¿Qué diría Chibás?: corrupción y sacrificio en Cuba

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Eduardo Chibás ha sido considerado dentro de la historiografía revolucionaria el paladín por antonomasia de la lucha contra la corrupción en Cuba. Su lema de filas Vergüenza contra Dinero y como emblema una escoba para barrer del mosaico nacional la mugre de la corruptela, fueron armas y tesis en su via crucis; iconos por lo que su figura ha trascendido —vale precisar que no ilesa de convencionalismos y recelos dado su cariz anticomunista— como la prosopopeya de moralidad cívica y rectitud militante a rases de fanatismo.

Nacido en Santiago de Cuba en 1907, en una familia acomodada, Chibás debutó en la gran escena política hacia 1925 opuesto a la dictadura machadista mientras estudiaba Derecho en La Habana, estuvo en la huelga de hambre de Mella, integró los directorios estudiantiles universitarios de 1927 y 1930, formó parte del Gobierno de los Cien Días, sufrió prisión y exilio. Fue miembro del Partido Auténtico, electo delegado a la Asamblea Constituyente de 1940, representante a la Cámara y senador de la República desde 1944. Desmarcado del autenticismo, en 1947 fundó el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) y se lanzó a las carreras presidenciales de 1948 y 1952; en la última se perfilaba como candidato favorito.

Con el radicalismo de un cruzado y acento peculiar, a lo largo de la década de 1940 fue cristalizando como un vigoroso líder de opinión pública, usando de plataformas una hora radiofónica en la CMQ, e inspirados artículos en la prensa escrita, principalmente en Bohemia, revista con la que guardó una relación muy estrecha. Desde esas tribunas fustigaba —lo mismo que una metralleta en parapeto— el latrocinio de cuello y corbata, los chanchullos y prebendas ministeriales, el abuso de poder, la puja de intereses, los entresijos de la burocratización, el despilfarro palaciego, el ultraje a la ley y el orden, el gansterismo rampante y el insuficiente progreso en materia de bienestar social. Las audiencias le reciprocaban con admiración y respaldo. Era, ante los ojos comunes, un «político diferente».

Fustigaba el latrocinio de cuello y corbata, los chanchullos y prebendas ministeriales, el abuso de poder, la puja de intereses, los entresijos de la burocratización.

Según Chibás, era una irresponsabilidad traicionar las esperanzas de muchos cubanos que habían puesto su fe patriótica en el gobierno. El 18 de mayo de 1947 declaró en ese sentido: «Lo que el pueblo quiere y lo que demanda la nación, cada día con mayor urgencia y de un modo mucho más decidido y más claro, es un Partido que sea realmente leal a esta fe, un Partido que sea capaz de cumplir desde el poder lo que promete en la oposición, un Partido político limpio, con líderes capaces». En más de una ocasión insistió que Cuba no alcanzaba su verdadero destino «debido a la venalidad de sus líderes».

Así que prometió liderar un partido con una plataforma libre de corrupción y basada en los cánones de dignidad, justicia y pulcritud que sus adversarios habían abandonado. Como mantra invocaba casi a diario su confianza en los valores y reservas morales de sus partidarios, sobre todo jóvenes. En El Crisol del 19 de marzo de 1949 reprochó: «[…] diríase que la política ha dejado de ser en Cuba una función pública y un patriótico ministerio para convertirse en el más cínico juego de ambiciones y codicias que pueda concebirse […] Cuando la política decide abjurar de toda ideología, y los partidos se convierten en simples cooperativas de aspirantes para alcanzar una porción más o menos grande del poder, la vida pública se llena de confusión y el ciudadano se siente desorientado».

En el propio periódico comentó el 4 de diciembre de 1949: «Rompiendo con las costumbres públicas del momento, respondemos a nuestros detractores con el siguiente apotegma de Martí: “Urge ya, en estos tiempos de política de mostrador, dejar de avergonzarse de ser honrado. La vergüenza se ha de poner de moda y fuera de moda la desvergüenza… Los líderes no pueden dejarse deslumbrar por las cosas superficiales, por estados emotivos circunstanciales de sectores más o menos impresionables de la opinión pública; no pueden ser demagogos que se dejen arrastrar por la corriente, sino que están en la obligación de encauzar la opinión colectiva, de dirigirla por el buen camino”».

