De cómo volvió Celia Cruz a La Habana: memorias de un delirio teatral

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En 1990 Celia Cruz volvió a pisar tierra cubana. Lo hizo durante una visita a la Base Naval de Guantánamo, y en gesto célebre, recogió tierra de la Isla a través de la cerca que divide a esa zona militarizada del resto del área, que se llevó consigo para que cuando muriese, la echasen en su tumba. La Guarachera de Cuba viviría aún unos años más, ganando premios y dando conciertos y presentándose hasta que la salud dejó de acompañarla, y falleció en julio de 2003. Su muerte no pasó del todo desapercibida para la prensa de la Isla, y en la página cultural del diario Granma, una escueta nota daba fe de su desaparición. Podrían pensar algunos que fue la única ocasión en que se le mencionó en espacios como ese, pero lo cierto es que, gracias al teatro, y a alguno que otro medio, ya ella había podido regresar a La Habana, desde ese espacio alternativo que puede ser la cultura, más allá del control de las agendas oficiales.

En 1994 se estrenó Delirio habanero, la pieza con la cual Teatro Mío y su dramaturgo, Alberto Pedro (1954-2005), dilataron el éxito conseguido un año antes con Manteca. Dirigida por Miriam Lezcano (1943-2020), líder del grupo, Manteca había sido un reflejo lúcido, amargo, irónico y poderoso de la crisis de las grandes ideologías que se vinieron abajo con el Muro de Berlín, y que a través del núcleo de una familia que en cierto modo remitía a los hermanos que protagonizaban La noche de los asesinos (José Triana, Premio Casa de las Américas, 1965), desmontaba la idea de la Gran Utopía.

El poderoso talento de Alberto Pedro ya había escrito antes sobre esos quiebres, y desde la obra que lo consagró, Weekend en Bahía, de 1987, venía dando señales ciertas de su acento crítico, de su habilidad para un diálogo que iba más allá de la anécdota, de su capacidad para crear personajes vívidos y entrañables, y de su excelente oído para esa forma de verbalidad tan particular que es el habla cubana, y la influencia que en ella ha dejado, de modo indeleble, la música, y viceversa.

En Desamparado (a partir de El maestro y Margarita, 1991), en Manteca, en todo su teatro, eso se mantiene como una constante. Pero con Manteca el grupo alcanzó una poética mucho más concentrada, una noción más intensa del eje de sus propuestas, y la interrelación entre la dirección, la dramaturgia y el equipo actoral que los acompañaba, consiguió un grado de complicidad mayor con el auditorio que en pleno Periodo Especial, entre apagones y carencias tan inesperadas como asfixiantes, aún se iba al teatro, a encontrar interrogantes y demandas, más que respuestas, acerca de esa misma realidad que parecía colapsar. 1994, año candente en ese calendario tan duro que fue el Periodo Especial, fue el contexto donde, en abril, se estrenó Delirio habanero.

El equipo actoral que los acompañaba, consiguió un grado de complicidad mayor con el auditorio que en pleno Periodo Especial, entre apagones y carencias tan inesperadas como asfixiantes.

«Alberto Pedro, como tú sabes, era un hombre deliranteۜ», me cuenta al inicio de sus testimonios Michaelis Cué, al recibir mis preguntas acerca del proceso de creación y montaje de Delirio habanero. En la premier mundial de la obra, él encarnó a Varilla, el barman que funciona como una especie de árbitro entre esos dos alucinados que creen ser Celia Cruz y Benny Moré, aunque él mismo es otro alucinado que evoca al célebre barman de la Bodeguita del Medio.

Celia Cruz

Para tener una idea más precisa de cómo se fue gestando esta pieza, le pedí a él y a Jorge Cao que me enviaran audios acerca de tal proyecto. A ellos acudo ahora, agradeciéndoles, para complementar mis recuerdos de espectador y para que el público, haya visto o no aquel espectáculo, entienda mejor qué era, en esa Habana del Período Especial, invocar a tan ilustres y complicados fantasmas.

