La «vocación revolucionaria» de las nuevas derechas

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Durante mucho tiempo hemos tenido relativamente fácil lo de identificar posturas políticas. La dicotomía izquierda-derecha, eje fundamental del discurso político, nos ha aportado un marco conceptual cómodo para etiquetar toda clase de movimientos y tendencias. La izquierda política se ha concebido esencial y tradicionalmente como progresista, anti-sistema y revolucionaria; la derecha como conservadora, defensora del statu quo y reaccionaria.

De manera similar, se ha asociado de modo usual a la izquierda con un compromiso con el conjunto de la sociedad, con el colectivo por encima del individuo, y la derecha con el compromiso con el individuo frente a la sociedad. Así, los socialistas, incluyendo su vertiente comunista, se han considerado de izquierda, y los defensores del libre mercado se han considerado de derecha.

La diferenciación discursiva que toman ambas denominaciones, aparentemente completas y totales en sí mismas, se sostiene a su vez sobre un marco ideológico que les atribuye contenidos propios a significantes inicialmente vacíos ―o vaciados a través del discurso―, tales como libertad, democracia o igualdad. De este modo, autores como el liberal Isaiah Berlin llegaron a proponer encuadres conceptuales tales como las nociones de libertad positiva y negativa, donde la positiva es la capacidad propia del individuo para autorrealizarse, y la negativa es la libertad como ausencia de barreras. Así, Berlin asoció al socialismo la libertad positiva, pues esta debía ser impulsada desde el Estado, y al liberalismo la negativa, es decir, la no injerencia del Estado sobre el sujeto.

Si bien estas denominaciones ―izquierda y derecha― han tenido elaboraciones teóricas sobre las que se sustenta su utilización, en el plano de las narrativas y el discurso político muchos de sus contenidos han dejado de ser claros e identificables, acercándose cada vez más a convertirse también en significantes vacíos, donde la derecha y la izquierda pasan a significar cualquier cosa que el emisor desee. No obstante, a pesar de esto, podemos intentar abstraer su sentido general, y la pista podemos hallarla en sus orígenes, allá en los primeros momentos de la Revolución Francesa:

En 1789, la recién proclamada Asamblea Nacional Constituyente discutía el poder que debía tener la monarquía frente a la asamblea, en concreto, sobre el poder de veto real. Los partidarios de mayor poder del rey, mayormente nobles y clérigos, se agruparon a la derecha del presidente, y partidarios de una mayor autonomía de la asamblea se agruparon a la izquierda, que en su mayoría eran representantes del pueblo, el Tercer Estado. Fue así, a partir de una distribución geográfica en cierto modo fortuita, que nacieron, en un mismo espacio, la izquierda y la derecha. Es así que, en la raíz de una está el cambio, el poder del pueblo y el progreso, y en la otra la conservación del orden preexistente, la tradición y la jerarquía.

¿La «derecha» como la nueva «izquierda»?

El historiador argentino Pablo Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? sugiere que, a medida que el siglo XXI ha ido avanzando, el anti-progresismo y el rechazo por la corrección política han ido construyendo un nuevo sentido común caracterizado por un matiz reaccionario, donde aquel poder establecido contra el que los individuos han de rebelarse es, en sí, el que promueve el «progreso». La rebeldía, tradicionalmente asociada a la izquierda, ha caído en el campo de lo conservador, a través de la promoción transgresora del retorno a un momento anterior. El enemigo ya no es la otra mitad del sistema, sino el sistema mismo bajo el control del establishment general ―incluyendo grupos e individuos considerados de derecha en el esquema tradicional―, que en nuestros días es presentado por estos nuevos discursos como progresista, de izquierda, feminista, socialista, globalista y colectivista.

De esta manera, una vez estos discursos se extienden, la transgresión se convierte a su vez en «anti-progre», anti-feminista, anti-socialista, y así sucesivamente. En otras palabras, la rebeldía y la subversión de lo establecido o impuesto «desde arriba», ideas previamente asociadas a la izquierda, toman las características que fueron antes consideradas propias de la derecha. Las divisiones heredadas de la Guerra Fría, donde los bloques ideológicos estaban diferenciados entre sí y poseían a lo interno una serie de características fácilmente identificables a nivel narrativo, no parece seguir teniendo la misma utilidad para describir la realidad política en el mal llamado «fin de la Historia».

