de los puristas de la lengua ralentizan transformaciones que resultan necesarias para los tiempos que vivimos. No se deben sentir como un peligro. No abogo por transformar el castellano y entorpecer la comunicación, sino por ver lo que hay detrás del telón y el dinamismo que este cambio de paradigma defiende. Aún más si esto contribuye a no reproducir la idea de que hay comportamientos, valores, espacios propios de hombres o mujeres, por tradiciones arraigadas a la sociedad.
Si bien es cierto que el uso cuidadoso del lenguaje inclusivo no da garantías para la equidad de derechos en ausencia de esfuerzos reales a favor de esta causa, este no debería ser visto con recelo ni tomarlo como amenaza a la pulcritud del lenguaje. Las intervenciones en él a través de la experiencia del otro nos permiten incluir y visibilizar a un mayor número de personas. Esta posibilidad que nos brinda nuestra lengua materna, como el sistema vivo que es, solo puede ser positivo.
Entonces, eliminar expresiones como «el hombre es dueño de su propio destino», denominar a la mujer por sí misma y no por su relación con algún sujeto masculino, desdoblar palabras, omitir artículos, es un aporte que se hace desde la cotidianeidad y que coadyuva a la deconstrucción de estereotipos, a vivir nuestras vidas en estado de inclusión y asombro ante la gran diversidad humana.
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