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En los últimos días el fantasma de Platón y, más que fantasma, su genio, ha sobrevolado la crisis en el Medio Oriente, cual reencarnación inequívoca de aquella máxima del maestro griego: «el precio de desentenderse de la política, es el ser gobernado por los peores hombres».
Lo que ha ocurrido en Siria, la caída del régimen antidemocrático de Bashar Al Assad, luego de 13 años de guerra civil, cientos de miles de muertos, millones de desplazados y un país destruido, deja varias interpretaciones, no solo asociadas a la historia, sino también a la política y, consigo, al periodismo y a la comunicación mediática.
Aunque diametralmente opuesta en cuanto a geografía y cultura, la realidad que hoy vive ese país árabe también deja lecciones para el mundo occidental, incluyendo Cuba, particularmente ante sus retos inaplazables, desagravios y vicisitudes.
No empire is eternal
Los imperios no son eternos. Los pueblos oprimidos por gobernantes de apellidos eternizados, aunque inicialmente los veneraban y complacían —cual tradición servil y humillante que no aporta a la masa en espíritu ni en carne— son los que terminan rebelándose y transformando el curso de la historia. Pues en casi todos los siglos que la humanidad alcanza a contar marcha atrás, existen ejemplos de derrocamientos de regímenes totalitarios, más allá de ideologías, religiones, dogmas y culturas asumidos.
Así cayeron cercas de 20 dinastías que gobernaron el territorio chino y más de sus confines por de cuatro mil años; otras 30 que forjaron el riquísimo legado egipcio; el imperio romano; el antiguo y extenso reino de España, en el que siempre era de día por tener regiones en todas las latitudes del planeta; o el imperio napoleónico; o el Tercer Reich; o, más recientemente, gobiernos antidemocráticos del Medio Oriente, los que vieron el ocaso de sus días a raíz de levantamientos populares (2010-2012), denominados conjuntamente primavera árabe.
Así cayeron cercas de 20 dinastías que gobernaron el territorio chino y más de sus confines por de cuatro mil años.
Como fichas de dominós, colocadas una delante de otra de forma vertical e impulsadas desde afuera, cayeron los gobiernos de Zine el Abidine Ben Ali, en Túnez; Hosni Mubarak, en Egipto; Muamar Gadafi, en Libia, Ali Abdullah Saleh, en Yemen; y Abdelaziz Buteflika, en Argelia; cuyos regímenes implementaron durante décadas sistemas teocráticos que favorecieron el dominio y la exclusión política y religiosa de numeras etnias. Mientras, la Siria de Bshar Al Assad no cedió en ese momento. Tal vez, hubiera sido preferible. Desde entonces, la nación árabe se vio volcada en una guerra civil que, lejos de terminar con el reciente abandono del país del dictador y de su familia, exiliados en Moscú, parece que solo retomará nuevos cauces y cambiará de bandos enfrentados.
A pesar de los años de resistencia, la flaqueza económica y moral del gobierno sirio y del sistema que defendió, y sumando la muerte de cientos de miles de personas, se terminó de constatar una vez que los principales aliados del régimen no pudieron, o no quisieron, perder más recursos en otra sabida crónica de una muerte anunciada. Rusia, envuelta en la desgastante invasión a Ucrania, e Irán, inmerso en sus altercados directos e indirectos con Israel y el genocidio en Gaza, no apoyaron como otras veces al Al Assad, quien presumió siempre tener una reputación impía.
Bashar, heredero de su padre Háfez, sin más mérito que el de portar el apellido y recibir de primera instancia la obediencia del ejército y las instituciones políticas del país, gobernó desde el año 2000 con mano dura, sin el respaldo de la mayoría, y violando libertades individuales y colectivas avaladas en la Constitución. Durante su mandato no logró resolver los problemas económicos de la nación y con el «graso error» —nótese la ironía— de no ser simpatizante de las políticas internacionales establecidas por Estados Unidos y sus aliados. Finalmente, y también con el no extraño empujoncito externo —como la fila del dominó que es impulsada por alguien desde afuera— fue derrocado el régimen sirio, como último bastión de fuego de la primavera árabe que quedaba sin desenlace.