Una vez estos discursos se extienden, la transgresión se convierte a su vez en «anti-progre», anti-feminista, anti-socialista, y así sucesivamente.

Esta tendencia halla sus ejemplos en el auge de personalidades públicas y movimientos que se salen de ese esquema habitual de organizar el panorama político. El ascenso de las nuevas derechas, cuyos discursos no encajan siempre con la derecha decimonónica que dio origen al nuevo liberalismo en la era de Thatcher y Reagan, ha dado al panorama político un colorido peculiar, que rompe muchos de los esquemas del viejo sentido común surgido del discurso ideológico.

En Estados Unidos, esta gradual transición de la derecha tradicional a las nuevas formas de derecha se manifiesta con especial claridad al interior del Partido Republicano y la creciente popularidad del ala menos ortodoxa de la derecha estadounidense. Un catalizador potente de este proceso fue el movimiento político en torno a la figura de Donald Trump, que, si bien sostenía en lo general un discurso conservador y tradicionalmente de derecha, incluía elementos propios y novedosos de esta nueva generación de conservadores.

El adversario no aparece ya representado como aquellos enemigos tradicionales de la derecha, sino como el propio sistema ―visible en su famoso «the system is rigged»[1]―, que está controlado por una supuesta élite maligna que controla la política más allá de derechas e izquierdas. La figura central de la nueva derecha ya no es el político experimentado y tradicional, sino un outsider, alguien externo al sistema que busca disolver el statu quo, lo cual rompe con la tradición política de la derecha maccarthista, que buscaba proteger el sistema de la amenaza roja: aquí el sistema ya ha caído en manos del enemigo, y la única opción posible es la revolución.

La figura central de la nueva derecha ya no es el político experimentado y tradicional, sino un outsider, alguien externo al sistema que busca disolver el statu quo.

Esta tendencia aparece con mayor fuerza en la derecha alternativa, con autores como el bloguero neorreaccionario Curtis Yarvin, que se refiere al establishment como «la Catedral»; y antidemócratas como Jason Brennan, que han influido en la reciente explosión del movimiento libertario no solo en Estados Unidos, sino en Europa y América Latina. El fenómeno de Javier Milei en Argentina, con «la casta» como encarnación del sistema, es probablemente la muestra más ruidosa en nuestra región de la popularidad que pueden alcanzar entre los sectores más jóvenes y desencantados estas tendencias transgresoras.

La diversidad al interior de las nuevas derechas da fe de su condición como válvula de escape a elementos que previamente se encontraban fuera de «la ventana de Overton» de las tendencias políticas. Tal es así que existe al interior del movimiento en torno a Donald Trump un sector autodenominado comunista, el «MAGA-Communism», cuya figura más notoria es el activista Jackson Hinkle, que reivindica el marxismo-leninismo y se manifiesta contra la OTAN y el globalismo imperialista, en favor del llamado «eje multipolar», apoyando la Rusia de Putin, Corea del Norte, la República Islámica de Irán, y condenando las acciones de Israel en Gaza. En días pasados, portavoces de este sector, entre ellos el propio Hinkle, anunciaron en internet la creación del Partido Comunista Americano, que busca presentarse como alternativa «patriótica» al CPUSA, y contrario a la izquierda socialdemócrata y progresista.

Por otro lado, en la reciente convención republicana que confirmó a Donald Trump como candidato a las elecciones presidenciales de 2024, se reafirmó la presencia de ese elemento obrero en la base republicana con la participación inesperada del presidente del conocido sindicato de camioneros IBT, y la selección de J. D. Vance como fórmula para vicepresidente. De origen humilde, Vance se hizo conocido por su defensa de la «clase trabajadora blanca» del llamado Rust Belt, quienes se han considerado olvidados por el establishment.