Según Jorge Cao, quien ha dado continuidad a su respetable carrera como actor en Colombia, donde reside hace ya unos 30 años (Delirio… fue su último trabajo con Teatro Mío), la idea de crear una puesta donde la figura de Benny Moré estuviera presente vino desde antes. En un espectáculo unipersonal titulado Ejercicio para un actor, Cao daba vida a un personaje creado por Humberto Arenal para su cuento «¡Oh, vida!», donde Pepe el Mecánico rememoraba un encuentro con el fabuloso cantante. Al verlo en ese monólogo, Alberto Pedro se prometió algún día escribir un texto mayor sobre el Benny.

Michaelis Cué recuerda, por su parte, que el dramaturgo hablaba constantemente de cómo imaginaba su próxima obra, narrándola antes de comenzar a escribirla. En ese proceso, gracias a su amistad con Rosa Marquetti, quien trabajaba en ese momento en la Fundación Pablo Milanés, Alberto Pedro logra interesarlos en esta idea y la Fundación termina produciendo el montaje, con vistas a estrenarlo en Madrid, durante un festival que convocó allí a numerosos artistas cubanos.

La propia Fundación Pablo Milanés ya comenzaba, sin embargo, a levantar ciertas sospechas, por la amplitud de sus gestiones y la independencia de otras instituciones de las que gozaba. Algún día se hará en detalle esa historia, que culminó con su cierre abrupto en 1995. Desde su directiva, se gestaron conciertos, espectáculos, publicaciones, y entre ellas estuvo Delirio habanero. A esos que sospechaban no debe haberles hecho gracia alguna saber que en la nueva pieza de este dramaturgo siempre provocador se hablaba, y aparecía, una evocación de Celia Cruz. «Un tabú», recuerda Jorge Cao, en ese entonces, cosa que Michaelis Cué confirma. El auspicio de la Fundación, asegura también Michaelis «para nada fue grato en el Consejo Nacional de las Artes Escénicas».

La propia Fundación Pablo Milanés ya comenzaba, sin embargo, a levantar ciertas sospechas, por la amplitud de sus gestiones y la independencia de otras instituciones de las que gozaba.

La obra comenzó a ensayarse cuando aún Manteca seguía en temporada. A falta de un local de ensayos, trabajaban en el lobby de la sala Avellaneda o la Covarrubias, en las mañanas, y luego en la tarde sucedían las funciones de la obra anterior. El proceso no fue sencillo, ni estuvo exento de discusiones, provocadas por la manera en que se fue creando el libreto. «La primera impresión que nos dio a nosotros el texto que iba apareciendo es que al estar tan precipitada la estructura de la obra, después del proceso de Manteca, era que el proceso de escritura había hecho que Alberto fallara en la estructura general de la obra», recuerda Michaelis. Y en efecto, Delirio habanero no persigue contar una historia según las reglas aristotélicas. Creciendo como un proceso de experimentación durante el propio trabajo de montaje, deviene un delirio en sí mismo, lo cual, para los intérpretes hizo difícil el llegar a los resultados que ellos mismos aspiraban.

La obra se desarrolla en un local cerrado, clausurado desde 1967. Allí, en las noches, se encuentran estos tres personajes, que insisten en ser encarnaciones de esos otros tres fantasmas de una vida nocturna que La Habana perdió hace mucho. «Tragicomedia musical a capella», la definió el autor, y lo cierto es que en ella no hay trama, argumento delineado según las normas académicas, y nunca se sabe bien si los personajes son o no lo que ellos persisten en afirmar, debatiendo locura y razón, utopía y realidades, en un diálogo que avanza como en espiral y no en línea recta, arrastrando consigo temas de identidad, raza, deseos, anhelos, fracasos y memoria, en una alucinación permanente que la música ayuda a vislumbrar.