Tras varios años de enfrentamientos de grupos extremistas con el gobierno, los cuales más que la libertad y el bienestar del pueblo sirio han añorado y añoran el poder, evocado desde el concepto a través de la religión y ganado en la praxis con intimidación y sangre, dejan un legado oscuro llamado terrorismo. Ahora pretenden borrarlo en nombre del bien añorado derrocamiento de la familia Assad.
«Rebeldes» o «terroristas» según convenga
En las últimas dos semanas diversas fuerzas rebeldes, algunas de ellas terroristas confesas e internacionalmente perseguidas, comenzaron a avanzar de forma simultánea desde las periferias del país, replegando al ejército del gobierno de Siria ciudad tras ciudad. El movimiento armado fundamentalista Hayat Tahrir al Sham (HTS, Organización para la Liberación del Levante), encabezó la ofensiva de los grupos insurgentes, bajo la guía militar de Abu Mohammed al Jawlani, cuyo nombre real es Ahmed al Sharaa. Pero… ¿Quién es este personaje? ¿Qué es realmente el movimiento que lidera? Como todo, o casi todo en este mundo, depende de la graduación de los espejuelos y de la postura política con que se quiera observar.
El periodismo de los grandes medios internacionales por lo general muestra la cara que se adapta a sus conveniencias políticas y económicas. En ese sentido, ahora la comunicación mediática, dominada en su mayoría cuantitativa y cualitativa por medios occidentales, nombra «terroristas» o «rebeldes», «líder» o «fundamentalista», «enemigo» o «aliado» a las mismas personas o grupos. ¿Es que tan variables se antojan las agendas mediáticas ante los giros de la historia? Pues sí, son cambiadas, de forma intencional, aunque con tapujos públicos, para persuadir a las audiencias e ir inclinando la opinión pública de forma paulatina hacia nuevos nichos, en función de las necesidades políticas del momento.
El periodismo de los grandes medios internacionales por lo general muestra la cara que se adapta a sus conveniencias políticas y económicas.
No importa la ideología imperante. El periodismo no revolucionario, o sea, el que es conservador ante las dinámicas cíclicas de la política, bien maquilla el tsunami llamándolo ola, o nombra pequeños tsunamis a las olas mayores de una tempestad común. Dicha variabilidad del contexto mediático internacional entorno a la situación nacional siria insta a revisitar el término filosófico «enemigo común», del que hablara hace más de tres décadas el gran pensador Noam Chomsky, quien aseveró que, ante la no existencia de grandes propiedades mediáticas alternativas al poder hegemónico, la comunicación en los medios tradicionales y más consumidos continúa subordinándose a poderosos intereses políticos y económicos.
Si bien la prensa internacional no ha dejado de mencionar que el HTS ha sido clasificada como una organización terrorista por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, por sus genocidios contras civiles, fundamentalmente de comunidades kurdas, chiitas y cristianas, y que el gobierno de Estados Unidos ofrece una recompensa de 10 millones de dólares por información certera que conduzca a la captura de Al Jawlani por los vínculos pasados con Al Qaeda y el Estado Islámico, el nuevo «líder» sirio y su milicia, ya convertida en movimiento político-religioso, han acaparado titulares como actores fundamentales de un cambio inaplazable para el pueblo sirio: el derrocamiento de Bashar Al Assad.
Realmente han sido pocos, muy pocos, los textos que ahondan con perspectiva holística el problema, atajando la honestidad profesional en el cerco mediático de la política y relegando hasta la oscuridad la necesaria luz que demanda Siria: la paz. Sin embargo, ¿habrá paz con terroristas y fundamentalistas queriendo el poder en un país devastado por la guerra y con una larga tradición de enfrentamiento entre distintos grupos étnicos y religiosos? Esa respuesta solo la sabremos en los próximos años. Mientras, la paz y el bienestar nacional del pueblo sirio y del Medio Oriente continuará siendo un sueño anhelado. Por el momento, la situación no parece ser mejor para mujeres, minorías étnicas y religiosas, o personas con orientaciones sexuales e identidades de género diferentes a la norma.
