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Juan va en moto por Matanzas, su ciudad natal. Dobla Dos de Mayo y sube la calle Río, que está a oscuras. El edificio de Etecsa es el único que tiene electricidad, pero nada le preocupa: va al encuentro de Gretchen. Además, el bar donde han quedado tiene un generador propio, quizá uno de los tantos que él ha importado.
Cuando llega a la plaza de La Vigía parquea la moto, le da 100 de propina al custodio y baja hacia Narváez. El dueño de un quiosco se acerca a saludarlo: «¿Qué vuelta, tigre?». Juan le extiende la mano con afecto y lo despacha pronto con un «Después te hablo que estoy enredado» porque no quiere llamar la atención, prefiere ver a Gretchen primero, saber desde la distancia qué siente, cómo reacciona su mente y su cuerpo sin revelárselo a ella. A sus 22 años se ha convencido de que en el amor, como en los negocios, es mejor no parecer demasiado interesado, saber contener las emociones. Se oculta detrás de un árbol y la ve sentada sola en una mesa del bar, mirando arriba y abajo, a izquierda y derecha, como un pajarito que no encuentra a su madre.

Así mismo la veía en la secundaria, cuando de verdad creía conocerla. Después ella se fue a La Habana para hacer el preuniversitario y la universidad allá, y él sacó su pasaporte español y dio el primer viaje a Cancún como mulo, para traer la mercancía de otro. Desde entonces sus vidas transcurrieron en paralelo, con algunos likes y corazoncitos mutuos en publicaciones de Facebook y algún que otro avistamiento lejano en La Habana. Pese a ello, Juan nunca olvidó la voz, los labios densos y los ojos entrecerrados de Gretchen cuando cerca de allí, debajo del puente, ella le dijo: No quiero.
La parte de Cuba que es Matanzas Juan la domina muy bien. Le conoce los trucos, le conoce la gente bien posicionada, a cuya sombra se arrima para cobijarse, y le conoce las carencias, las codicias y el capital acumulado, y se sirve de todo ello para ganar dinero y seguir adelante. Le conoce también las traiciones y sus mujeres fáciles. Ante la inseguridad que lo invade al contemplar a Gretchen, necesita recordarse quién es él en la city, darse su valor, tocar en el bolsillo el iPhone 15 Pro Max y la billetera cargada de billetes grandes.

Aun así, no se calma, por lo que inconscientemente echa mano al recurso más poderoso, a su mantra motivacional más secreto e infantil: «El día en que llegue al Norte haré que me llamen Johnny. O John White, a secas. Este Juan Alberto Blanco García de hoy no habrá existido nunca». Después tararea el reguetón sublime del Taiger: «bonito, apuesto, y todo lo demás, por supuesto», y comienza a ver a Gretchen como una fruta madura, no precisamente por el rojo de los arabescos en el hermoso vestido que lleva puesto.
Ajena a la presencia de Juan Alberto, Gretchen bebe de su mojito a la vez que examina los arcos de ladrillo y cantería del interior del bar, que dos siglos atrás no resguardaba a cocineros, camareras y botellas de vino y alcohol, sino sacos de azúcar, gente esclavizada y acaudalados propietarios. Imagina el trasiego de las barcazas cargadas con mercancías rumbo al puerto que estaba muy cerca, detrás del actual cuartel de bomberos y del teatro Sauto. En su mente cobran vida los barcos de vela que viajarán a España, los cuerpos negros sudados, el rincón de comer, el de dormir y, encima, las lujosas habitaciones, amplísimas y ventiladas por la brisa del mar, donde descansaba la familia de Sebastián Hernández, hacendado y séptima fortuna de toda Cuba en la primera mitad del siglo XIX.

