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Hace un tiempo vino a mi casa uno de esos tipos a los que uno llama cuando necesita reparar algo en el ordenador o comprar con urgencia una pieza de repuesto. Era un chico de unos 22 años que, mientras hacía con presteza lo que le pedí, echó una ojeada distraída a lo que yo guardaba en el disco duro, y se quedó muy sorprendido cuando vio que tenía cosas de Chaplin y de Laurel y Hardy. ¿Esas son películas en blanco y negro, silentes?, me preguntó con la fascinación de quien recién conoce a alguien que duerme en una cama de clavos. Sí, y no necesariamente, le contesté. El tipo me miró raro, y para hacer conversación añadió que él mismo había visto hacía poco una película muy vieja… de cinco o seis años atrás por lo menos, aventuró. Y que le gustó, pero que los efectos especiales le parecían de palo. Indagué; la película resultó ser Alien (1979), de Ridley Scott.
Cuento esto porque a los ojos de los más jóvenes los efectos especiales creados por artistas como Ray Harryhausen o los maquillajes de las películas antiguas resultan risibles, hasta el punto de escamotearles la magia que les vimos (y seguimos viendo). Vértigo (1958), de Hitchcock, es una pieza inagotable. Aun teniendo una buena copia, hace un tiempo fui a la Cinemateca a verla en comunión con otros devotos… y no faltó el comemierda que rio con los efectos de la caída y las alucinaciones del personaje de James Stewart. Como si la historia del arte —y la tecnología— no existieran, como si en cada momento no hubiera un state of the art y solo el presente, moviéndose como el haz de una linterna sobre la pared de una cueva, legitimara calidades y saberes.
Así, alguien que haya visto las recientes entregas de la saga nacida de la novela La planète des singes (Pierre Boulle, 1963) —esto es, Rise of the Planet of the Apes (Rupert Wyatt, 2011), Dawn of the Planet of the Apes (Matt Reeves, 2014), War for the Planet of the Apes (Matt Reeves, 2017) y la más reciente Kingdom of the Planet of the Apes (Wes Ball, 2024) y solo después se enfrente a la película original, Planet of the Apes (Franklin J. Schaffner, 1968) tendrá, desde luego, dificultades para aceptar su Dirección de Arte, esas prótesis y pelucas palmarias en comparación con el refinado CGI de sus sofisticadas descendientes. Y, sin embargo, pocos momentos hay en la historia del cine, poquísimos finales tan estremecedores como aquel en que el coronel Taylor, encarnado por Charlton Heston, detiene a su cabalgadura a orillas de la playa y descubre… lo que descubre. Vaya, me voy a apiadar del alma en pena que no sepa de lo que hablo.
No revelo ningún secreto al decir que la fuerza de la historia que dicha saga desarrolla radica menos en la verosimilitud de la puesta en escena, en esos simios individualizados y expresivos, que en las incómodas lecturas resultantes. A ver, aunque acepto lo que es de palo si funciona, también aplaudo como el que más la imagen hiperrealista de las nuevas entregas, es un trabajo estupendo, pero el pollo del arroz con pollo está en la noción de que otra especie —o grupo de especies, pues hay chimpancés, orangutanes y gorilas— nos arrebate el control de la Tierra y la reformule a su manera… lo que no significa necesariamente que lo hagan mejor que nosotros.
Los antropoides cazan a los humanos, que viven en manadas y ya no pueden hablar. Quienes recuerden a los Houyhnhnms de Jonathan Swift, pastoreados por unos caballos inteligentes, y la película La planète sauvage (René Laloux, 1973), aquella estremecedora historia de animación franco-checoslovaca que presentaba un mundo en que los humanos eran considerados, no ya una especie inferior, sino una alarmante plaga que es preciso exterminar cuando se multiplica demasiado, tendrán ahí otros dos ejemplos que parten de una premisa común: el ser humano se ha degradado, y es visto, o en verdad se comporta, como una bestia. Ahora bien, perder el cetro es humillante, pero hasta cierto punto lo compensaría el hecho de que los vencedores, como los Yahoos del británico, fueran todo lo bondadosos e inclusivos que nosotros no fuimos. Sin embargo, ese no es el caso para Laloux o los monos de la saga que nos ocupa, que van a ser con nosotros tan hijoeputas como fuimos con ellos.
Hace varios siglos que la Tierra, en Kingdom of the Planet of the Apes, pertenece básicamente a los antropoides. El héroe libertador, César (el primero en decir «¡No!» a la crueldad humana, el primero en unir a los simios para hacerlos invencibles) murió hace mucho tiempo. Ahora bien, un líder (a nivel global, probablemente más de uno) tergiversa el mensaje de tolerancia y paz de aquel, manipulándolo a su modo para instaurar, en un entorno equivalente al Medioevo, un reinado despótico, dictatorial, siempre con una cita del héroe a mano para justificar las medidas más duras.
Según la lógica del autoproclamado heredero de los preceptos fundacionales, saqueos y asesinatos están justificados en aras del objetivo supremo: la unidad bajo su mando. Por otra parte, otro grupo de primates humildes y estudiosos ha convertido a César en una especie de santo, objeto de liturgias y sacrificios, y autoridad indiscutible en cualquier tema, consagrándole una Orden mística, con un símbolo que llevan siempre consigo. La historia de las glorias humanas ha sido convenientemente olvidada o reescrita. No sé a ustedes, pero a mí este panorama me recuerda algo. Varios algos, de hecho.
Como es inevitable en esta clase de relatos, el viaje del protagonista, un joven chimpancé llamado Noah, junto a un orangután de la Orden y una chica humana muy rara cambiará drásticamente dicho estado de cosas… Hay un giro interesante al final que sugiere que la cosa sigue. Y, aunque sabemos desde los años sesenta del pasado siglo en qué acaba todo, queremos llegar hasta ahí. No para aprender la lección, sino para divertirnos con las peripecias de los héroes, desde la burbuja de tranquilidad en que nos empeñamos en medrar en tanto el mundo se desarticula.
Kingdom of the Planet of the Apes no es, ni con mucho, el mejor episodio de la saga, pero sin provocar escalofríos como su abuela de 1968, acierta en llevarla por derroteros cada vez más inquietantes. En todo caso, ya saben que si los monos conquistan el mundo no será para pagarnos con bondad, sino para deshumanizarse a medida que se humanizan. Nuestra única esperanza es que nos derrote otra especie, y el futuro pertenezca por entero a ratas, cucarachas y hasta oxiuros inteligentes. ¿Qué podría salir mal?


Estremecedor el artículo de éste domingo al igual de estremecedoras las posibilidades que se vislumbran. Otra excelente entrega que continúa marcando rutas y convocando a la reflexión, no son éstos tiempos de consumo pasivo y hay que mirar y «ver» más allá de artificios tecnológicos, por lo general las emociones no están en ellos.
Esto está genial
Hola tocayo. Cesar es, como decimos en Cuba, un «caballón». However, su propia existencia, desde la biología, que creo conocer bien, se jode, y a partir de ahí todo se jode. Y bueno, ya partiendo de eso, what else? Lo que nos queda son los memes de «te lo dije, Quiquín»
Bueno, a mi modo de ver, en la ciencia ficción lo más importante no es la verosimilitud en términos científicos -los viajes por el tiempo, por ejemplo, no son posibles, al menos en la práctica- sino la manera en que se pone en foco algún problema ya existente en la sociedad. A eso me refiero, a darle al César lo que es del César…