Libros

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Me cuesta trabajo prestar libros. Los presto, pero pongo un grupo de requisitos que no son meras condiciones disuasorias, porque en principio yo los cumplo. Para que un libro salga de mi casa, necesito saber que el pretendiente es ya un lector avezado. Definitivamente mi librero no es sitio para perder virginidades lectoras. Además, necesito constatar que el aspirante tiene un gran interés, y repito: gran interés en leer el libro de marras. No puede ser que lo vio de casualidad en mi librero y se antojó, o que está aburrido en unas guardias que está haciendo.

Hay una información que no pido, pero que si me la dan gratis, acaba con cualquier posibilidad de préstamo: «yo lo tengo digital, pero no me gusta leer en el Tablet». ¿Qué te hace pensar que a mí me encanta asesinarme los ojos en una pantalla chiquita, que no huele a papel? La diferencia está en que dicha pantalla no me detiene, no me hace posponer el libro. Lo dice un tipo que se leyó La Canción de Hielo y Fuego en un monitor Acer culón de 17 pulgadas.

Yo estoy más que claro de la abrumadora superioridad del libro de papel sobre la versión digital. Mariano González dijo que los libros son como las tetas, que se ven grandiosos en la pantalla, pero eso ni se acerca a tenerlos entre las manos. Confieso que no sé quién sea el tal Mariano, pero con esa frase a mí ya me conquistó.

Otro requisito es leer rápido. Si no puedes leer 100 páginas diarias, bien, conmigo mamey, pero no te presto libros, sobre todo porque tú no vienes a pedirme Las Fábulas de Esopo, ni El Diario de Ana Frank. No, tú quieres Geralt de Rivia, que son 7 tomos, o Mundodisco, que pasan de 30, y eso quiere decir que vas a tener libros míos en tu casa hasta que se restablezca la ganadería en Cuba. Y yo, que ya vivo preocupado por todo lo que ya tú sabes, voy a estar en un sinvivir por culpa tuya sin comerla ni beberla. ¿Quién quita que un día llegue a tu casa, te coja leyendo otra cosa mientras me retienes un ejemplar, y yo te salte al cuello y se joda una linda amistad?

Es justo que te diga que gasto en libros todas las ofrendas del tipo: ¿Qué quieres que te traiga? Que he cargado con maletas de libros desde el Distrito Federal o Lima, cuando no me sobraba la ropa ni el dinero. Quiero confesarte, además, para que entiendas mejor mi patología, que casi no pido libros prestados, porque sé lo que podría estar sintiendo el interpelado. Agrego también que viví muchas veces aquello de no dormir para devorar 300 páginas y poder pasarle el libro a un socio que tampoco dormiría, porque había que devolverlo en 2 días.

De las angustias más grandes de mi vida fue aquella en que llevando en la mochila un ejemplar prestado de La Ciudad de la Alegría, de Dominique Lapierre y Larry Collins, me cogió un aguacero en un tramo de Boyeros sin guaridas, y el libro se volvió un amasijo, no de cuerdas y tendones, pero sí de papel y tinta. Eran otros tiempos, y yo, que leo 400 páginas en tres días, tuve que inventarle seis meses de excusas al papá de un amigo, hasta que me mandaron una edición nueva del libro y pude ir a contar lo que había acontecido, mirando al hombre a la cara. 

Me han pedido Papillón de Henry Charriere, Breve Historia del Tiempo, de Stephen Hawking, El Triángulo de Las Bermudas y muchos otros más. Le tiré un pescozón a un chino del barrio, que me dijo en mi cara que Cómo Criar al Rottweiler, que yo le había prestado, se lo había regalado a su cuñado, e hizo ademán de sacarse 20 pesos del bolsillo para pagármelo, con una media sonrisita socarrona.

Yo sé que la gente que está leyendo esto se divide en dos grandes grupos: los que están diciendo «Este Bacallao lleva pastillitas» y los otros, que ahora mismo se ríen y asienten, y tienen un fichero de Excel con los datos, las fechas y los títulos de los libros que tienen prestados.  

Están Ale y Eloy, mis grandes amigos, que pueden hacer y deshacer en mi librero. Los dos son tipos entrañables, que habitan en la vecindad de mi corazón. Uno ha dejado en mi librero joyas, como una primera edición de El Mundo Silencioso de Jacques Costeau, y el otro me ayudó a cultivar mi pasión por la lectura cuando fui su alumno en La Lenin. Gracias a él conocí al Sir Nigel de Conan Doyle, las maravillas del polaco Henrik Sienkewiz, El Tábano, y bueno, puedo seguir indefinidamente.

Retoco el librero a cada rato. Quito y pongo, limpio, reparo. He estado recopilando literatura juvenil e infantil de mi niñez para mi hijo Jorge Alex, porque juzgo excelente mi formación y creo que hay libros que me enseñaron cosas y abrieron puertas, que me parece que le vendrán muy bien. Además, he ido adicionando otros que conocí de grande y que van a complementar la cosa.

Voy a guiarlo, a dejarlo elegir, a tratar de ser buen ejemplo. Pretendo que el único adoctrinamiento que le toque venga de mí, y que sea el de la idolatría a la lectura reflexiva, vivificante y constructiva, la que además se disfruta y se goza, y es, sin lugar a dudas, el único antídoto contra toda otra doctrina nociva.

Por último, si tiene pensado pedirme un libro, no se apure, revise los requisitos.

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Jorge Bacallao Guerra
Jorge Bacallao Guerra
Comediante, escritor y guionista

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