Interpretaciones que se desgajan del árbol de la libertad
De este dramático contexto se pueden sacar diversas lecciones políticas y de vida.
El ejercicio del poder de un mandatario, mientras más corto temporalmente y más transparente sea en su gestión, mejores dividendos consigue para la nación. No en vano en la España post franquista se suele comentar sobre el autoritarismo establecido en épocas del militar, devenido «Caudillo por la Gracia de Dios» tras la guerra civil: si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente.
La historia demuestra en su día a día que, salvo muy pocas excepciones, que en países con sistemas teocráticos, unipartidistas o monarquías absolutas, las decisiones de Estado suelen recaer de forma invariable en una o unas pocas personas, naturales y jurídicas; sin que exista la posibilidad real —amén de leyes o normas escritas en un papel y no aplicadas— de fiscalizar desde la ciudadanía y la civilidad el ejercicio del poder de los «elegidos» o «representantes del pueblo». Y, entiéndase «pueblo», no como una masa homogénea, sino cual la sumatoria de los distintos grupos, facciones, y clases sociales que conforman la sociedad. Por tanto, este concepto puede abordarse tanto desde el punto de vista marxista, vinculado directamente con el poder sobre la economía individual y colectiva y de sus medios de producción, como desde la expresión práctica de las garantías de libertades individuales y colectivas, sobre todo en cuanto a la inclusión política, religiosa y cultural.
En países con sistemas teocráticos, unipartidistas o monarquías absolutas, las decisiones de Estado suelen recaer de forma invariable en una o unas pocas personas.
Es por ello que el poder político —subordinado siempre a una ideología y no importa cuál sea—, no se puede heredar o mantener por decreto, pues esos actos, no solo violan en sí los principios de la democracia que supuestamente insta a preservar el gobernante heredero, sino que termina minando el capital político del sistema que lo ampara, y por tanto, culmina finiquitando su propia existencia. La denominada democracia liberal de los países occidentales aprobó ese examen político desde el pasado siglo: cambian sus gobernantes para no cambiar su sistema.
Créase. La transparencia en la gestión de gobierno debe ser directamente proporcional a la posibilidad práctica de su fiscalización por parte de los ciudadanos y, por ende, estos deberían tener siempre la posibilidad de elegir y quitar funcionarios y gobernantes a través de mecanismos democráticos y legales.
¿Y tiene todo lo anterior relación con Cuba y su realidad contemporánea? Amén de opiniones diversas, sí.
El derrocamiento de un gobierno despótico y antidemocrático como el sirio, no es un hecho aislado en términos históricos para nuestro país. La Revolución del 30, si bien no triunfó —como aclarara Raúl Roa en su trascendental frase: «se fue a bolina»— porque no logró resolver los profundos problemas económicos y sociales de la nación, trayendo consigo una alternancia imprudente de mandatarios y gobiernos en los años venideros al derrocamiento del general Gerardo Machado, consiguió el paso inicial: echar al tirano. En 1933, el mismo pueblo que supuestamente lo había elegido ocho años antes por la «vía democrática» estuvo a punto de lincharlo.
El derrocamiento de un gobierno despótico y antidemocrático como el sirio, no es un hecho aislado en términos históricos para nuestro país.
Similar situación corrió otro dictador, Fulgencio Bastita, quien ni elegido ni deseado huyó del país, luego de siete años de régimen militar sin respaldo popular. A diferencia de Machado, Batista se había agenciado el poder luego de un golpe de estado en 1952, el cual privó a Cuba de las que, probablemente, resultarían las elecciones más necesarias en cuanto a agenda política desde la instauración de la República.
Dos pruebas cercanas en el tiempo y espacios cubanos, que ratifican que el ser humano, necesariamente defectuoso —por naturaleza y por espíritu— no olvida, ni perdona, y siempre buscará la solución a sus problemas, incluso con el uso de la fuerza si fuera preciso. Así lo avizoró antes de ser asesinato el fundador de la Joven Cuba, Antonio Guiteras, ante el advenimiento de la Revolución del 30; así lo implementó Fidel Castro en la década de 1950, con la conducción del único proceso revolucionario que ha triunfado en la historia de nuestra Isla.