Tras otro sorbo a la bebida, mira al río y a un transeúnte apurado como si ambas cosas fueran lo mismo: algo inmaterial que discurre como una corriente de tiempo, o como el simple verso de un poema muy largo. A continuación se suelta el pelo y se masajea la nuca con un movimiento suave de la cabeza.
Para el futuro Míster Johnny, este gesto sensual de Gretchen es el detonante para salir por fin de su escondite. Ella lo ve caminar a pasos rápidos y seguros, se incorpora, se dan un abrazo auténtico que él aprovecha para respirar profundo, como si quisiese absorberle toda el aura, aunque solo sirve para darse cuenta de que el perfume de ella le encanta, y que no es una colonia barata. Una camarera muy joven les trae la carta apenas se sientan. Él pide un wiski a la roca y ella nada, por ahora, pero Juan insiste hasta que ella se encoge de hombros, vencida: «Lo que tú quieras». Él ordena comida en relación al optimismo que siente: en exceso, y que cambien el mojito, que va por la mitad pero ya está caliente. La camarera le dice con pena que debido al apagón no está saliendo tal y tal plato, y Juan también se encoge de hombros porque ha aprendido a adaptarse.

Antes de que se instale el silencio, Gretchen lo rompe: «¿Cómo te van los negocios?». Juan Alberto, curtido en las dobles intenciones, le responde: “Sí, hace un poco de frialdad hoy, por suerte, porque con estos apagones…». Ella se ríe y él casi se derrite: «Bien, bien, los negocios creciendo, tú sabes. Pero cuéntame de ti, anda. ¿Cómo va la carrera?». Se recuesta al espaldar de la silla, dando a entender que está cómodo para escuchar el cuento completo, y de paso se desabotona la camisa de mangas largas. Debajo lleva un pulóver con un cartel que dice «never give up», que ella lee y traduce a la primera.
—Ahí, metida en una investigación sobre las manzanas de oro. Por eso vine unos días a Matanzas.
Juan Alberto quisiera preguntarle si está alquilada en La Habana, dónde, con quién, si tiene pareja, dónde se está quedando aquí… Entre todas las opciones, termina por confesar que ha escuchado hablar sobre la manzana de Eva y Adán, sobre la que envenenó a Blancanieves y de la manzana que Guillermo Tell atravesó con una flecha sobre la cabeza de su hijo, pero que de oro… ninguna.
—No sé si tragar en seco o relamerme de gusto —dice al final—. O si haya alguna oportunidad de negocio, por eso del oro…

—Depende si te gustan o no la arquitectura y la historia —dice Gretchen, acomodándose a su vez para hacer un cuento larg—-. Úbicate en los inicios del siglo XIX… Muy pocas calles con adoquines, los carruajes con caballos, las señoras con sus vestidos, los caleseros negros, los esclavos… ¿Ya, o más o menos? Pues en toda la provincia de Matanzas había más de 200 ingenios azucareros. Fue el boom de la producción, la mejor época. Todo eso se traía a la ciudad y desde aquí se exportaba. Entonces, los grandes hacendados invirtieron sus fortunas en la construcción de mansiones que se catalogan como casa-almacén. En La Habana también las hubo, pero lo particular de este conjunto arquitectónico es que aprovecharon el declive tan grande del terreno para segregar completamente el almacén de la vivienda. Antes de que llegaras estaba yo imaginándome la vida súper movida que habrá tenido este lugar.

—Está duro eso. Cuando tú me diste aquel NO rotundo debajo del puente, nada de esto existía tampoco. Fue el 13 de agosto del 2018.
—Ay, mira él como se acuerda de eso. Éramos tan chiquillos…
—Por eso mismo. Lo más normal es que hubieras aceptado el beso. Pero te bajaste con una seguridad que me mató completo.
—Va y fueron los nervios. Yo tú, hubiera insistido. ¡En aquella época, te aclaro!
Ahora es ella la que está nerviosa. Cuando llega la camarera con las croquetas y las bolitas de queso, Gretchen toma una y se la guarda entera en la boca. Juan Alberto pincha una con el tenedor y da un pequeño mordisco, con buenos modales y con cara triunfal.
—Madre mía, parece como si todavía estuviera en la beca. Por suerte están riquísimas las croquetas –dice Gretchen terminando de masticar, pero tapándose la boca con la mano y con gracia—. Ummm, lo que pasa es que no hay corriente ahora, si no, te llevaría a ver las fachadas de las casas que quedan. Son puro estilo neoclásico. Ese estilo lo introdujo en la ciudad Julio Sagebien, que construyó el edificio de la Aduana del Puerto de Matanzas, el que está frente al teatro Sauto y que ahora es la Oficina del Conservador… Como era un estilo elegante y además estaba de moda, fue el que utilizaron los hacendados en estas mansiones. De verdad es una lástima que esté todo oscuro.

