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Si el cine fuese un vino, este habría sido un año normalito, sin demasiado cuerpo pero con bastantes taninos y notable regusto a frambuesas.
Como siempre, mientras algo de Hollywood satisface, el grueso decepciona. Más que un fantasma, el cancerbero de la desmesurada corrección política ha aupado trabajos a mi juicio menores, como la Barbie de Greta Gerwig. Marvel y sus cómplices siguen siendo populares; al parecer, al grueso del público le encantaría vivir en un mundo donde un puñado de superhéroes (por lo general, norteamericanos) venga volando a salvarnos. Y bueno, así nos va.
Aunque estrenada a fines de 2022, la obra Argentina 1985 de Santiago Mitre continuó ganando premio en el primer trecho del año, perdiendo el Óscar a Mejor Película Extranjera en favor de la alemana Im Westen nichts Neues, de Edward Berger. De lo producido a este lado del mundo a lo que he puesto los ojos encima durante estos meses, me interesó particularmente El conde, del chileno Larraín, una comedia gótica con un Pinochet vampiro.
Dejando aparte el (a mi modo de ver, desmedido) Óscar a la mejor película ganado por Everything everywhere all at once, de Daniel Kwan y Daniel Scheinert, y el de mejor actor a Brendan Fraser por la lacrimógena The whale de Darren Aronofsky, lo bueno del año incluye la Oppenheimer de Nolan y Killers of the flower moon de Scorsese, de la cual probablemente hablaré dentro de unas semanas. No he visto aún la coproducción Poor things, del griego Lanthimos. Eso sí, promete.
En Cuba, mira tú, ha sido un año bastante movido. Para seguir el símil, se trata de un vino casero y espumoso, con toques finales de plátano y papaya.
Lo primero que marcó el año en curso, acá en el patio, fue una crisis institucional que dejó descabezados tanto al ICAIC como a la Escuela Internacional de San Antonio. La verdad, se veía venir.
La Asamblea de Cineastas surgida a mediados del año a raíz de lo sucedido con el documental de Juanpín es heredera de aquella, en 2015, que con toda seriedad y profesionalismo propuso y formuló (a través del G20, su comité ejecutivo) un borrador para una Ley cubana de Cine. En este sentido, aunque no siempre estoy de acuerdo con determinadas formulaciones de la Asamblea actual, sí creo en su pertinencia y en la necesidad de su legitimación, y la de sus representantes electos, por parte de las autoridades culturales (no siempre electas). La transparencia y el tesón con que plantean sus verdades merecen no solo respeto, sino respuestas efectivas. Y la necesidad de reformular políticas culturales insatisfactorias (algunas viejas, otras no tanto) es cada vez más evidente.
Por ese camino llegamos al Festival de Cine.
Cuando el Festival era joven, cuando yo lo era, La Habana se paralizaba durante esos 10 días. Conocí a un matemático que cada año elaboraba un organigrama para racionalizar el tiempo al máximo: cuando termina esta película tengo 20 minutos hasta el inicio de la otra, esto permite llegar a tal y tal cine por tal vía para la tanda siguiente, y luego… De esta manera se sonaba seis o siete películas diarias, 70 durante el Festival. Épico.
Falsificar credenciales era otro hermoso ángulo de nuestra cinefilia. Algunos estudiantes o jóvenes trabajadores con maña, talento y acceso a buenos ordenadores e impresoras te hacían copias prácticamente indistinguibles del original, y que nueve de cada 10 veces funcionaban en medio del tumulto. Claro que algunas veces un policía se encarnaba contigo, y te preguntaba de dónde la habías sacado, pero a la larga el fenómeno era indetenible.
