¿Por qué, para qué y cómo protestamos?

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El acto de protesta es un proceso necesario y consustancial a la propia existencia en sociedad. Protestar es exigir derechos, y como la conquista de derechos es un proceso histórico, también lo ha sido el acto de protestar. Mientras todas las condiciones no estén cubiertas, será lícita la queja; y como las necesidades constituyen un continuo creciente, también lo serán los actos de queja. Sobre por qué protestar, cómo hacerlo y cómo se nos impide, comparto acá algunas reflexiones marginales a un tema harto estudiado, pero siempre pertinente.

Breve historia del acto de protesta

Vivir en sociedad exige, necesariamente, una cesación de derechos. De la vida salvaje en el placer directo, pero cuya realización es peligrosa, la humanidad pasó a un placer retardado, conciliado, pero seguro. La vida en sociedad implicó desde el principio un pacto tácito que nos hace poseedores de derechos fundamentales, aunque primitivos. Los primeros derechos de la vida social fueron la seguridad y el acceso a los bienes excedentes de la caza o de la agricultura. Y como tal, la violación de estos derechos generó el primer acto primitivo de protesta. La disolución de la comunidad primitiva estribó, justamente, en la injusticia en el reparto del excedente y en el surgimiento de las diferencias entre personas. O sea, que la dilución del comunismo primitivo implicó una inquietud, un acto de protesta acallado y sometido, que dio paso a sociedades desiguales.

Pero el disenso, la rebelión y la protesta no tienen el mismo significado. Protesta solo existe cuando hay un corpus de derechos lo suficientemente robusto como para que su violación sea consensualmente asimilada como tal. Por ello no podemos considerar que existan protestas hasta que cristaliza en la humanidad un cuerpo sólido de derechos, una constitución que licite la protesta como ser constituyente de la vida social. Para el sentido común, todo acto de queja es protesta, pero la tesis defendida acá asume la protesta como un acto de alto valor cívico que tiene como condición un estado de derecho. Por otro lado, descontento y rebelión ha existido siempre. La historia romana recoge la rebelión de Espartaco. El medioevo numerosas rebeliones campesinas y religiosas. Pero se comienzan a configurar como protesta con la formación de los estados nacionales y las revoluciones burguesas.

El disenso, la rebelión y la protesta no tienen el mismo significado. Protesta solo existe cuando hay un corpus de derechos lo suficientemente robusto.

Otra condición esencial es la cristalización de las clases antagónicas en el capitalismo y las instituciones que nacen con ellas en la sociedad civil. El acto de rebeldía de las pescaderas de Paris, que devendría en la Revolución Francesa, no fue un acto de protesta, porque no existían derechos claros por los que protestar. Sin embargo, sembró las semillas de la noción abstracta de ciudadano como garante de derechos. Noción que se haría práctica en las sucesivas revoluciones burguesas del siglo XIX.

Por otra parte, el principal propulsor de protestas modernas ha sido el obrero. Por ello, el socialismo, el marxismo y las internacionales obreras también influyeron en asentar el acto de protestar. Para inicios del siglo XX ya se han conquistado a fuego y sangre (aportada casi siempre por el oprimido) un conjunto de derechos cuya violación ya justifica una protesta verdadera.

Pero los derechos de los trabajadores rápidamente fueron controlados y domesticados por las clases dominantes. La avanzadilla del Capital, concentrada en tierras inglesas, rápidamente moduló el alcance de las propuestas en movimientos como el fabiano, precursor de una domesticación de la clase obrera bajo la égida de sindicatos de dudosa honestidad. Por todo ello, el signo de la mayoría de las protestas pacíficas en el siglo XX es el control que de ellas tienen grandes instituciones monolíticas sindicales, partidistas o religiosas.

Mientras Europa Occidental y Norteamérica de mediados del pasado siglo danzan el engañoso vals democrático de la protesta, en Europa oriental se consolidaban las revoluciones socialistas y en África la liberación colonial. Cuyas protestas no se pueden considerar como tal hasta la instauración de estados constitucionales.

¿Por qué protestamos en la actualidad?