«Tragicomedia musical a capella», la definió el autor, y lo cierto es que en ella no hay trama, argumento delineado según las normas académicas.

Juego roto, estructura dinamitada que discute otras tantas políticas, en cierto modo ese mismo formato, que puede parecer descentrado e inacabado, opera como la metáfora que Alberto Pedro propone de Cuba, en un espacio donde el delirio, efectivamente, crea su propia ley, su propia norma de muerte y de vida. Asimismo, el humor y la música, esa otra memoria del cubano, operan en tanto elementos unitivos de todo lo que allí ocurre, como recursos que justifican y dilatan lo que el texto brinda como algo más que un caos: esa idea del país como un cabaret derruido que sin embargo pervive en la memoria y en los cuerpos de quienes aún recuerdan una idea de esplendor, de gozo y gloria, por discutible que esta sea.

«La idea era genial, e indudablemente resultó genial. Y eso se vio como resultado final, una metáfora de toda una sociedad. Y fue también riesgoso, porque nosotros nos habíamos ya bajado con Manteca, que tuvo toda una serie de inconvenientes para llegar al estreno, y aparecernos con Delirio habanero también fue complicado. Yo recuerdo que Pablo Milanés fue a un ensayo cuando ya todo estaba casi listo, y se fascinó. Y recuerdo que dijo: “lo que más me encanta de esta obra es lo jodedora que es”, palabras textuales suyas», asegura Michaelis Cué, quien además se refiere a otros conflictos, no precisamente escénicos, que debió enfrentar la presentación de Delirio habanero:

«Seguimos trabajándola y parte del riesgo venía porque Pablo era quien quería producir la obra, y aunque nunca tuvimos una lucha frontal con el Consejo de las Artes Escénicas por esto, sabíamos que esto no gustaba, porque sabían que estábamos haciéndolo así justamente para evitar la posible censura, porque en esa época Celia Cruz era como una mala palabra, y ya eso en sí mismo era una gran osadía. Nosotros éramos conscientes de eso, pero nos dábamos cuenta de que más allá de las discusiones por la estructura dramatúrgica, la materia prima sobre la que estábamos trabajando podía ser trascendente. Creo que eso nos unió».

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Delirio Habanero, Teatro Mío, 1994. Foto de Lessy Montes de Oca

«La crítica no nos celebró tanto como cuando hicimos Manteca», recuerda Michaelis. Al presentar el libreto de Delirio habanero en la revista Tablas (número 1, 1996) la crítica e investigadora Rosa Ileana Boudet celebraba sus hallazgos, aunque también señaló lo que consideraba eran problemas en el texto: «La urgencia de cumplir —como Moliére— con los requerimientos de su grupo, el Teatro Mío, dirigido por Miriam Lezcano, fue el estímulo para la creación del espectáculo, y al mismo tiempo, la consecuencia de su debilidad. Su paradoja y su belleza».

Es cierto que el libreto surgió como resultado de una experimentación permanente, sobre la marcha en un proceso enardecido. El actor cuenta que le exigió al dramaturgo añadir algunos elementos más a la biografía de su personaje, Varilla, que se encontraba en cierta desventaja ante lo que el público podía saber o averiguar acerca del Bárbaro o la Reina, y de ahí vino un parlamento que dio a su barman mucho mayor interés. Esa dinámica también incluyó el desasosiego, y Jorge Cao ha rememorado un ensayo del cual salió intempestivamente, convencido de que aquella obra ni iba a ningún lugar, anécdota que Michaelis también evocó. Una larga conversación con los integrantes del grupo le hizo volver a los ensayos, y a partir de ahí, poco a poco, se fue alcanzando el equilibrio que los intérpretes necesitaban dentro de ese delirio, hallando en su aparente desorden, justamente, «su paradoja y su belleza».