No obstante, el país caribeño hoy también está atravesando un momento clave que pudiera cambiar el cause de su historia. Una eternizada crisis económica que ha puesto en jaque o, incluso, perdido varias de las llamadas «conquistas históricas» de esa Revolución: con servicios públicos descuidados, una zona creciente de la población que vive visiblemente en situación de vulnerabilidad, sumada a una respuesta autoritaria del Estado ante los reclamos de la población, son una de las tantas causas que siguen fraccionando el consenso político nacional.
Sí. Algo queda claro. Cuba no es Siria. La cultura e historia cubanas distan de las de la nación árabe. Pero, para bien o para mal, los seres humanos continuamos siendo los mismos. La nueva caída de un sistema autoritario en el «lejano oriente», que presumiblemente será relevado por otro igual o más restrictivo —aunque de mayor conveniencia a los ojos occidentales— nos invita en este lado del mar a reflexionar sobre el peso del poder, la resistencia de los pueblos, la manipulación mediática y las consecuencias de los intereses externos en el devenir un país.


Exelente!
Coincido con la mayor parte de tus conclusiones David. Ciertamente creo que cuando de regímenes autoritarios se trata, siempre es importante llamar la atención sobre aspectos como los geopolíticos, los relacionados a la manipulación mediática y el propio escrutinio de ls pueblos. Creo que la analogía que estableces con Cuba es plausible en este sentido. También coincido en el hecho de que el recién depuesto presidente de Siria gobernó de modo autoritario, abiertamente brutal en muchos casos, y esto creó condiciones para un levantamiento popular violento. En particular, la forma en que él decidió apagar la primavera árabe en Siria contribuyó decsívamente a este desenlace, el cual fue aprovechado por interéses foráneos, sobre todo occidentales, para sus propios fines.
Sin embargo no sé si coincido necesariamente en la afirmación de que mientras más corto el período de mandato, mejor los resultados. Existen en mi opinión, demasiados contra-ejemplos. Paises como Colombia, Guatemala, el Salvador (dos períodos no consecutivos hasta las reformas de Bukele) Paraguay, Filipinas o Armenia, entre otras naciones, tienen un sólo período de mandato en sus constituciones políticas y nada de esto ha contribuído necesariamente a mejores réditos. Por otro lado, en países europeos industrializados cómo Belgica, Espania, Noruega, Holanda, Dinamarca o Gran Bretania, comúnmente asociados con la noción de democracia organizada, todos ellos monarquías constitucionales en realidad, los primeros ministros tienen períodos indefinidos, siempre y cuando mantengan el apoyo de sus respectivos parlamentos. Creo que el asunto es más complejo y necesariamente implica aspectos de la cultura política y la historia. Pero el punto es que la evidencia sugiere que los buenos dividendos de un mandato no dependen necesariamente del tiempo de mandato, sino de que sea un mandato legítimo y transparente, cosa en la que si coincido contigo.
Todo lo anterior, además, también aplica lo mismo a sistemas parlamentarios (como Alemania), sistemas presidenciales (como los Estados Unidos) e incluso a sistemas unipartidistas (como Vietnam y China). Aunque el asunto con las monarquías absolutas y la dificultad intrínseca en poder fiscalizarlas apropiadamente es un hecho cierto, ni siquiera en este caso se cumple absolutamente la regla del mal poder, pues, como la evidencia histórica muestra, en muy pocas ocasiones pudo un monarca absoluto decididamente ejercer poder absoluto (muchos de ellos estando en períodos prolongados de deuda en contra de su voluntad). Una cosa es la retórica sobre el poder y otra cosa es el ejercicio efectivo del mismo. Cierto, en lugares como Arabia Saudita nunca se ha efectuado una elección, pero el Vaticano funciona muy bien. No estoy, naturalmente, recomendando a las monarquías absolutas, mi puento es que todos estos asntos del poder y su legitimación son más complejos de lo que a veces desearíamos.