En el Viejo Continente este fenómeno se aprecia en los movimientos «iliberales», con Orbán en Hungría y Putin en Rusia. En Rusia específicamente, esta normalización de una «derecha inusual» al esquema occidental ha hecho que esta «deriva revolucionaria» se concrete de manera bastante explícita, con la Cuarta Teoría Política (4TP) del filósofo Alexander Dugin, fundador del partido Eurasia ―que reivindica elementos del bolchevismo con el tradicionalismo ruso―, donde hace referencia a una «Revolución Conservadora» global, y al «Gran Despertar» como respuesta al «Gran Reset». En este esquema, el progresismo ―lo woke― es una estrategia de la élite globalista para corroer los cimientos de la tradición rusa.

En este esquema, el progresismo ―lo woke― es una estrategia de la élite globalista para corroer los cimientos de la tradición rusa.

Las recientes elecciones europeas son una muestra del ascenso de partidos de derecha anti-establishment, especialmente entre el electorado joven. Solo en España, el partido «meme» Se Acabó La Fiesta, surgido de internet y agrupado en torno al influencer Alvise Pérez, obtuvo más escaños en el Parlamento Europeo que el partido progresista Unidas Podemos, que en su momento capitalizó desde la izquierda los anhelos de una juventud indignada con el sistema.

No obstante, no es solo al interior de la derecha que se dan estas nuevas articulaciones. No pocos grupos políticos de un corte usualmente considerado como izquierdista han presentado programas con elementos conservadores, que incluyen reivindicaciones nacionalistas, lucha contra la «ideología de género» y políticas migratorias restrictivas y asimilacionistas. Una muestra interesante puede encontrarse en España, con el Frente Obrero (FO), fundado por el comunista ―y ahora youtuber― Roberto Vaquero, autoproclamado defensor del marxismo-leninismo y la Unión Soviética de Stalin, que ha desarrollado una intensa campaña contra la llamada «islamización» del país ibérico y la influencia de la izquierda «progre».

De forma similar ha pasado con la llamada «izquierda hispanista», que reivindica el legado del extinto Imperio Español como fuente de unidad cultural para una agrupación socialista de la iberofonía, con la organización Vanguardias Iberófonas a la cabeza, fundada y promovida por el también youtuber y marxista español Santiago Armesilla. También en países como Chile y Perú han aparecido agrupaciones con raíces comunistas y nacionalistas, como el Centro Patriótico y el Movimiento Crisolista, respectivamente, ambos cercanos además a la Cuarta Teoría Política de Dugin.

Vemos así que el conservadurismo revolucionario ha ganado terreno incluso en las denominaciones tradicionalmente consideradas de izquierda, dando nacimiento a una nueva generación de «izquierdas conservadoras».

La crisis de la izquierda progresista

Todos los fenómenos antes descritos no hubieran podido darse si no hubieran estado acompañados de una crisis pronunciada al interior de la propia izquierda. El Mayo del 68 francés no fue más que el redoble inicial de una nueva ola de pensamiento de izquierdas, cuyos orígenes ya no se encontraban en la clase obrera, sino en los intelectuales burgueses de clase media ―o la pequeña burguesía― cuyos reclamos eran vanguardistas, pero demasiado abstractos en comparación con las demandas de los trabajadores, que fueron absorbidos mediáticamente por las nuevas tendencias.

Con la aparición de los modelos neoliberales en la segunda mitad del siglo XX, en Europa se comenzaba a construir un nuevo sentido común que oscilaba entre las propuestas de la socialdemocracia y las ideas conservadoras, y asentó la hegemonía de la democracia cristiana como fuerza política establecida.

Como resultado de esta alternancia de fuerzas, la «normalidad política» integró en sí muchas de las demandas que antes defendía la izquierda más ortodoxa, como algunos de los derechos laborales y sociales que se habían defendido desde los sindicatos a inicios del período de posguerra. Muchos partidos de izquierda tuvieron que adaptarse a esta tendencia para sostener sus aspiraciones electorales.

