|
Getting your Trinity Audio player ready...
|
En una ocasión le di la vuelta a La Habana buscando bombillas eléctricas, y al regresar, derrotado, descubrí que un tipo las vendía en su puestecito, una mini ferretería a 50 metros de mi casa. A todos nos ha sucedido eso, tener algo frente a los ojos y no reparar en ello, como aquel personaje de un cuento de Zumbado que quiere dejar a su mujer por otra, cualquier otra que reúna ciertos parámetros, y al final descubre que una de las dos mujeres en la ciudad que cumple con los requisitos es, precisamente, su esposa.
Hay un matrimonio vecino que me cuida el apartamento cuando no estoy en Cuba, y siempre se muestran amables y serviciales. Sabía que él, Paul Chaviano, trabajaba en los Estudios de Animación del ICAIC, y que lo suyo era el stop-motion y las maquetas, pero no fue hasta ahora, que me invitó a ver su colección de piezas antiguas que ilustran la evolución del séptimo arte (y que atesora con la esperanza de que alguna vez devengan muestra permanente en un Museo del Cine en Cuba), que encontré la bombilla.
Junto al desaparecido Héctor García Mesa, director de la Cinemateca y amigo suyo, Paul comenzó en 1984 a reunir viejas cámaras y proyectores que han sido utilizados en nuestro país desde la introducción misma del cinematógrafo, en 1897. Desde entonces, sucesivos presidentes del ICAIC se han mostrado, en principio, interesados en crear un Museo que exhiba y preserve las valiosas piezas… pero todos han terminado echando el proyecto a un lado. Hay una especie de malsana coherencia en asumir que la Historia no es un artículo de primera necesidad, que entender la evolución del pensamiento y la tecnología es un lujo para cuatro gatos y que al día de hoy la gente es feliz con comer y tener un móvil donde, si les da por husmear en el pasado, pueden mirar documentales sobre la Segunda Guerra Mundial o la vida de los famosos.
Entre las reliquias que Paul guarda y repara hay cámaras oscuras y zootropos, esos precursores de la fotografía y la imagen cinematográfica, respectivamente. No es la primera vez que veo objetos semejantes (en museos de España y Alemania y, desde luego, en películas), pero nada como una explicación personalizada y la posibilidad de sostener un zootropo en la mano y sentir lo que debieron sentir nuestros tatarabuelos cuando vieron moverse fluidamente esas figuritas. Hay también cámaras francesas Pathé, con la típica manivela a un costado que todavía la gente hace la mímica de girar para referirse al acto de filmar; antes de la estandarización de los formatos tradicionales —8 mm, 16 mm, 35 mm—, algunas utilizaron película de 9,5 mm, empaquetada en pequeños cassettes. Hay cámaras inglesas y norteamericanas, está la primera cámara que se utilizó para reportajes, están los artilugios que permitían empalmar a mano los trozos de película… Todo eso en buen estado de conservación gracias a Paul, pero arrinconado en un local, aguardando su día.
No son solo los ingenios tecnológicos: vi fotos del proceso de trabajo con Juan Padrón. Vi otra que mostraba a Quino fascinado con la maqueta de la casa de Mafalda, realizada por el estoico animador en base al estudio de los dibujos del genio mendocino. (Paul le regaló incluso un diminuto modelo del auto que conducía el padre de Mafalda; el objeto está ahora en el museo de Buenos Aires dedicado a su obra). Como esas, descubrí centenares de piezas diseñadas por Paul para películas de animación dirigidas por otros o por él mismo; sin ir más lejos, del set para el estupendo corto 20 años (2009) de Bárbaro Joel Ortiz. Y es que buena parte del trabajo de mi vecino consiste en llevar la historia desde el guion al taller, concebir y fabricar los artilugios y locaciones precisos, a menudo con toques de humor invisibles a primera vista. Admiré igualmente el proyector con que el personaje de Luis Alberto García va de pueblo en pueblo en El elefante y la bicicleta (1994) de Juan Carlos Tabío. Y mientras contemplaba todo aquello me venía, irremediablemente, la imagen del taller de Gepetto en la inquietante versión del clásico de Collodi realizada por Disney en 1940.
Es sabido que para el profano una película es del actor principal; así escuchamos frases del estilo «¿viste la última de Brad Pitt?». Luego, con un poco de información básica, atribuimos la obra a su director… y por lo general hasta ahí llega nuestro concepto de cineasta. En la King Kong (2005) de Peter Jackson, el especialista en grabar el sonido directo se emociona hasta el borde de las lágrimas cuando la-muchacha-de-la-película, interpretada por Naomi Watts, elogia su trabajo y se declara fanática suya… aunque en verdad lo ha confundido con el actor protagonista. No es para menos: la miríada de especialidades que hacen posible el cine permanece invisible fuera del ámbito profesional. Si se piensa bien, nadie ama tanto el milagro cinematográfico como esos escenógrafos, sonidistas, luminotécnicos, maquillistas y fotógrafos que se rompen el lomo para llevar a vías de hecho la visión del director. Bueno, uno de esos incondicionales es vecino mío.
Aunque hay otra colección parecida en Santiago de Cuba (reunida también de manera personal por Bebo Muñiz, no como iniciativa de las autoridades culturales) y tres o cuatro cámaras vintage en el lobby del ICAIC, y si bien a cada rato, cuando es el aniversario cerrado de algo, le piden a Paul varios artefactos selectos para montar una exposición efímera en sitios como un salón del primer piso en el cine La Rampa, lo cierto es que no existe un Museo del Cine en Cuba y que el día que mi vecino se canse y lo mande todo a la mierda (cosa que estoy seguro de que no hará, pero podría hacer) esas piezas corren el albur de ser tiradas a la basura o recolocadas en un almacén como el que aparece a final de Raiders of the lost ark (1981), aunque mucho menos conspicuo que aquel. Y con ellas desaparecería una parte no desdeñable del patrimonio cultural de la nación, la que atestigua que en Cuba se ha hecho cine con inventiva y talento: cine imperfecto a veces, oficialista o independiente, elitista o popular, pero nuestro. Y no tan amargo como pensarían muchos.


Gracias por tan valiosa información. Esperemos algún día se haga ese Museo del Cine, pero en Sancti Spiritus llevamos más de una década tratando de atesorar obras visuales de artistas espirituanos de distintas generaciones en un Museo, el Museo de Artes Visuales Fayad Jamis, y seguimos esperando con la paciencia de Job.
Me alegra mucho se haya referido al Museo de la Imagen,en el reparto Vista Alegre,Santiago de Cuba.Bella iniciativa de Bernabé Muñiz Guibernau.
Caray!..muy necesario un artículo como éste y cuán invisibles son personas que tras cámaras hacen una labor tan hermosa como su vecino. Ojalá un museo sobre el cine cubano y sus caminos, siempre difíciles, tenga espacio algún día, en un local y también en el cerebro de quiénes dirigen ahora nuestros derroteros cinematográficos. Esas maquetas que describe son todo un universo del que mucho podrían aprender las actuales y nuevas generaciones, que gusto poder apreciarlas al detalle y conocer las soluciones materiales para confeccionarlas, mucho de investigación, sutilezas ,ingenio y creatividad hay en ellas. El agradecimiento a su vecino y a usted por el artículo de éste domingo.