«Con Delirio… tuve este proceso de investigación, y de ahondar en la imagen de ese esquizofrénico que creía que era un muerto vivo y que Benny Moré reencarnaba en él, era una cosa tan compleja. Y de pronto pasaba a Chano Pozo, y a todos los grandes timberos, y etcétera, etcétera. Yo no sé cómo es blanquito alto y flaco que yo era logró entrar en ese mundo», confiesa Jorge Cao. Junto a ellos, Zoa Fernández interpretaba a la Reina, y gracias al respeto mutuo y en la confianza depositada por ellos en el talento del autor y la directora, la pieza pudo llegar a su estreno en Madrid, donde sorprendió que en Cuba pudiera hacerse teatro con elementos tan atrevidos y poco nombrados por la cultura oficial. Y unos años después llegaría a Cádiz, pero en el montaje que Alberto Sarraín concibió en Miami, como parte de su empeño de unir teatralmente «las dos orillas».

La pieza pudo llegar a su estreno en Madrid, donde sorprendió que en Cuba pudiera hacerse teatro con elementos tan atrevidos y poco nombrados por la cultura oficial.

La teatróloga, investigadora y profesora Vivian Martínez Tabares, quien estuvo cerca de la creación de Delirio habanero y otros espectáculos del grupo, rememora en su prólogo a la edición de todas las obras de Alberto Pedro (Teatro Mío, Editorial Letras Cubanas, 2009): «Miriam Lezcano ha relatado cómo el dramaturgo, mientras escribía, actuaba todos los personajes dando paseos a lo largo de la casa, para después llevarlos al papel. El autor-actor es capaz de ceder autoridad “en su terreno” a la vez que participa en decisiones sobre los otros componentes de la escena y se abre al debate en medio del proceso creador, acepta tensiones dialécticas y productivas para llegar a la versión última del discurso con estas aportaciones».

Lo que fue un procedimiento tan demandante, y una crítica acerca de varios especialista acerca de las supuestas fallas del libreto, se fue convirtiendo, durante las funciones en Cuba y en otros países,  y con la apreciación actual de la obra, en una cualidad que justifica el nombre de «delirio» y se organiza ante los espectadores y lectores como una experimentación válida, que acertó al romper moldes y convenciones para lograr una comunicación efectiva más allá de las reacciones predecibles y acomodadas de algunos lectores/espectadores.

«La experiencia de Teatro Mío para mi carrera fue determinante. Fue imprescindible tener ese espacio, esos actores maravillosos, esa directora tan luminosa, con un público que nos siguió, como seis años, con un éxito de público y artístico, y el grupo era un hecho cultural sin la menor duda. Poder actuar directamente con Zoa Fernández, con Michaelis, con Celia (García), fue magnífico. Nos unió nuestra posición frente al teatro, el hecho de hacerlo en condiciones dificilísimas, contra viento y marea, etcétera, en condiciones de trabajo totalmente negativas, y nosotros nos sobrepusimos a todo eso, y de esas dificultades salió Manteca, Los pecados de Inés de Hinojosa, Delirio…, Desamparado…», asegura hoy Jorge Cao, agradeciendo desde Colombia el poder organizar sus propios recuerdos sobre una etapa fundamental de su vida como intérprete.

El montaje que Raúl Martín estrenó en el 2006, confirmó la valía de Delirio habanero, más allá de cualquier reparo inicial. Con las actuaciones de Laura de la Uz, Amarilis Núñez y Mario Guerra, esta vuelta a Delirio… no solo reformuló el repertorio de Teatro de La Luna, sino que devolvió la palabra escénica de Alberto Pedro en una nueva dimensión, más allá de la muerte del actor, y lo validó ante una nueva generación. El delirio que él imaginó empastaba perfectamente con la percepción de esos rostros que «descubrían» a Delirio habanero en ese montaje, dentro de un giro estético que benefició además al colectivo de Raúl Martín y operó como una certeza mayor de su talento como líder del grupo.