El fin de la Guerra Fría fue la gota final que se necesitaba para hacer estallar la burbuja de la izquierda en el viejo bloque occidental, y aceleró la tendencia del mercado a mercantilizar la rebeldía y reintegrar la subversión como parte integral del sistema, en un nuevo sentido común que pensador el británico Mark Fisher denominaría como realismo capitalista. Esto, unido al nuevo consenso liberal de Occidente, creó una nueva generación de «activismos de Starbucks» que se extendió con rapidez entre los jóvenes de la llamada clase media, principalmente en Europa y Estados Unidos, para más tardíamente llegar a Latinoamérica. La conocida como «corrección política», que poco a poco entró en el mainstream mediático y político, se condensó paulatinamente en el auge de los llamados movimientos «woke».[2]

El fin de la Guerra Fría fue la gota final que se necesitaba para hacer estallar la burbuja de la izquierda en el viejo bloque occidental, y aceleró la tendencia del mercado a mercantilizar la rebeldía.

Ante estos cambios el mercado reaccionó y se adaptó, dando paso a que muchas grandes empresas, para ajustarse a estos nuevos públicos juveniles y el nuevo discurso en las «democracias liberales», se volvieran más woke-friendly. Fue en este momento que tomaron más fuerza las regulaciones y programas de inclusión en el mercado laboral, y el incremento de la representación de comunidades marginadas en los medios de comunicación.

El denominado «wokeismo»de Hollywood es posiblemente uno de los ejemplos más polémicos, y se discute con regularidad en medios y redes sociales. Muchos grupos y colectivos de la izquierda más difusa se subieron a esta tendencia, mientras que un público transgresor y conservador se aprovechó de estas nuevas pautas discursivas para presentar las políticas progresistas ―ya convertidas en mainstream, y por lo tanto en parte del sistema― como actos de adoctrinamiento y censura a la libertad de expresión.

De esta manera, la «cultura de la cancelación» generó un movimiento en sentido contrario, cuyas críticas comenzaron a ser percibidas, ya no por el viejo público conservador, sino por los más jóvenes, como la auténtica lucha contra un sistema impuesto del cual el progresismo hace parte.

Mientras esto ocurre, la izquierda progresista se ha dividido aún más en torno a diversas problemáticas. La debacle discursiva de la izquierda como anti-sistema ha conducido a que muchos grupos se separen de otros por su «funcionalidad» a determinadas formas de opresión y explotación. Estas escisiones se han podido ver al interior del movimiento feminista alrededor de la cuestión trans, y más recientemente, en menor medida, al interior de la comunidad LGBTIQ+ producto del conflicto en Gaza.

La creciente paranoia al interior de la izquierda progresista, con creciente número de tabúes e instrumentalizaciones, ha dejado a amplios sectores de estas tendencias sin capacidad real de movilización, y sin posibilidad de establecer una plataforma fuerte y unida para impulsar causas comunes desde abajo, siendo el poder el que, en última instancia, es percibido como dador de derechos y protector de las comunidades.

La polarización general del escenario político, incluso al interior de la izquierda, ha radicalizado muchas de estas propuestas, llevándolas a posicionamientos más extremos y a una incapacidad de dialogar sin tener como presupuesto su discurso previo, lo que ha sido utilizado por los nuevos conservadores para presentarlas como irracionales con facilidad.

La polarización general del escenario político, incluso al interior de la izquierda, ha radicalizado muchas de estas propuestas, llevándolas a posicionamientos más extremos y a una incapacidad de dialoga.

En esto ha contribuido considerablemente la desmesura de algunos colectivos progresistas al desarrollar ciertas prácticas y «formas de lucha», con los mediáticos boicots y cancelaciones a empresas e individuos por no ser considerados lo suficientemente inclusivos, o por tener prácticas de inclusión superficiales. Como muestra de esto se pueden citar las constantes acusaciones de «apropiación cultural», que originalmente cuestionaba el uso de elementos propios de culturas subalternas por otras hegemónicas, alterando su significado en beneficio propio. A pesar de este origen ―que en principio da pie a cierta ambigüedad― muchos grupos y colectivos han realizado estas acusaciones de manera indiscriminada contra cualquier utilización de una cultura distinta a la propia, incluso si es en forma de homenaje.