También discrepo con el hecho de que el poder del estado se distribuye en pocas manos sólo en sistemas to «teocráticos, unipartidistas o monarquías absolutas». En primer lugar, la evidencia reciente y no reciente nos muestra como en las denominadas democracias liberales, en particular, pero no únicamente, su epítome moderna, Los Estados Unidos, el llamado «estado profundo», un grupo relativamente pequenio de individuos con mucho poder, totalmente desconectados de los dilemas partidistas, es el que toma las decisiones. El descomunal poder del capital financiero adiciona otro elemento de interés en este sentido. En segundo lugar, el hecho de que el poder se distribuya en pocas manos no implica necesariamente que los resultados de su ejercicio sean negativos. Por supuesto, deseamos poder popular fiscalizador y democracia porque la posibilidad de la participación activa de los ciudadanos en la vida política puede evitar que personas incompetentes o malvadas asuman el poder. Esto, por cierto, refleja una idea central en la filosofía política de Platón, autor con cuya cita (atribuida a él, pero comúnmente vista como una paráfrasis moderna, probablemente de algún pasaje de los libros VI y VII de La República) comienzas tu artículo. Sin embargo, dicha frase no debe ser atribuida a una defensa de la democracia, cuestión con la Platón tenía serias dudas (como él describe en el libro VIII de La República), siendo la noción del filósofo-rey, su ideal de gobierno.
Ciertamente, ningún imperio es eterno, pero creo que no se debería establecer una equivalencia entre los imperos chino, egipcio o romano (el cual, sin embargo, tenía un senado) con los regímenes autoritarios contemporáneos. Si bien existen paralelismos obvios como la concentración de poder en una figura central, el uso de a fuerza para mantener el orden o el control ideológico, estos tienden a ser superficiales en el caso de esta comparación pues, en mi opinión, no toma en cuenta el hecho de que ambas entidades operan en marcos esencialmente distintos, de modo que la equivalencia no estaría justificada. Por ejemplo, los imperios antiguos y modernos generalmente se definen por su afán de expansión territorial, sus narrativas universalistas, sus structuras administrativas complejas y su duración prolongada. Por su parte los gobiernos autoritarios contemporáneos se enfocan en el control interno, y el hecho de basarse en un lider fuerte, tienden a carecer de estructuras administrativas avanzadas y dependen de redes clientelistas y lazos familiares o tribales, lo que los hace frágiles comparados con los sistemas imperiales centralizados. Esto también hace que estos regímenes suelan ser transitorios a largo plazo, ya que sus redes de apoyo son relativamente limitadas y puede colapsar rápidamente (como vimos con la Primavera Árabe). Una equivalencia real entre los imperios y los regímenes modernos no aplica y puede crear confusión, aún cuando la referencia se utilice en el texto de modo metafórico.
Hay otra, a mi modo de ver, imprecisión, sobre la que me gustaría comentar brevemente. Cuando te refierens a estos gobiernos autoritarios, dices que estos regímenes «implementaron durante décadas sistemas teocráticos». Esto no coincide con la evidencia. Si bien estos regímenes explotaron la retórica y el simbolismo religioso en algunos casos, los mismos se ubican definitivamente en el campo de los estados seculares modernos, pero de corte autoritario. En ninguno de estos casos el estado se subordinó a las instituciones religiosas y su control del estado se basó en pragmatismo y en el nacionalismo. De hecho, mientras estos gobiernos fueron brutales y represivos, lo cierto es que se colocaron decidida y explícitamente en contra del poder teocrático, al cual veían como amenaza a su poder polítco e ideológico. Estos regímenes tienen su génesis en ideologías seculares nacionalistas como el socialismo árabe o el pan-arabismo. Una mirada rápida a la diversidad existente en Siria nos saca rápidamente de toda duda.
Por último aprecio tu llamado de atención en torno a los deberes del periodismo en circunstancias como las de Siria. Realmente el periodismo mainstream, ha ignorado por completo todas las aristas del tema y ahora tiende a elogiar a un lider militar que era considerado un terrorista internacional hasta hace poco. Coincido en el hecho de que lo más probable es que las cosas no vayan necesariamente mejor en este país a partir de ahora.