Pasó más de medio año desde el Código de las Familias. Muchos creyeron que las personas LGBTIQ, para compensar la falta de derechos en que habían vivido, irían corriendo a estrenar las opciones que ofrece la nueva ley. Todo indicaba que miles de parejas, legítimas, comprometidas y funcionales, pero sin la garantía —hasta ahora— de ser reconocidas legalmente, harían colapsar las oficinas públicas y los salones de fiestas.
Pues no. Sólo 745 parejas, la mayoría «de hombres», legalizaron su unión en este primer semestre, en un país que sigue teniendo más de 10 millones de ciudadanos dentro de sus fronteras. Apenas 35 uniones de hecho pidieron registrarse. Estas son todas las cifras oficiales, reveladas por Olga Lidia Pérez Díaz, la directora de Notarías del Ministerio de Justicia de Cuba, al periódico Trabajadores.

Fuente: IPS Cuba
Otra hipótesis manejada fue que, después de la aprobación de la nueva ley, disminuirían las expresiones y actos de odio hacia los colectivos LGBTIQ. Varias mujeres trans con las que conversé recientemente, aseguraron que los insultos callejeros habían empeorado. «Hay gente que está picada, diciendo “esta gente se salió con la suya”, y actúan con agresividad», comentó una de ellas.
Los activistas que impulsamos el Código de las Familias siempre supimos que, aproximarnos a la igualdad jurídica con el resto de la ciudadanía, no iba a resolver de un golpe las violencias motivadas por la identidad de género y la orientación sexual. A pesar de saberlo, con la experiencia de otros países a la vista, teníamos la seguridad de que si se accedía —por decir lo más obvio— al matrimonio, estaríamos un paso más cerca de la meta.
Después de 15 años en el activismo me están fallando las previsiones y hasta las teorías. En Estados Unidos, España, Chile, México, Colombia, en vez de disminuir, aumentan las agresiones a personas LGBTIQ. Hay más crímenes de odio en comparación con años anteriores, en los cuales el nivel de visibilidad de estas personas y el respaldo legal con que contamos, se ha consolidado. Pensábamos que todo sería más sencillo.
En Cuba se han casado pocas parejas porque el matrimonio, acabemos de aceptarlo, ya no tiene el significado simbólico de antes. Su valor principal es práctico. Se casan, en general, las personas con capitales que transmitir o proteger. Se casa la gente que necesita acreditar que está en pareja para conseguir que algún Estado le reconozca beneficios: una visa, una herencia, una donación…
La mayoría de la gente LGBTIQ cubana, como la de cualquier país en la periferia capitalista, es pobre. A pesar de que hubo más acceso en los últimos años, la mayoría de las personas trans —por mencionar solo una letra de estas siglas— no pudo acceder a la enseñanza profesional, no tiene empleo estable, mucho menos uno bien remunerado.
El matrimonio es un acto que revela, más que nunca, la clase social. Las prostitutas trans que buscan clientes en la noche habanera, camagüeyana o santiaguera, no tienen planes para casarse. Las economías de subsistencia difícilmente encuentran una oportunidad en el matrimonio. Casarse, y los derechos acompañantes como adoptar, someterse a fertilización o beneficiarse de la gestación solidaria, son para la clase media.
Los activistas siempre lo supimos. También entendimos que había que pelear estos derechos, no sólo porque estremecían el orden excluyente, sino porque eran los que el sistema estaba dispuesto a reconocer, en primer lugar.

Matrimonio entre los activistas Adiel González y Lázaro González
Es más fácil reglamentar un acto puntual con poca demanda, como el matrimonio o la adopción, que crear políticas para resolver la desventaja de toda una comunidad históricamente violentada. Es más sencillo castigar con cárcel la discriminación por orientación sexual, como hizo el Código Penal, que generar un sistema de asistencia para proteger, en sus vulnerabilidades particulares, a los adultos mayores LGBTIQ, como una forma de reparación —también— a aquellos que no pudieron acceder a las universidades o sus carreras profesionales fueron frustradas.
En plena crisis económica, aspirar a cambios estructurales, soñar con garantías y compensaciones como las que soñamos, parece más difícil que nunca.
La migración masiva, que está dejando a Cuba sin jóvenes, también nos ha dejado sin activistas. Los pequeños grupos independientes que lograron consolidarse durante las discusiones del proyecto de Constitución, en 2018, se han reducido al mínimo. Algunos desaparecieron.
El Código de las Familias vino con un sabor contradictorio, a pesar de haber sido muy peleado. Llegó en el peor momento de la crisis que empujó a cientos de miles de cubanos a la frontera de Estados Unidos. No hubo mucho ánimo para celebrar. Y desde entonces, el activismo no ha tenido fuerzas para reunirse y evaluar sus próximas metas.
Reclamar una ley de identidad de género es un punto pendiente en la agenda, pero hasta ahora, no se ve con claridad una estrategia para conseguirla. Esa ley, una de las que no aparece en el cronograma del Parlamento, debería garantizar —entre otras cosas— la atención de salud descentralizada de la Capital y eficiente que necesitan las personas trans y no binarias.
Brenda Díaz, una mujer trans sancionada por participar en las protestas del 11 de julio de 2021, ha sido tratada como un hombre en una cárcel para personas VIH positivas. Su caso ha sido denunciado como si fuera excepcional. Como ella, otras tantas personas trans —no cuantificadas— viven recluidas sin respeto a su identidad de género.