Otro ejemplo de actividad que ha sido instrumentalizado en el discurso anti-woke es el llamado «blackwashing», que es como se ha denominado a la representación de personajes ficticios o históricos como personas negras cuando en su origen no lo eran. Si bien se puede hacer una lectura de estas acciones como una estrategia para aumentar la representatividad de comunidades marginadas en los medios de comunicación, en no pocas ocasiones los motivos detrás están también permeados por intereses económicos, corporativos o institucionales ―como las polémicas cuotas de diversidad―, y han provocado que se acuse de hipocresía a sus defensores, dando paso además a la crítica de la conocida como «inclusión forzada» debido a su creciente regularidad.

En ambas prácticas, que son generalmente sostenidas con firmeza ―y en ocasiones de forma acrítica― por gran número de colectivos progresistas una vez ocurren, el discurso conservador se aprovecha de los excesos que resaltan para presentar a estos grupos como hipócritas, hipersensibles, irracionales y desmedidos ante la opinión pública, fomentando un clima de desconfianza y pánico a la cancelación.

Esta apropiación del discurso progresista por el consenso político del establishment, la instrumentalización de sus propuestas más polémicas por los conservadores, la paulatina atomización del activismo, la desconexión de muchos movimientos, lobbies y grupos con las preocupaciones de las clases bajas, unido a esta nueva cara «revolucionaria» de la derecha, ha llevado a que muchos de los que antes hubieran apoyado las causas de la izquierda estén siendo captados por los discursos conservadores, que monopolizan la narrativa anti-sistema. Como muestra de ello, un estudio reveló que, en años recientes, la base del Partido Republicano en los Estados Unidos es cada vez más identificada con la clase baja o trabajadora ―con el Partido Demócrata como favorito de la clase media y media alta―, mientras que una encuesta realizada en Francia y reportada en Associated Press reveló que un número creciente de miembros de la comunidad LGBTIQ+ prefiere votar a la derecha populista de Le Pen.

La base del Partido Republicano en los Estados Unidos es cada vez más identificada con la clase baja o trabajadora ―con el Partido Demócrata como favorito de la clase media y media alta.

Así, una derecha conservadora que se presenta ahora como amiga de los humildes y los olvidados, protectora de la «familia trabajadora», avanza entre los votantes que desean ver cambios en el sistema. Si observamos los resultados de la derecha en tiempos recientes, está muy claro que este discurso está surtiendo efecto, mientras se alza el nuevo «conservadurismo revolucionario». Sin ir más lejos, y como nota simpática de cierre, el propio Nayib Bukele se comparó con Hugo Chávez con sus recientes políticas de agromercados para la clase baja salvadoreña.

Conclusión: ¿Y ahora qué?

Entonces, ¿qué se puede hacer? Está claro que, si la izquierda progresista aspira a sobrevivir a estas nuevas olas de derecha «revolucionaria» ―y de izquierda conservadora―, deberá renovarse tanto en discurso como metodología. El aislamiento progresivo no ha producido más que desconexión con el grueso de bases que pudieran apoyar sus propuestas, y se agrupan cada vez más en torno a significantes abstractos que dicen muy poco al público general.

Si bien podría parecer que estos fenómenos al interior de la izquierda progresista son propios del contexto europeo y anglosajón, donde el estereotipo del «white liberal» de clase media es más identificable, la interconexión global y la hegemonía cultural de Occidente hacen que el síndrome se extienda también al contexto latinoamericano, del cual Cuba forma parte. La superioridad moral que podría sentir aquel que defiende ―o intenta defender― a los oprimidos, no salvará a la izquierda de su actual proceso de descomposición ideológica y discursiva, por lo cual se hace ya necesaria una revisión crítica y, por demás, práctica, de las plataformas y estrategias existentes y sus resultados concretos, tanto actuales como posibles en el corto y largo plazo. De lo contrario, los derechos por los que luchan podrían desaparecer incluso antes de llevar a término su conceptualización final.

