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Recuerdo a una amiga diciéndome años atrás que no entendía que me encantaran los Rolling Stones: «es un grupo viejo, esa es música vieja», argumentaba. «Entonces al que le guste Mozart está embarcao», repliqué. «También es verdad», admitió, tras un par de segundos en que no supo qué contestar.
Es hasta cierto punto comprensible que las nuevas generaciones no se sientan atraídas por los grandes clásicos y los grandes maestros del cine, habiendo como hay tantos estrenos, tantas series de Netflix o coreanas o turcas, tanto programa televisivo de chismes o sicología barata o de Historia más barata todavía, tanto video viral en redes sociales para convencerte de que si te pierdes la última novedad tu vida no vale la pena. Encima, el cine de antes es a menudo en blanco y negro, modas y maquillaje resultan ridículos y los efectos son de palo. Y si es así para el cine americano, ¿quién querría sonarse una película japonesa de mediados del siglo pasado?
Por suerte, muchísima gente lo ha hecho y, aunque el camino fue largo y difícil, el cine occidental terminó admitiendo su deuda con el trabajo de Akira Kurosawa y otros autores nipones. Rashomon (1950), basada en textos de Akutagawa, fue la pieza que rompió el hielo, constituyendo una auténtica sorpresa a partir de su inclusión (por primera vez para una obra que no era norteamericana o europea) en la selección oficial del Festival de Venecia en 1951.
Es difícil sobrestimar la influencia posterior de la película. La estructura narrativa, a partir de versiones diferentes de un mismo suceso según el punto de vista (y los consecuentes sesgos) de los testigos, ha sido bien digerida por directores del rango de Quentin Tarantino, Milcho Manchevski (Before the rain, 1994) o Bryan Singer. La imposible aprehensión de la verdad, la relatividad del relato histórico, la ruptura del hilo narrativo tradicional (salto del presente al pasado, luego de nuevo al presente, más tarde a otra versión del pasado) causaron tanta conmoción como la irrupción de sonoridades lingüísticas y arboladuras estéticas hasta entonces relegadas a papeles secundarios, a menudo caricaturescos y negativos, en el cine occidental.
Takashi Shimura (el eterno viejo del cine japonés, ese anciano omnipresente no solo en la obra de Kurosawa, sino en la de Ishiro Honda y muchos otros, incluyendo algún episodio de la saga de Zatoichi) y Toshiro Mifune devinieron rostros conocidos fuera de su archipiélago natal; Mifune sería contratado para una película mexicana (Ánimas Trujano [1961] de Ismael Rodríguez, y para varias producciones europeas y norteamericanas, incluyendo 1941 (1979) de Steven Spielberg y la serie Shogun (1980). Actores y actrices asiáticos empezaron a ser descubiertos, valorados y cotizados.
Pero ese fue solo el comienzo. De hecho, no lo era para el propio Akira, quien llevaba años dirigiendo películas y enfrentando la censura y el sentimiento sombrío que predominaba en el Japón de posguerra. Otro título de 1950, Shūbun (Escándalo), revisado a día de hoy revela una actualidad casi prodigiosa: a un pintor (Toshiro Mifune) lo fotografían junto a una cantante que acaba de conocer (Yoshiko Otaka, quien años más tarde también trabajaría en Hollywood); la prensa sensacionalista publica la foto sugiriendo un romance entre ambos, la opinión pública se traga la historia, el pintor y la vocalista contratan a un abogado (Takashi Shimura, ¿quién si no?) para demandar al periódico que echó a rodar el bulo… Aunque la historia ponía sobre el tapete la cultura norteamericana, esos hábitos occidentales que se consolidaban en Japón, uno no puede menos que pensar en el lado más sórdido de las redes sociales…
Ikiru (Vivir, 1952), protagonizada (¿quién lo diría?) por Takashi Shimura, nos relata el cambio de actitud de un funcionario de cierta edad al que se le declara una enfermedad mortal, y comprende entonces que ha vivido una vida vacía, pero todavía puede encontrarle sentido… y lo halla en la amistad de una chica y en conseguir que llegue a buen término un pequeño proyecto social beneficioso para la comunidad. Living (2022) de Oliver Hermanus, es una estupenda adaptación británica; el papel del funcionario corre a cargo de Bill Nighy (uno de esos actores ingleses que hemos visto en miles de películas pero nunca nos acordamos de su nombre, ni estamos seguros de cómo se pronuncia). Y es que se trata de una historia universal y hermosa, que nos trae a la memoria el Carpe diem de Dead poets society (1989) de Peter Weir. Por cierto, Kurosawa se inspiró a su vez en un texto de León Tolstoi…
Entonces, en 1954, llegó Shichinin no samurai (Los siete samuráis), y el cine volvió a cambiar.