Foto: IPS Cuba
De eso, por lo menos, estamos hablando. Como hablamos, algunas veces, del derecho que tenemos a legalizar nuestras organizaciones y a actuar libremente en el espacio público para promover una cultura inclusiva. La Constitución cubana garantiza ese derecho que no podemos ejercer en la práctica.
No hemos hablado seriamente, como activistas, de la situación de los adultos mayores LGBTIQ, en particular de quienes fueron afectados por las políticas discriminatorias de las décadas de 1960 y 1970. El Estado, y la sociedad en general, tienen una deuda especialmente sensible con personas que enfrentan una vejez más vulnerable y sin redes familiares sólidas que los ayuden a subsistir en medio de la actual crisis.
Todavía no ha surgido un activismo que reflexione sobre los desafíos que enfrentan las personas VIH positivas para sobrevivir, en el mismo país que las recluyó forzadamente en sanatorios en las décadas de 1980, 1990 y todavía en la del 2000; con las consiguientes dificultades para concluir estudios y desarrollarse profesionalmente. Actualmente enfrentan las problemáticas que nos aquejan con menos recursos que otros ciudadanos.
El acceso al empleo de gente LGBTIQ con pocos capitales educacionales, es una preocupación que nos corresponde hacer valer frente al Estado, sobre todo teniendo en cuenta la emergencia de un sector privado, que, si bien ha dinamizado la economía, también ha debilitado no pocos derechos laborales.

Ilustración: Tremenda Nota
Haber vivido bajo un sistema excluyente deja secuelas en la vida de la gente que no se compensan sin programas específicos, enfocados en devolver las oportunidades negadas.
No basta con que el Código Penal castigue por discriminar. Necesitamos efectuar, en serio, transformaciones que nos fortalezcan ante las discriminaciones. Y si el Estado no lo comprende de momento, le corresponde al activismo reclamárselo.
Los derechos reconocidos en el Código de las Familias son un buen comienzo para todo lo que tenemos por delante, más por lo que significan políticamente, que por los problemas estructurales resueltos en la ley. Pero ni por asomo son suficientes.
El Código es un hecho. Sin embargo, Cuba está más pobre que nosotros, con disposición política, y a la vez con menos recursos que nunca para estar a la altura de las leyes aprobadas. Es hora de citarnos en un bar, en un parque, en una «potajera», uno de esos refugios propios de nuestra tradición de resistencia, para hablar de todo esto y regresar al trabajo.
4 comentarios
En un país en que no se respetan las leyes, si yo fuera gay, continuaría encubierto, con el cuento de que no he tenido suerte con las mujeres. Si piensas emigrar, llegar a otro país como trans, o casado con una persona del mismo sexo puede ser motivo de que te rechazen. A Rusia no vayas. Me sorprendió que en Holanda rechazaran a gays cubanos, por ser gays. En Cuba, cambió la ley, pero no cambió el cubano. Ahora menos, con la masividad que hay en las religiones de orígen judaico.
La gente defienden todo aquello de lo que forman parte o simpatizan; los fidelistas defendían todas las medidas adoptadas por Fidel en todos los órdenes económicos, políticos y sociales. Si Fidel planteaba una constitución y decía que había sido discutida, analizada y aprobada por el pueblo, los fidelitas se lo creían; sí Fidel llamaba a un cambio en la constitución para establecer en ella que el socialismo era irrevocable (pensando que de esa manera podrían liberarse de la necesidad de eliminar físicamente al ciudadano conocido como Oswaldo Paya por temor a posibles consecuencias políticas internacionales), pues los fidelistas se creían la consulta que supuestamente fue llevada a cabo para con ello; lo mismo ha sucedido con el llamado Código de las Familias: los únicos que se han “creído” que ese código fue votado por el pueblo han sido los que se sienten beneficiados con ellos (una minoría con “preferencias” sexuales distintas a las de la mayoría), algunos de los cuales están entre las máximas figuras del poder en Cuba; la excepción aquí fue que muchos de los fidelistas vieron cómo se les imponía algo que había salido de alguien que siempre habían negado que él fuera parte de ellos (gay). Cierto es que habían parte del Código que eran justas y revolucionarias, como esa que nos exige escuchar las opiniones de los niños y tomarlas en cuenta. Pero obviamente que esto también está dirigido a beneficiar las aspiraciones sexuales de los adultos que impusieron los códigos.
Nada ha cambiado. Mucho circo, pero muy poco pan.
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