Ante la actual revolución de las identidades políticas, y la creciente influencia de la realpolitik en las agendas y discursos, hablar exclusivamente de «izquierda» y «derecha», con la respectiva repartición de etiquetas y caracteres, no es tan efectivo como antes para describir la realidad política, por no decir que es extremadamente vago. En medio de esta crisis identitaria, las nuevas derechas se presentan a sí mismas ―y con un éxito notable― como la auténtica revolución, ante un mundo donde una parte considerable de la retórica de «los revolucionarios de siempre» es ahora vendida como la del sistema y sus instituciones.

Mientras tanto, el sectarismo y la autocomplacencia siguen siendo la marca registrada de los intercambios al interior de la izquierda que se autopercibe como tal, y al tiempo que cada día aparecen más identidades políticas particularizadas e incompatibles, la historia no se ha detenido, ni esperará para que los intelectuales superen tardíamente el trauma del siglo XX.

Es, en cierto modo, el último tiro en el pie de Marx: un fantasma recorre el mundo, y no es precisamente el del comunismo.


[1] Traducción: el sistema está amañado

[2] El origen de término viene de la expresión anglosajona «stay woke» (en español «mantente despierto»), que proviene de la lucha antirracista del siglo pasado en Estados Unidos. Sin embargo, paulatinamente se extendió a grupos e individuos que hacen activismo en torno a cuestiones como la discriminación racial, el feminismo, los derechos sexuales, la xenofobia, entre otros.

1 COMENTARIO

  1. Es una necesaria caracterización Adrián. Definitivamente la izquierda ha perdido parte de su norte dentro del proyecto occidental, lo cual podría implicar el fin de este último como proyecto civilizatorio. Paradójicamente, cuando las grandes mayorías son llamadas a opinar sobre los temas generales que siempre han caracterizado a la izquierda como proyecto común, existe consenso en su aprobación, incluyendo en los Estados Unidos. Pero la incapacidad que ha mostrado en las décadas posteriores a los 1970s para lidiar con sus propios demonios afectan seriamente la posibilidad de que se preserven sus mejores tradiciones, no solamente dentro del proyecto occidental, sino para el mundo. Esto, en mi opinión también impide la capacidad de aprender más allá del legado occidental y frena su adaptación a la nueva realidad multipolar. Deberían ser sus izquierdas de este legado las que llevaran la vanguardia en este asunto.

    Por otro lado, es importante llamar la atención sobre el hecho de que la heterogeneidad del progresismo no es nada nuevo. Sólo que después de la segunda guerra mundial, con la derrota militar del fascismo, el surgimiento del estado de bienestar y particularmente después de los grandes avances del movimiento de los derechos civiles en los Estados Unidos, el hegemón occidental, el occidente industrializado fue capaz de proyectar, de modo relativamente exitoso, una imagen de estabilidad progresista, que influenció incluso el comportamiento de sus derechas conservadoras. Creo que todos nos acostumbramos a ese consenso. Nosotros somos hijos de este período de la contemporaneidad. Pero ahora, mirando en retrospectiva, uno se da cuenta que fue sólo un brevísimo período histórico, que respondió a condiciones históricas concretas y que el mundo sigue moviéndose, evolucionando o involucionando (no hay nada escrito, o quizás algunas cosas si) y que los seres humanos siguen siendo entidades complejas. Por ejemplo, Herbert Marcuse, uno de los íconos de la nueva izquierda y uno de mis grandes ídolos intelectuales, fue parte de varios proyectos financiados por la CIA y al mismo tiempo participó genuinamente en las críticas a la guerra de Vietnam. Nadie tiene el monopolio sobre la pureza moral. Empezar a creérselo ya es el principio del fin. El debate crítico sigue siendo necesario, pero no desde un pedestal.