Si bien el acto de protesta en el pasado siglo estuvo mediado por instituciones fuertes que canalizaban los descontentos individuales, la emergencia del internet y las redes sociales permiten el surgimiento de nuevas vías de canalización del descontento. El signo principal de cambio es la «ligereza» de las instituciones que encauzan la protesta. Las nuevas instituciones, que pueden ser una moda pasajera, un grupo de Facebook o el influencer de turno, permiten en su falta seriedad e institucionalidad haga posible una pertenencia pasajera del individuo, que una vez harto, puede pasar a otro problema real o ficticio. De ahí la vacuidad de muchas protestas primermundistas que pasan de condenar el cambio climático un día, a afirmar o cancelar Wicked por su contenido satánico.

Visto así, se entiende la domesticación de la protesta en la era del internet, pues, en sociedades con derechos civiles sólidos, la razones por las cuales se protestan son tan variadas —y en momentos superficiales— que no terminan siendo un problema para el poder, e incluso pueden desviar la atención sobre problemáticas más graves. De ahí que ese espíritu de protesta, aunque vacio en contenido, puede ser canalizado por instituciones más sólidas —dígase partidos de oposición—,  o terminar en una revolución. Por tanto, el signo definitivo de la época es introspección del sentido de protesta, un acto de incompletitud e inconformidad que el individuo no puede explicar, pero está ahí.

En sociedades con derechos civiles sólidos, la razones por las cuales se protestan son tan variadas —y en momentos superficiales— que no terminan siendo un problema para el poder.

Su condición de posibilidad es, justamente, el marco constitucional civilizado democrático que permite al ciudadano quejarse y protestar como un derecho humano. Irónicamente, las condiciones para protestar están dadas en los lugares en donde esa protesta ha sido menos necesaria. De ahí que sea capitalizado en el ejercicio burlesco de la protesta anodina e inútil. Cuando una protesta, como en el caso de la civilizada Francia, se permite descansar los fines de semana, ahí no es, no hay tal cosa, no es en sí una protesta, y lo que critica se puede canalizar por otros mecanismos. Injustificadas represiones aparte, una protesta es un acto de rebeldía constante que no toma vacaciones.

Irónicamente, en donde realmente se necesita la protesta, en aquellos lugares que aspiran a ser primer mundo, se extrapola la tradición democrática de protestar, pero no existen las condiciones reales para su expresión.

Qué afirma la ONU sobre el derecho a la protesta

En el campo del deber ser, o de lo que debería ocurrir en todas las naciones que pertenecen a dicha organización, tenemos como guía los «Diez principios para el manejo correcto de las reuniones (assemblies)». Según el documento, «la capacidad de reunirse y actuar como colectivo es vital para el desarrollo democrático, económico, social y personal con el objetivo de la expresión de ideas y el desarrollo de una ciudadanía involucrada».

Para ello, la institución sugiere un conjunto de lineamientos a seguir por los estados. Veamos los principales

  • Cada persona tiene el derecho inalienable de participar en manifestaciones pacíficas.
  • Toda restricción impuesta a manifestaciones pacíficas debe hacerse de acuerdo con los estándares de los derechos humanos.
  • Los estados deben facilitar el despliegue de las manifestaciones.
  • La fuerza se debe evitar a no ser estrictamente inevitable. Y de ser usada, debe serlo de acuerdo con la ley internacional.
  • Las personas tienen derecho de monitorear y grabar las manifestaciones. Así como a obtener información sobre estas.

Una lectura ha dicho documento hace evidente que manifestarse constituye un derecho humano, y allí donde esta ley impere, será licito tanto el ejercicio de la protesta como la exigencia de resultados sobre esta base.

La criminalización de la protesta

Todos los países que buscan practicar ese peligroso ejercicio civilizatorio que constituye occidente, necesitan plasmar en sus constituciones el derecho a protestar. Hacer lo contrario implica una pérdida importante de capital político. Por ello, y para mantener el orden existente, muchas naciones prefieren criminalizar arbitrariamente el acto de protesta, que deslegitimar de entrada su legalidad. O dicho de otra forma, suprimir el ejercicio de la protesta es mucho más desgastante, en términos de capital político, que criminalizar individualmente los actos de protesta concretos.

Por tanto, resulta curioso que una generación que consiguió el poder por medio de la protesta, «proteste» porque la generación posterior quiera hacer lo suyo. El derecho a manifestarse constituye entonces la ventana constitucional para la queja cuya licitud descansa en una posición de oposición. Pero a un gobierno no lo conviene la protesta.