Y esos molotes tremebundos para acceder al Chaplin o el Yara, en detrimento, más de una vez, de la integridad física de las puertas del local… Entrar arrastrado por la marea, sin credencial ni ticket ni nada, y luego hacerse invisible adentro, con la convicción de que de ahí no habría quien te sacara…
Ah, qué tiempos aquellos…
Lo primero que hay que aplaudir hoy es su resiliencia, la capacidad del evento para renacer en medio de una palestra decididamente ominosa. Más allá de exclusiones injustificables (e inclusiones igualmente absurdas) el hecho de mantener aquella utopía nacida en 1979, y que ahora parece más utópica que nunca, no habla tanto de tozudez como de lealtad. Ahora bien, el cine de hoy no es el de entonces, y también la recepción y el receptor han variado muchísimo: de ahí mi desacuerdo con la (eso sí, apasionada) arenga de Alexis Triana, el nuevo presidente del ICAIC, en el sentido de que es preciso recuperar la incidencia social del nuevo cine latinoamericano a través de métodos históricos: los cine-debates, el cine en los barrios, las unidades móviles. Estoy convencido de que sería un retroceso. Hay que visibilizar el nuevo cine, sí, pero según estrategias y usando las tecnologías propias de estos tiempos.
No deberíamos caer en la insensatez de perder el Festival. Y conviene aclarar que no me refiero solo al albur de que un día desaparezca; mucho peor sería restringirlo, en lectura estrecha de ciertos ideales, a un puñado de títulos y autores convenientes. (Y, por cierto, el criterio de que para ser aceptada en competencia una obra debe tocar un tema latinoamericano, tendría que ser revisado).
El cine cubano de este año… en fin, lo primero es deslindar las producciones nativas y las extranjeras acerca de Cuba. Malecón, del español Carlos Larrazábal, con elenco nacional, es a mi juicio un minucioso compendio de esos clichés que suelen asociarse a la cubanidad. No es que describa una realidad ficticia, sino que la circunscribe a emigración, prostitución y santería. Del lado positivo están la buena factura y algunos rostros nuevos.
Y de las cubanas, están las producidas en el país y otras fuera de él. De lo facturado allende los mares me impactó El caso Padilla, de Pável Giroud, con su exquisito trabajo de restauración del material de archivo. Justamente ayer comentaba al respecto con Fernando Pérez, que resumió su sentir (y el mío) con una frase decisiva: Nunca más.
De las obras de realizadores del (y en el) patio hablaré en otra ocasión. Lo que he visto hasta ahora, sin embargo, corrobora mi criterio de que con frecuencia hay más know how técnico, habilidad con la cámara que historias que contar o habilidad para contarlas. Y que adolecemos de un abanico de temas no demasiado amplio. Pero no lo he visto todo, y seguramente habrá cosas excelentes.
En fin, nuestro vino es amargo, pero…


Que buenos estos artículos, estos sí los espero cada domingo. Felicidades.
Es de agradecer que cada domingo podamos leer un artículo como éste, se puede estar a favor o encontra de lo escrito pero nunca indiferentes. Urge que nuestro cine sea realmente «nuevo» y que lo «latinoamericano» no atrinchere sus historias impidiendo que temas universales lleguen desde la mirada de los realizadores del patio.
En cuanto al cine que se cocina en casa…insisto en que hay una épica de lo cotidiano que no cabe en los estereotipos en los que insisten encerrarnos y sería saludable una mirada menos «habanocentrista»…por ahí anda Café amargo de Rigoberto Jiménez Hernández filmada en el lomerío de Buen Arriba en la provincia de Granma (en un esfuerzo descomunal y con un resultado digno y hermoso) sin embargo su estreno tuvo una pobre promoción por parte de quienes debieron…en fin, tela por dónde cortar, ángulos a los cuales mirar hay muchos, eso sí, ahí está el festival con menos o con más pero está y debe continuar siendo «nuestra» plataforma desde donde nuestro héroes y heroínas sin capas ni superpoderes (por suerteeee) nos hablen.
Para ser preciso, nuestro vino no es amargo: «Nuestro vino, de plátano, y si sale amargo, es nuestro vino».
…perdone profe, me «comí» S y alguna que otra conjunción al escribir rápido, pero ahí está lo que creo y otra vez muchas gracias, cada domingo le esperamos en ésta ciber esquina de las redes.