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Sergio recuperó la conciencia en un túnel húmedo y sin luz. Acostado sobre la espalda, no podía separar los brazos más de quince centímetros del cuerpo. Tampoco tenía espacio para maniobrar con las piernas y se le dificultaba respirar…. Es lo más parecido a estar enterrado vivo, pensó. Para no gritar con los siete chacras, apretó las mandíbulas, los ojos y todos los músculos hasta que le dolió el cerebro y casi se desmayó de cansancio. En esa especie de letargo que le siguió al susto, llegó a la conclusión de que debía ser una broma de alguien. No tenía enemigos con motivos para hacerle daño, y mucho menos instintos suicidas para meterse por sí solo en un lío semejante. Lo otro era que aún estuviera dormido. Esa idea logró relajarlo.
Sin mucho esfuerzo, recordó lo que habían sido sus últimas horas: a las 9 de la noche su mujer acostó a la niña y se puso a ver la telenovela, mientras él se comunicaba por WhatsApp con un par de amigos. Uno de ellos estaba pasando las vacaciones en Punta Cana. Cuando regresara a USA le iba a mandar unas pacotillas necesarias: zapatillas, pantalones, pullovers… Sergio le agradeció de corazón y se puso a hablar con el otro amigo sobre la ballesta nueva que estaba armando. «Por la que tú viste me ofrecieron 200 dólares y yo estaba en baja, tú sabes… Poco a poco yo termino esta».

A eso de las 9 y media quitaron la corriente. Se tomó un vaso de agua, subió a la barbacoa, abrió la ventana y se tiró en la cama. Sin velas y ya sin batería para encender la linterna del teléfono, la oscuridad era la misma a la del hueco donde estaba ahora: sofocante y babosa como en la cueva de un cangrejo. Recordó que la mujer llegó al cuarto con un bulto de ropa que había lavado esa tarde, la acomodó sobre una silla y se acostó a su lado sin tocarlo.
Su muestra de amor, de cariño, de solidaridad, fue utilizar una libreta vieja para abanicarse ambos, aunque sabían que, en agosto, en una barbacoa de una casita al final de un pasillo, sería imposible apaciguar el calor y mucho menos la rabia y la frustración que sentían hacia la empresa eléctrica, hacia los dirigentes y hacia un sistema incapaz de garantizar al menos lo imprescindible para llevar una existencia digna. Aun así, se mantuvieron en silencio para hacer honor al pacto al que habían llegado desde la última vez que discutieron por vivir en el país este: el pacto de no gastar energías en quejas que no cambiarían su situación ni la de nadie.
Tras mucho silencio y mucho sudor, Sergio bajó al baño pero se detuvo a medio camino. Abrió el refrigerador y colocó un jarro viejo debajo de la bandeja para recoger el agua con sangraza que saldría de la carne cuando se descongelara. Acomodando mejor los pequeños paquetes, se topó de frente con la cabeza del cerdo que había sacrificado esa misma tarde.

A Sergio nunca le temblaba el cuchillo, ni aunque lo cogiera con la mano deforme, porque no le gustaba alargar el sufrimiento de sus animales. Sin embargo, esta vez dudó y se sintió confuso antes de pinchar el corazón. Se suponía que el puerquito debía crecer hasta diciembre, pero la falta de sancocho para alimentarlo adelantó varios meses su día final. La carne no era mucha, pero igual tuvo que vender buena parte porque se iba a podrir con los apagones. Nadie le pagó la cabeza, y ahora una hilera de dientes amarillos y fríos le sonreía con cinismo amenazante.
Como en una película de terror, un rayo y un trueno hicieron que Sergio soltara una palabrota y a la vez un golpe que debió pegar entre el hocico y los ojos sin vida que lo miraban, pero la boca se abrió muy rápido y Sergio, que no pudo detener la inercia, fue engullido por una gigantesca cabeza sin cuerpo. De algún modo pudo salir directo a las cañerías del corral, convertido en un gran coágulo. Allí se encontraba todavía, atascado en el camino hacia la descomposición, cuando recobró la consciencia.
Recordó que, luego del rayo, el universo se vino abajo en forma de lluvia. El agua se filtró por todas las hendiduras, por las ventanas mal cerradas, por todas las tejas partidas de todos los techos pobres, y se desbordaron los calderos destinados a recoger esa agua con sangraza, esos buches amargos tragados por las madres que alejan los mosquitos de sus hijos, moviendo el aire como si pudieran alejar también todos los males, con un abanico de cartón o de plástico.