Su actitud intransigente y estridente conllevó que para algunos de sus contemporáneos ―incluida la bancada del PSP― y estudiosos posteriores, no pasara de ser un personaje locuaz y osado, excéntrico y totalitario, rodeado siempre de una multitud de devotos seguidores, con cierta veta de irracionalidad y neurótica persistencia que exteriorizaba en discursos cada vez más cargados de histeria que de genial oratoria, en los que no se cansaba de instigar sin escrúpulos a las multitudes contra la legitimidad.

Su actitud intransigente y estridente conllevó que para algunos de sus contemporáneos y estudiosos posteriores, no pasara de ser un personaje locuaz y osado, excéntrico y totalitario.

Sin embargo, como bien definió el sobresaliente investigador y ensayista Julio César Guanche, en Eduardo Chibás y el reformismo populista en Cuba: «A lo largo de su trayectoria política, Chibás mostró, ciertamente, bastante coherencia a la hora de defender la tríada de la plataforma política del reformismo social cubano, fuese en su versión del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), en el que militó varios años, o del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), que el mismo Chibás fundó en 1947. Esa tríada estaba integrada por acepciones específicas del antimperialismo, el nacionalismo y el socialismo, nucleadas en torno a un ideario que, de inicio, no resulta peyorativo calificar de populista».

En materia ideológica y programática, el tino del Gran Acusador radicó en estimular la vigilancia sobre la corrupción, lo que debía traducirse en evoluciones raigales de la ideología de masas. Su misión para hacer realidad los grandes objetivos históricos, como él mismo definiera en su línea discursiva y modo de actuación, consistía en despertar la conciencia de las mayorías sometidas por la abulia y el desasosiego, arengándolas y sumándolas a la campaña por el adecentamiento político y la virtud ciudadana.

Tenía la convicción de que la honestidad en el ejercicio de gobierno se podía alcanzar siempre y cuando lo quisiesen los ostentadores del poder. También entendió que en un partido político las ideas tienen suma importancia, pero es más decisivo que los hombres sepan conducir esas fórmulas con inflexible sentido del deber, equilibrio y acierto. En parte, su énfasis de moralidad no escapaba del típico enfoque voluntarista o idealista que en el arte de la política suele converger en decisiones utópicas o metafísicas, con vertientes no tan ricas como la realidad en que se afincan. Una tendencia más que demostrada por esa maestra vital que es la historia.

Tenía la convicción de que la honestidad en el ejercicio de gobierno se podía alcanzar siempre y cuando lo quisiesen los ostentadores del poder.

Desde su imaginación concibió un paraíso para imponerlo a un contexto complejo. «Chibás fue, a diferencia de Arango y Parreño, no un estadista sin Estado, sino el estadista de un Estado invisible», atribuyó Guanche en otro recio ensayo sobre «el compañero señor».[i]

Si bien no dejan de ser actos absolutamente detestables, nunca será comparable una violación de luz roja o una rapacería de bodega a la «obra maestra» de un prevaricador de cuello blanco. Es inadmisible que alguien ungido de una función constitucional y, por tanto, obligado a brillar más en términos de austeridad, competencias y ejemplaridad que en impostados roles de «mesías de la nueva aurora», sea aun capaz de «rasgarse las vestiduras» en lances propagandísticos para reclamar «confianza» ajena, mientras por detrás del telón desdobla una gestión demagoga y licenciosa. La gente aprecia la humildad y la honestidad porque son especies en peligro de extinción.

