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La más reciente entrega de Yorgos Lanthimos parece salida de una pesadilla steampunk. Sé que no suena como un elogio, pero lo es. El primero de muchos.
En términos de arboladura visual, la película crea un universo propio en que cada plano nos provoca fascinación y algo de terror: fascinación por lo que vemos, espanto ante lo que vendrá antes de que consigamos digerir lo que acabamos de ver. Los primeros minutos son particularmente turbadores, con una fotografía expresionista en blanco y negro, imágenes henchidas de monstruos y una música que suena como el rechinar de instrumentos de tortura en una mazmorra de la Inquisición. Y eso en lo tocante a lo que se ve y se oye, pero hay cosas que imaginas, lo que es casi peor: un niño torturado sistemáticamente por un padre que lo sacrificaba a la ciencia; una mujer embarazada, recién muerta, cuyo cerebro es sustituido quirúrgicamente por el del feto que abriga en las entrañas…
Basado libremente en una novela homónima del escocés Alasdair Gray, publicada en 1992, el filme de Lanthimos echa mano, para conseguir su peculiar atmósfera, a un puñado de referencias que van desde la obvia de Frankenstein (1931) de James Whale, hasta el Tim Burton de Dark shadows (2012), y tiene zonas de contacto, intencionales o no, con la serie Carnival row (2019) y la narrativa de H. G. Wells (The island of Doctor Moreau, 1896) y su compatriota China Miéville (Perdido Street station, 2000). Sin embargo, y sin salirnos todavía de la estética visual de la pieza, la cosa va mucho más allá: el contraste de un blanco y negro que no avergonzaría a Robert Wiene con una paleta de color igualmente saturada, casi dolorosa, en que la forma de las nubes, la caleidoscópica fastuosidad de los interiores, la riqueza de las telas, una arquitectura e ingeniería imposibles, seducen el ojo como una odalisca a un eremita.
Sensualidad, es la palabra. Sensualidad en tintes y decorados, pero sobre todo en la frecuencia e intensidad de las escenas eróticas, que van sin pudor (nunca mejor dicho) del innuendo a lo explícito…[i] pero no son gratuitas, porque ilustran el descubrimiento del mundo por parte del personaje principal, Bella Baxter, interpretado (tres escalones por encima de «brillantemente») por Emma Stone.
Vamos allá. Bella, rescatada poco después de una tentativa (exitosa) de suicidio por el cirujano Godwin Baxter —descarnadamente encarnado por Willem Dafoe— y resucitada según el truculento sistema explicado más arriba, es una mujer aprisionada por la rígida moral victoriana, que exigía no solo una sumisión absoluta al esposo sino la represión total de sus instintos e inteligencia (hasta el punto de que la irritabilidad femenina, producto entre otras cosas de su insatisfacción sexual, era diagnosticada como «histeria» y «curada» con un orgasmo inducido por el galeno a cargo). Al volver a la vida con el cerebro de un bebé nonato, ha de reaprender desde cero, sin otra limitación que el encierro que le impone Godwin (God, para ella), restricción que, a su tiempo, también quebranta[ii].
Ahora bien, aunque ambientada en el siglo XIX, Poor things nos habla a nosotros. A mi modo de ver, la grieta entre generaciones, tan obvia hoy con la llamada «generación de cristal», se vence aquí simbólicamente cuando, a la vez, una hija está en el cuerpo de su madre y viceversa; de este modo, cada una debe enfrentar el mundo, a la vez, desde su perspectiva y la otra. En ese proceso de autorreconocimiento, de comprensión de la vida y la muerte, del bien y del mal, de lo relativo del placer y la moral, las dos generaciones fundidas crecen al unísono, descubren y desafían lo que les toca.
Sí, hay feminismo y cierta dosis de corrección política en la película… tanta como de incorrección (I must go punch that baby). Eso sí, a diferencia de lo que sucede en la Barbie de Greta Gerwig, en el mundo de Bella no todos los hombres son imbéciles: ahí están Harry Astley (Jerrod Carmichael), que se escuda tras el cinismo filosófico para ocultar su weltschmerz, y le muestra a Bella el mundo como es; Max McCandless (Ramy Youssef), que siendo un estudiante pobre no está tan permeado por la asfixiante austeridad social, lo que le permite comprender y aceptar a la mujer tan inusual de la que se ha enamorado…
Y eso nos lleva al tema de las actuaciones. Como queda dicho, Emma Stone se eleva hasta el espacio cósmico (o hasta que su cabeza choque con el domo, acotaría un terraplanista) al entregarnos la única Bella posible. Téngase en cuenta que por lo regular una película no se filma en orden, de manera que la actriz y el director debían regular la intensidad de la interpretación, el arco dramático de un personaje que al principio se mueve y habla como un bebé y termina haciéndolo como una mujer adulta, para que la escena filmada hoy pudiera suceder orgánicamente a otra rodada tal vez tres semanas antes. Si eso es difícil en cualquier filme, hay que ver lo que es aquí…
Mark Ruffalo y Willem Defoe están bien, sobre todo el primero, cuyo Duncan se nos presenta con el empaque de un Casanova arrogante y acaba mostrándose como el bellaco sin autoestima que siempre fue. Me agradó, en particular, redescubrir a la gran Hanna Schygulla, la musa de Fassbinder, que también trabajó en Latinoamérica —en El verano de la señora Forbes, (1988) de Jaime Humberto Hermosillo, con guion de García Márquez, y que tuvo una personal relación con Cuba— en el papel de la inefable Martha. Como suele suceder, hay actores en personajes secundarios que brillan: la francesa Suzy Bemba como Toinette, la prostituta socialista; Christopher Abbott como Alfie Blessington, el marido sádico; Kathryn Hunter como Porcina, la madama pragmática…
Hace poco leí el artículo de un conocido crítico español que arremetía contra Poor things, considerándola una obra inflada y pretenciosa, y a Lanthimos un tipo que trata de hacerse el profundo. En todo caso, quien procura aparentar solidez e independencia de pensamiento es ese crítico. Háganme caso: Poor things es una gran película, un espectáculo fabuloso, sensual y terrible, una reflexión acerca de cuán difícil resulta aceptar el mundo como es y de la necesidad de rebelarse contra lo que no nos satisface. Quien necesite más profundidad, ahí tiene la Fosa de las Marianas.
[i] La protagonista se pasa tres cuartos de la película desnuda o por lo menos descalza, y la mitad de ese tiempo tirándose a alguien. (No es que me queje, claro).
[ii] Uf, es difícil esto de analizar spoileando lo menos posible…


Cita obligada de cada domingo en ésta ciberesquina, muchas gracias otra vez por ayudarnos a ver más allá de la epidermis, algunos (y al parecer el crítico español también) se quedan allí.