De los calderos, la inundación pasó a los barrios, a los campos y a las ciudades; amenazaba la Isla con hundirse, traicionada y sin gloria. El diluvio sería como una mágica rebelión contra ese ente muerto que nos devora día a día, y contra el cual los manotazos individuales que lanzamos no sirven de nada. Sergio, que ya había dado el suyo, se dejó arrastrar de un cauce a otro cada vez mayor, atemorizado por la sensación de diluirse en cada uno de ellos, más que por el inevitable salto al vacío. Cuando al final este se produjo, Sergio pataleó contra viento y marea hasta quedar en un puente con una ballesta en las manos, cinco metros por encima del río apacible. La pesadilla había acabado y recuperó la capacidad de mover el cuerpo.
La mente, sin embargo, continuaba entumecida, aunque sabía lo que era preciso: descubrir un pez, apuntar, disparar la flecha de acero… Llevar comida a casa. Llevar comida a casa. Llevar comida a casa. ¿Dónde lo había aprendido? ¿Qué instinto ancestral lo condicionaba a proveer? Presionado siempre por la supervivencia, por llevar otra vez comida a casa, ¿qué posibilidades tiene un cazador-pescador de soñar —y de luchar por— una vida más cómoda, más justa, más libre? ¿Cuáles circunstancias o poderes mantienen a una persona en la escala más baja, más básica, de las necesidades humanas? Y cuando las manos aferran el cabo del arma y el índice toca el gatillo como al clítoris de una novia virgen, listo para el acto más hermoso y más cruel, ¿la mente se vanagloria de poseer de una vez y para siempre el cuerpo ajeno, o duda por un instante del heroísmo macho, de la violencia predadora?
Comida a casa. ¡Comida a casa!

El índice presiona, la flecha de acero destruye la distancia y se encaja en el agua —que no grita— y en la carne del robalo, que se contorsiona violento para escapar del destino, iluso él. Sergio tira de la pita amarrada a la flecha que atravesó al pez, y con cada metro que lo acerca a sí mísmo, él también muere. Sin dolor, artificialmente. Como el pez, Sergio tiene el espinazo partido, una saeta atravesada de pulmón a pulmón, pero no es reciente ese cuerpo extraño en el suyo. Vienen juntos desde que Sergio nació en esta Isla, en ese barrio de solares depauperados, misérrimos. Dispuesto a liberarse, introduce su mano por su ombligo, sube al estómago, roza el esternón, atrapa con sus dedos el hierro candente y tira para arrancárselo de las entrañas. Abre mucho la boca para que el oxígeno entre. Tiene la cabeza desfigurada por el grito, como en un cuadro famoso. El mundo se convierte en un haz de luz que lo abrasa. Sergio sabe que no puede ser.

Lo otro sería que aún estuviera dormido. Pero ya tendría que haberse despertado y vuelto a dormir y dormido y despertado, y no siente que haya sido así. Le parece que hace minutos sacrificó al puerco, que pasaron segundos desde el pez, y que está a solo instantes de volver a matar para comer como si estuviera en un show televisivo de supervivencia. La diferencia es que esta es su vida real. O no. En uno de sus breves despertares, Sergio piensa en la posibilidad de estar viviendo el sueño de otro.
Esa idea estalla como un chispazo en su cerebro. Lo ciega. Cuando abre otra vez los ojos, camina por un barrio de su ciudad natal mientras grita a voz en cuello: «Fosforeras, se arreglan fosforeras». Es un domingo de sol. Sergio necesita llevar dinero a su casa. Llevar dinero. Treinta pesos por el gas, otros treinta si pone una piedra nueva. Salen las vecinas, agradecidas, ya no tenían con qué encender el fogón; y a un señor muy pobre con alas de humo de tabaco, Sergio le regala un Frankenstein de fosforera, armada con el cuerpo y los gases de otras. Sergio es honesto, no roba, se gana lo suyo sin hacer daño. Está orgulloso de lo luchador que es. Sergio es la fuerza, la energía, y se percibe a sí mismo como un gallo fino con espuelas bien largas.

Está en la valla, nunca le da la espalda a la pelea diaria. Apuesta a sí mismo, salta y ataca directo a la yugular. Escucha a su alrededor los vítores, los aplausos que le dirigen. En su sueño de campeón, se le olvida que está viviendo el sueño de otro.
El día en que todos los Sergios se despierten, el sueño del de más arriba se va a convertir en una gran pesadilla.



Triste la vida de Sergio, su familia y tantos cubanos como él que han visto su frustración en su patria. Doloroso