Contundente en sus postulados y frenético en su esgrima frente al servilismo oportunista, la compinchería y la apostasía, Chibás comprendió que la corrupción era dovela central en el sistema de dominación burgués. En antítesis, advirtió que la afiliación al sentido de la vergüenza debería ser un ideal supremo antes que vivir sin prestigio. Así legó como herencia que sin importar quién gobierne, corresponde a los ciudadanos empoderarse, cambiar el estado de cosas; así como ser sujeto activo en los asuntos políticos, exigiendo transparencia en la actuación de los gobernantes y poniendo coto a la fermentación e ineficiencia de funcionarios públicos, para impedir a tiempo que siga creciendo, como verdolaga, cualquier mal. En su oficio de metástasis diseminada, la corrupción administrativa necrosa no solo todo anhelo de desarrollo sano y sostenible, sino la posibilidad de conquistar la felicidad común, el fin último de un Estado.

La corrupción administrativa necrosa no solo todo anhelo de desarrollo sano y sostenible, sino la posibilidad de conquistar la felicidad común, el fin último de un Estado.

«La feliz conjunción de factores naturales tan propicios a un gran destino, unido a la alta calidad de nuestro pueblo, solo espera la gestión honrada y capaz de un equipo gobernante que esté a la altura de su misión histórica», pronunció ante los micrófonos de su espacio dominical, el 5 de agosto de 1951. La fatídica alocución quedaría inmortalizada como su «último aldabonazo». Al telúrico grito de: «¡Pueblo de Cuba, levántate y anda! ¡Pueblo cubano, despierta!», se pegó un balazo en el vientre. La impotencia haló el gatillo. Murió tras 11 jornadas de agonía. La apoteosis del martirio.

Se dice que un millón de personas llevó en hombros su féretro hasta la Necrópolis de Colón, en una de las mayores manifestaciones de duelo popular que recuerden los anales; una muestra de su enorme popularidad entre los que vieron en él a un líder orgánico, carismático, con voluntad justiciera de velar los intereses colectivos; la esperanza de edificar la Cuba nueva, una nación de ¡Vergüenza contra dinero! Avergonzado terminó luego de una polémica dilatada y desventurada que puso en tela de juicio su imagen. Pero entre luces y sombras ―como todos―, Chibás sobresalió ―como nadie― por la lealtad a sus principios, al extremo de canjear su propia vida antes que seguir respirando la mofa y la deshonra.

Las corrientes del chibasismo tuvieron notable influencia sobre la sociedad nacionalista de la época prerrevolucionaria. Incluso, más allá, en similar putrefacción de la politiquería dominicana, Juan Bosch aplicó hacia 1961 el eslogan «Conciencia contra dinero», en empatía con la doctrina del cubano. «Sin la prédica de Eduardo Chibás, sin lo que hizo Eduardo Chibás, sin el civismo y la rebeldía que despertó en la juventud cubana, el 26 de julio no hubiera sido posible. El 26 de julio fue, pues, la continuación de la obra de Chibás», ponderó Fidel Castro ante su sepulcro, adonde acudió el 16 de enero de 1959, apenas hizo su entrada triunfal a La Habana. A la memoria del adalid generacional predijo: «Eduardo Chibás, seguiremos fieles a tus ideas; Eduardo Chibás, juramos cumplir tu obra; Eduardo Chibás, nunca te traicionaremos». Lo auparon cientos de aplausos. Algo cambió drásticamente después. Y fue desvaneciéndose el referente. A la vera de esa tumba anida hoy el olvido.

Aquella filosofía ortodoxa de ética y escoba ―en paralelismo a la carga de Villena― encaja como anillo al dedo de la nueva causa política que ahora convulsiona el magma ideológico en nuestro mapa social. Lo malo es que los cubanos de hoy sean extraños a ese estilo. ¿Qué diría Chibás?


[i] Véase: «El compañero señor Chibás. Un análisis del nacionalismo populista cubano», en La libertad como destino. Valores, proyectos y tradición en el siglo XX cubano, libro Premio Uneac de Ensayo 2012.

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Igor Guilarte Fong
Igor Guilarte Fong
Graduado de Periodismo en la Universidad de Oriente (2007). Premio en el Concurso Nacional de Periodismo Histórico 2020.

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