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Delirio Habanero, Teatro de La Luna. Foto: Cortesía Raúl Martín

Como espectador que pudo ver las dos puestas del texto, la de Teatro Mío (la vi en el Festival de Camagüey, cuando ya Bárbaro Marín había sustituido a Jorge Cao), y la de Teatro de la Luna (muchas veces, en la sala Llauradó, en el Mella, en el Principal de Camagüey, con distintos elencos), me alegra comprobar que Delirio habanero ha superado esos señalamientos y dudas, afirmándose en sí misma a partir de un pilar de identidad que también nos exige leer a su autor más allá de Weekend en Bahía o Manteca. Y pensar en ella como un acto de reafirmación cultural, que apeló mucho antes de que algunos recelos se suavizaran, para traer de nuevo a la Isla esencias y perfiles sin los cuales no debe contarse nuestra historia. Ni la cultural, ni la política ni ninguna otra, porque a todas ellas pertenecen, por encima de censuras, vetos o desmemorias inducidas.

Celia Cruz volvió a la Isla con esta obra, en la cual además se mencionan a otros grandes artistas que también, desde el exilio, no dejaron de reconocerse jamás como cubanos. Poco después, otras figuras de la música cubana, ausentes en nuestras emisoras, discotecas, o la televisión, fueron también traídas de vuelta mediante el teatro, ese espacio tan volátil y mucho más atrevido que otros, para sorpresa de los espectadores.

Celia Cruz volvió a la Isla con esta obra, en la cual además se mencionan a otros grandes artistas que también, desde el exilio, no dejaron de reconocerse jamás como cubanos.

Si en 1991, Antonia Fernández y Carlos Celdrán ya lo habían anunciado con Safo, que devino tributo a cancioneras y boleristas desaparecidas, a partir de Delirio habanero se suceden obras como Remolino en las aguas o La gran tirana, que evocan a La Lupe, o Lo que le pasó a la cantante de baladas, escritas por Gerardo Fulleda, Carlos Padrón y José Milián, entre otras. La memoria musical de Cuba se recompone, rescata a algunos de sus iconos, y a través de ellas y ellos, también ayuda a sanar las grietas de la otra Historia.

En la imagen final de aquella primera puesta de Delirio habanero, cuando ya es inevitable la demolición de ese cabaret en ruinas, y sus tres personajes deben abandonarlo, ellos lo hacen salvando la vieja victrola que perdura ahí como una reliquia de un tiempo remoto. Salvan ese objeto que arrastran hasta sacarlo de escena, porque es portador de una nostalgia, de músicas de otra época y de otra Cuba, como si aún ese gesto pudiera detener otras destrucciones en el presente, mientras se oye (como en el final de Weekend en Bahía) la voz restallante de Benny Moré. Hace 30 años él y Celia Cruz cantaron a dúo en La Habana, aunque ninguno de ellos estuviera en verdad presente. Agradezco aquí a todas las personas que hicieron posible tal milagro. Ese es el valor del teatro y de la cultura: hacer palpable lo invisible, convertirlo en una emoción que sana y mejora cualquier vacío de la Historia. Convertir al delirio en un estado de ánimo colectivo: eso que llamamos emoción.

2 COMENTARIOS

  1. Bravo. Excelente artículo. Algún día será necesario rescatar muchos de los artículos publicados en La Joven Cuba y publicarlos en un texto o varios, hay testimonios imprescindibles para enriquecer los estudios académicos sobre diferentes aéreas, se abordan elementos de gran valor ausentes en los programas de estudios. No pretendo descubrir el agua tibia, estoy segura que muchos piensan igual y tal vez estén trabajando en esta dirección.

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Norge Espinosa Mendoza
Norge Espinosa Mendoza
Poeta, crítico y dramaturgo. Asesor teatral de la compañía El Público desde hace 20 años. Editor de las memorias del coreógrafo Ramiro Guerra y coautor del volumen dedicado a los Premios Nacionales de Teatro, que aún esperan por papel y tinta para ver la luz.

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