—Podrías llevarme igual. Agradecido yo de que me enseñes. Vamos, y se alumbra con la luz de mi motor. ¿O será que tienes miedo?
—No inventes de motor que ando con un vestido corto. ¿Qué miedo, chico? No sé cómo lograrías ver las cornisas rematadas con pretiles, los vanos enmarcados en platabandas resaltadas y guardapolvos de coronamiento incluso sobre las puertas de entrada, lo que es una peculiaridad muy local. Además, las pilastras, los capiteles, los frisos, los entablamentos y frontones… Es una pena que muchas de esas casas se perdieran para siempre, y también una suerte que en esta nueva ola de inversiones detuviera el deterioro de las que quedan. Hasta esa de allí de los Guiteras, que estaba a punto de desplomarse, está siendo rescatada. Cierto que ahora es un bar, discoteca, restaurante… no sé. Preferiría que fuera un emprendimiento que tuviera en cuenta la historia, pero algo es mejor que nada.

—Mojito, mojito… bebe un poco que te me atoras con tantas palabras.
Es un pedido razonable, así que lo complace. Un traguito corto para seguir hablando:
—Es que el tema me apasiona. Adoro a Matanzas. El tiempo aquí transcurre distinto, es más lento, más romántico… Será por el mar y los ríos, por los puentes. El olor es distinto.
—A mí también me encanta Matanzas, aunque está muy mal aprovechada. ¿Viste que hace dos minutos pasaron varios turistas? Por el día están viniendo más, de paso entre Varadero y La Habana. Dan una vuelta por el centro histórico de la ciudad, se hacen unas fotos y marchan en sus guaguas a donde quiera que sea… casi siempre con las manos vacías, sin dejar aquí ni un centavo. Hay que aprender a sacarles el dinero.

—Me suena a que ya has pensado algo…
-Nunca paro de pensar en posibles negocios, créeme. Si yo fuera dueño de uno de estos espacios, lo mismo les vendo artesanía temática…
—¿Qué significa eso?
—Barquitos como los que están allá enfrente, cuadritos baratos con estas marinas… Les vendo imanes para los refrigeradores con fotos del lugar… habría que meterle más la cabeza. Pero como te digo eso, te digo también que inventaría un mito, una leyenda: la esclava Isaura se disfrazaba todas las noches de diablito y se escapaba del barracón donde dormía para ir a ver por la ventana a su hijo de cinco años, a quien el ama blanca había llevado a su mansión… una historia de amor o de terror, no sé, algo que enganche, eso es lo que vende. Es lo que va a contar el turista cuando llegue a su país, aunque sepa que es una historia inventada. Y a los hombres les pongo una vara de pescar en las manos y los monto en uno de esas lanchitas y les doy una vuelta río adentro. Es más, al que pesque algo le pago el doble de lo que cueste el viaje.

—Está bueno eso: usar la identidad local como centro de las ventas. No has leído nada sobre las industrias creativas y el encadenamiento productivo, o me equivoco.
—Nada de nada.
—Pues va de eso mismo. Supuestamente, fue la idea que se manejó al inicio. Por eso les dieron los espacios a algunos artistas y les exigieron proyectos que se correspondieran. Por lo que he sabido, uno de los bares sí expone con frecuencia a pintores y fotógrafos de la ciudad, aunque no he confirmado que sea con una orientación comercial.
—Y en La Gruta proyectan esos videos lindísimos en 3D, de la vida bajo el mar y en las cuevas de Cuba. Son impresionantes, aunque no va mucha gente. Por allá en la otra cuadra también hay un par de talleres de artistas, Socorro y el Lolo, y Manuel también. Ahora creo que es el Lolo el que está invirtiendo, reparando el edificio completo. No sé si se lo habrán dado en propiedad o está asumiendo todo el riesgo. Tú sabes, aquí las cosas cambian de un día para otro y hay que protegerse las espaldas. Invertir relativamente poco y diversificarte, por si acaso.