Resulta curioso que una generación que consiguió el poder por medio de la protesta, «proteste» porque la generación posterior quiera hacer lo suyo.

Como se dijo, quitar esa posibilidad constitucional, y por tanto lucir mal en el juego civilizatorio occidental, conlleva una pérdida de capital político. Es mucho más eficiente quitarle legitimidad a un acto de protesta para convertirlo tanto en delito común como en terrorismo contra el Estado. América Latina ha sido un caso de estudio al respecto.

El investigador Alejandro Alvarado Alcázar en un artículo académico discute los mecanismos de criminalización en el subcontinente. En general, la criminalización es «un proceso consistente en el uso de la represión física y de mecanismos legales y judiciales contra organizaciones y/o movimientos sociales como una forma de control de la protesta social».

El elemento central acá es la «judicialización de la protesta», un mecanismo refinado que separa al estado de la mera represión violenta. Para ello, se impone una construcción mediática que no roba legitimidad al acto constitucional de protesta, sino al actor de la protesta, despolitizando su reclamo. Ello implica la creación de nuevas legislaciones o la reforma de las vigentes. O en tierras más cercanas, el rescate de categorías criminalizantes apriorísticas como la «peligrosidad». Como se puede ver, ello genera un conflicto práctico con la legalidad, ya que la constitución debe garantizar el derecho a manifestarse pacíficamente.

Es, por tanto, un conflicto complejo en países con tradición democrática. De ahí la banalización del acto como mecanismo efectivo. Pero en ciertas reyecías caribeñas en donde esa tradición es nula, se genera un divorcio tácito entre una constitución inoperante en estos temas y una praxis represiva ilegal y caudillista.

¿Es lícita la protesta pacífica?:

Sí.

¿Es efectiva la protesta pacífica?

No. Argumento a continuación:

Constitucionalmente, se evocan en la mente de la mayoría de los latinoamericanos referentes democráticos de larga data como Suiza; pero la praxis está en países democráticos emergentes. Para entender el efecto de la protesta, se debe comprender cómo funciona el poder. Y ese funciona diferente en los Alpes que en las faldas de las lomas de Guanabacoa. Gramsci nos lo explica:

El gobernante tiene en una mano una zanahoria (que acá puede ser un mamey) y por otro un mazo (de los que abuela utilizaba para aflojar el bistec). Mientras que el gobernante tiene hegemonía sobre su pueblo usa la zanahoria como carnada. Si la ideología es tal que el gobernado considera que, por el mito de plaza sitiada y resistencia creativa, nuestros gobernantes son adecuados, todo disenso se va a dirimir de manera pacífica y legal (como los manifestantes franceses que descansan los domingos). Pero cuando se descubre en embuste de la ideología, y el poder se evidencia como realmente es, violencia sublimada y edulcorada; entonces se pasa de la zanahoria al martillo.

Cuando se descubre en embuste de la ideología, y el poder se evidencia como realmente es, violencia sublimada y edulcorada.

Resulta muy difícil que un liderazgo o gobierno autoritario abandone el poder de manera voluntaria, ni lo hará tampoco bajo ninguna presión moral, solo lo hace cuando se ejerce o se amenaza violencia directa sobre él, o peligra su bolsillo. Y me refiero acá a dos casos específicos que acontecen en nuestro continente: por un lado dictaduras, y por otros, la manipulación de constituciones para eternizar un caudillo en el poder. Pensar lo contrario es considerar con criterios éticos algo que no lo tiene, y aunque pueda existir algún aislado contraejemplo, la historia dice que la tendencia es lo contrario. Salvo honrosas excepciones, la erótica del poder es adictiva, y la manutención de sus estructuras tiene prioridad sin importar el sufrimiento causado.

Entonces líbrese usted de agua mansa, que desde su silla gamer y a 90 millas, le invita a salir a la calle pacíficamente a exigir sus derechos. No existe tal cosa como una manifestación pacífica que haya derrocado un régimen. Puede existir en apariencia, pero un estudio profundo revelará poderes en la sombra que interactúan a espaldas de la opinión pública.