Invariablemente incluida (junto a Rashomon y otras del cineasta) en las listas de las mejores películas de la historia, esta obra no solo es reverenciada por el público y la crítica, sino que otros realizadores la han fusilado en la misma costura. Siete guerreros contratados por unos pobres aldeanos para luchar contra los bandidos que año tras año les arrebatan las cosechas… Como es obvio, los combatientes no aceptaban por dinero, sino por la vieja noción, presente en todos los Códigos del Honor (y, a la postre, casi siempre desatendida), de luchar por la justicia y defender al débil contra el fuerte. Como premisa resultaba tan atractiva que fue recolocada en el ambiente del Oeste en The magnificent seven (1960) de John Sturges, en el espacio en Battle beyond the stars (1980) de Jimmy Murakami, en el microcosmos de los insectos en A bug’s life (1998) de John Lasseter y Andrew Stanton para Pixar… Sin embargo, la pieza original de Kurosawa (esto les tomará de sorpresa: con Toshiro Mifune y Takashi Shimura) es la matriz, la original, la mejor.
Shichinin no samurai fue la primera en una serie de películas del cineasta en que la casta de los guerreros al servicio del Shogún (o rebelados contra él) quedaba en primer plano. En Kakushi toride no san akunin (La fortaleza escondida, 1958), célebre por su magna puesta en escena, seguimos a dos campesinos humildísimos que pasan el tiempo discutiendo pero no pueden estar el uno sin el otro; gente de la clase que es reclutada a la fuerza para todas las guerras y trata de desertar enseguida, o por lo menos de alejarse del epicentro de la batalla; en este caso, hasta que encuentran a un general que viaja con una princesa. El general, lo crean o no, es… el buen Toshiro. George Lucas, gran admirador del maestro nipón, se inspiró en los dos campesinos de marras para crear a C-3PO y R2-D2.
Digámoslo de entrada: Yojimbo (1961) está igualmente protagonizada por Mifune, y Shimura también tiene un papelito. Un ronin (samurai errante) ofrece alternativamente sus servicios a dos clanes enfrentados por el control de un pueblecito. El artífice del western spaghetti, Sergio Leone, copió esa idea (y algunas más) en Per un pugno di dollari (1964). Es fama que Kurosawa le dijo «He visto tu película. Es una muy buena película. Desafortunadamente, es mi película» y lo llevó a juicio, que ganó. Me encantan Sergio Leone y Clint Eastwood, pero ser buena gente no es sinónimo de ser comemierda, aunque no siempre resulte fácil descifrar a un japonés…
Tengoku to Jigoku (El infierno del odio, 1963) se desarrolla en ese presente, los años sesenta. Un ejecutivo de una fábrica de zapatos (Toshiro Mifune) recibe una llamada en que le exigen un elevado rescate por su hijo, al que acaban de secuestrar. Aunque ceder lo llevará a la ruina, el tipo está dispuesto a pagar… pero entonces se descubre que el niño raptado no es su hijo, sino el del chofer, pues los chicos jugaban juntos a los cowboys e intercambiaban sus disfraces. Claro, ahora el ejecutivo no quiere soltar el dinero, pese a los ruegos del chofer… Ahí se los dejo. Es un thriller en toda regla, magistralmente desarrollado, con giros inesperados y personajes extremos. Por cierto, aunque la película es en blanco y negro, en cierto momento hay un detalle en color, humo rosado que sale de unas chimeneas, recurso que Spielberg retomaría en Schindler’s list (1993) para el vestido de la niña…
Me he referido brevemente a siete ejemplos del genio de Kurosawa; cualquiera de ellos bastaría para encumbrar a un realizador. Hubo muchos más: en Cuba fueron famosas las dos películas sobre el judo (Sugata Sanshiro, 1943; Zoku sugata sanshiro, 1945) y aún más el remake homónimo de 1965 por Seiichirô Uchikawa; Kimonosu jo (Trono de sangre, 1957) inspirada en el Macbeth shakespeariano; la coproducción soviético japonesa Dersú Uzalá (1975), etcétera. Y miren, hay directores muy importantes en la historia del cine que yo no soporto (lo que obviamente no es un problema de ellos, sino mío), así que no estoy recomendando ladrillos: Kurosawa es de los más brillantes realizadores que han existido, todos los grandes después de él estudiaron y se nutrieron de su estilo, sus películas las recorre un humor que las torna irresistiblemente próximas. Sobre todo, uno puede contar con que siguen siendo apasionantes.