    Lo cierto es que todo esto tuvo lugar en medio de un contexto de confrontación ideológica y económica, siendo la Unión Soviética y el bloque comunista, y de cierto modo el bloque no alineado, la otra cara de la moneda. Existe hoy suficiente evidencia de que la constelación que nosotros tomamos como punto de referencia no fue nada casual. Por ejemplo, la CIA colaboró en la conformación de una izquierda anticomunista. Muchos grandes pensadores de la nueva izquierda de los 1960s, no sólo Marcuse, fueron directa, o indirectamente, financiados por esta organización. Fueron muchísimos más exitosos en su menester pues no necesariamente interfirieron con la libertad de creación de estos autores. El comunismo soviético, por su parte, y sus herederos, europeos y tropicales, conscientemente suprimieron y reprimieron la noción de izquierda que se desarrollaba en occidente. No solamente hicieron esto porque la CIA financiaba parte de esta izquierda (mucho de esto se sospechaba pero no se sabía a ciencia cierta), ellos financiaron también su proyecto, sino por razones puramente ideológicas. Creían en el más estricto determinismo histórico, y para defenderlo generaron un clima de denunciación y crueldad totalitaria que hizo imposible cualquier tipo de deliberación racional y democrática.

    Pero todo este diferendo ocurre desde la mismísima formación de nociones como izquierda y progresismo. Conocidas son las divisiones entre Jacobinos, Girondinos, Montagnards y Cordeliers, que a su vez se dividían en Dantonistas y Hebertistas y así sucesivamente. El reino de terror no empezó con una agresión de la derecha, sino con la masacre de septiembre. Ahí están también las críticas de Marx a los socialistas utópicos y a Proudhon. También conocemos las divisiones entre Bakunin y Marx que produjeron la ruptura de la primera internacional. Se conocen las diferencias entre Eduard Bernstein, Karl Kautsky, Rosa Luxemburgo y Lenin. Conocemos, por otro lado, los devaneos racistas, sexistas y clasistas de numerosos pensadores de izquierda de la época, y también de la posterioridad, etc. Por ejemplo, Bernstein abogaba por el colonialismo y el imperialismo; dos de sus frases son : «Las razas que son hostiles o incapaces de civilización no pueden reclamar nuestra simpatía cuando se rebelan contra la civilización.» y «Los salvajes [deben] ser subyugados y obligados a conformarse a las reglas de la civilización superior».

    Por otro lado, muchas veces los pobres se han ido con la derecha, cuando estas han encontrado mejores vias para atraer sus intereses, a veces, inquietantemente, no sólo como conducto demagógico. Gramsci estaba impresionado por los esfuerzos que la iglesia católica hacía para evitar que las interpretaciones de los pobres y los ricos distaran una de otra. También hay figuras del ámbito fascista como Marcel Deat, Otto Stresser, Ernst Röhm y los llamados nazi «bistec», consumados anti-capitalistas y defensores de los sindicatos. Ahí están figuras como el renombrado Ernst Jünger, hombre ejemplar de la extrema derecha, famoso autor de Tormenta de Acero, quién envisionaba una sociedad activista de «guerreros-trabajadores-eruditos» (nada más cerca de estudio-trabajo-fusil).

    El problema que muy bien caracterizas, Adrián, nos precede. El más reciente título de Noemí Klein (Dopplegange: a trip into the mirror world) explora esta problemática contemporánea a la que haces referencia, probablemente ya sabes de su existencia. Como quiera que sea, hacemos bien en estar preocupados y en ocuparnos llamando la atención sobre el asunto. La última vez que las habituales falta de consensos en la izquierda tomaron matices extremos y que la derecha fue exitosa cooptando las mentes y corazones de millones hubo una guerra mundial (o la segunda gran guerra civil Europea del siglo XX). Mi opinión puede coincidir con la del diablo, y yo no la voy a cambiar por eso. Pero no hay que olvidar que sigue siendo el diablo.

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Marcos Adrián Alemán Alonso
Marcos Adrián Alemán Alonso
Ensayista e investigador. Estudiante de Psicología y Humanidades

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