Un proceso como la Revolución Cubana, solo tuvo cabida en su tiempo. El desarrollo acelerado de la industria armamentista genera armas capaces de eliminar con precisión quirúrgica a insurgentes que adopten un enfoque de guerra de guerrilla. Por otra parte, las redes sociales, cámaras y drones, hacen muy difícil y una resistencia citadina en secreto. Usualmente, y no importa la pobreza del país, los gobiernos tienen acceso a aliados poderosos que comparten estos medios tecnológicos en pos de perpetuar el status quo.

El desarrollo acelerado de la industria armamentista genera armas capaces de eliminar con precisión quirúrgica a insurgentes que adopten un enfoque de guerra de guerrilla.

En la actualidad un régimen acaba tras bastidores, cuando una potencia extranjera negocia facilidades para el cabecilla, o cuando se le asegura a quienes gobiernan formas más eficientes y seguras de conservar su posición y privilegios fuera del poder. Los incidentes de inestabilidad o ingobernabilidad temporal pueden impulsar cualquiera de estas dos situaciones, pero no construyen por sí solos la alternativa de una nueva gobernabilidad. Por tanto, quien le diga que usted puede «liberar» a un país mediante la protesta, tiene como objetivo que usted sirva como carne de cañón para que otros recojan la fruta madura manchada con vuestras cenizas.

Entender el poder es entender la absoluta vileza y el orgasmo constante que implica su ejercicio. Por ello, se ejerce la protesta teniendo como referentes a sólidas democracias occidentales en donde dicho ejercicio puede hacerse efectivo, sin tener encuentra la realidad latinoamericana de democracias fragmentada por la dictadura y el caudillismo. Cuando la protesta incomoda al poder, este procede a judicializarla, cuando ello no funciona procede a la violencia directa. Pero sucede que moralmente se considera que hay un tope a la represión, cuando la realidad demuestra la contrario. Por eso, y para absoluta vergüenza del género humano, violencia mata violencia.

Cuando la protesta incomoda al poder, este procede a judicializarla, cuando ello no funciona procede a la violencia directa.

Y como no se suele estar dispuesto a la violencia sobre sí o sobre los suyos, se abren en estos casos mecanismos de resistencia pasiva y pacífica. Las intuiciones sociológicas de Mañach señalan el cubanísimo choteo como una de estas herramientas efectivas en nuestra caribeña insularidad. Otra postura es aquella que defiende los principios de la «resistencia pacífica», evidente en su inutilidad, pero reconfortante para espíritu que la practica. El exilio, ese monstruoso ejercicio de olvido involuntario, ratifica también la insularidad y la tendencia del poder a expulsar la otredad en vez de asimilarla. El auto exilio, por su parte, la posición de huida y desconexión de aquellos que emigran, es un estigma que azota a la nación, pues es desprecio de ese sangrado cuerpo de derechos que permite el ejercicio de protestar.

La imposibilidad de una revolución violenta, o al menos la negativa de una guerra fratricida, implica la espera de un «milagro exterior», que rompa —no sin consecuencias inmediatas y futuras nefatas— el estado actual de las cosas, o negocie una salida a la crisis. Si ninguna de estas salidas parece loable, solo queda encontrar una solución en el lento marchitar de un pueblo doliente y cansado.

1 COMENTARIO

  1. No existe «milagro exterior» en la situación actual de bancarrota económica y muy próximo a la social, ese amplio descontento y desconocimiento de las leyes de convivencia que se convierte en este sálvese quien pueda en la realidad de la Cuba hoy, solo puede y podrá ser rectificado por la llegada por convencimiento o por la fuerza de un nuevo pacto social que corrija el fracaso histórico que ha representado el PARTIDO COMUNISTA UNICO Y PLENIPOTENCIARIO atornillado al poder por las propias instituciones de la sociedad que ha ido copando. Pero tiene que ser desde dentro y entre Cubanos todos.

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Arian Rodríguez Benítez
Arian Rodríguez Benítez
Graduado de Filosofía en el 2015 en la Universidad de La Habana. Del 2017 al 2019 cursó la Maestría en Ciencias Sociales de la Facultad de Filosofía, Sociología e Historia. Sus temas de interés principal son el psicoanálisis freudiano, el marxismo contemporáneo y el Nuevo Realismo.

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