Y con Toshiro Mifune.


Por suerte Kurosawa me lleva directo a mi infancia en la que mi padre era el proyeccionista del único cine del pueblo, aún me veo asomada al hueco del proyector preguntándome cómo aquel halo de luz podía convertirse en aquellas personas tan diferentes que veía en la pantalla. Tenía cuatro años cuando vi por primera vez Rashomon, y por supuesto, no entendí nada pero ella y otras películas prepararon el camino para que luego me convirtiera en una devota de «las películas viejas» favoreciendo así mi vuelta a Rashomon y a Don Akira en su totalidad. Asombran y seguirán asombrando sus filmes tan japoneses y a la vez tan universales, el profundo conocimiento de la naturaleza humana que muestra éste director y su forma de llevarla a la pantalla grande de manera que resuenan en cualquier latitud aunque los protagonistas vistan kimonos y hagan sonidos guturales.
Muchas gracias profesor por el recorrido, de lujo ésta columna y su manera «otra» de contarnos el cine.
Muy interesante esta columna,y este trabajo sobre el cine japonés, particularmente Kurosawa y Mifune.Mi primer recuerdo de ir a un cine fue Sanjuro y sería por éso que las películas de samurai de esa época son mis preferidas.Cuando inicié mi experiencias «streamista» la primera palabra qué tecleé fué «Ichi».Hay una version menos vieja que a mí nada me gustó, quizá a otros sí pero en mi opinión hay obras que no admiten versiones,como «Back to the future» por ejemplo,o para apartarnos del cine «We are the world».
Excelente Post
En «Los Siete Magníficos,» los americanos lograron un acuerdo con Kurosawa: Él se quedaría con todas las ganancias que tuviese la película en Japón. Esa fue la película que más
dinero le produjo al director japonés.
Muchas gracias, Eduardo. Como siempre, resultas de lo más didáctico. Hasta el punto de hacernos saber cosas que antes al menos yo, ignoraba.
Mi experiencia y conocimiento respecto al cine japonés se limita a tres o cuatro de esos nombres y como a media docena de películas, la mayor parte en televisión. Películas que siempre me dejan con una sensación extraña, quizás por que extraña me parece esa gente.
«Los Siete Magníficos «: Los americanos consiguieron un acuerdo con Kurosawa por éste film. Le dieron al japonés todas las ganancias que el film tuviera en Japón, pará que no los demandara por los derechos de autor, y ésta fue la película que más dinero le produjo a Kurosawa.
«The last duel» de Ridley Scott es Rashomon a la cara.
Yojimbo ( El Bravo), se ha hecho muchas veces con otros nombres. El último que recuerdo es » Last Man Standing, » con Bruce Willis.
Gracias por tus comentarios.
Buena nota, la comparto con los lectores de https://www.facebook.com/CubanuestralaprimeradeEscandinavia/
Vale, pero no puedo entrar al enlace para ver mi propio texto en tu revista…