—¿Todo bien, muchachos? —les pregunta la camarera.
—Sí, riquísimo todo, como siempre —responde Juan Alberto, y se da un traguito del wiski.
Cuando se va, Juan Alberto le dice a Gretchen:
—Esas niñas, las pobres, tienen las piernas llenas de várices y más de una ya padece de los riñones. Doce o 14 horas paradas no es fácil. Y en comparación, el salario no es que sea tan bueno. Al final, lo que las salva es la propina que ellas mismas luchen. Una está guardándolo todo para salir del país, dice. No sé cuánto tiempo va a demorarse.
—¿Cuál de ellas? ¿Una que fue tu novia?
—No, chica. Son amigas mías, pudiera decirse. Yo soy punto fijo aquí y me gusta conversar con cualquiera.
—Voy a decir que te creo, vaya —dice Gretchen—. Sabes una cosa, te admiro mucho por quedarte. ¿O también tienes planeado irte?

Gretchen ha lanzado la pregunta mirándolo a los ojos, y en ellos Juan Alberto se ve reflejado, así que no puede salir con una respuesta a medias ni pre calculada, porque a sus 22 años ha aprendido a seguir su intuición, y su intuición le dice ahora que sea sincero, que no se mienta a sí mismo, que su futuro depende de la respuesta que dé. Si le hubiera preguntado un socio de la calle le contestaría que él será Míster Johnny en la Yuma, o John White a secas, si se demora unos años en decidirse, en llegar.
—Para qué mentirte, Gretchen. Aquí estoy bien…
Es la primera vez en la noche que pronuncia su nombre. El hielo se ha diluido en el wiski, la comida se enfrió en los platos y el apagón termina. Cuando alguien apaga el generador eléctrico ocurre un silencio delicioso que dura lo que el punto final en aquel mismo poema extenso.
—Por una parte, prefiero ser cabeza de mono que cola de león… ¿no? Tengo el pasaporte español, puedo entrar y salir del país siempre que tenga dinero… Soy bueno en los negocios, veo oportunidades y las aprovecho rápido. De verdad, disfruto más eso que el propio dinero. Por otra parte, la gente de aquí me gusta, son mi sangre. Y está lo que una vez me dijo mi padre antes de emigrar a Estados Unidos: a donde quiera que me vaya llevaré conmigo mis problemas.

—Repítelo —dice ella y agrega para que no quepan dudas—, repite mi nombre.
Juan Alberto se ríe, sorprendido. Abre y cierra la boca pronunciando su nombre, Gretchen, pero sin emitir sonido. Ella se impacienta y le exige con los ojos, con las curvas de su cuerpo cubierto por el vestido corto de arabescos rojos:
—Dilo voz alta, necesito oírlo.
—No quiero —contesta Juan Alberto.
Cuando llegó el ferrocarril a la otra ribera del río, trasladaron hacia allá los negocios. Los almacenes de Narváez se convirtieron en talleres, en carpinterías, perdieron vida; y fue todavía peor cuando hacia 1880 terminó el boom azucarero: los propietarios vendieron sus gigantescas casas, las segmentaron para hacerlas más funcionales y se convirtieron de a poco en edificios multifamiliares. En unas décadas Matanzas pasó de ser La Atenas de Cuba a La Ciudad Dormida.

Alrededor de 1920 se rellenaron las áreas bajas y se construyó el malecón del río.
Ciento cuatro años más tarde, Juan Alberto y Gretchen se besaron debajo del puente.
—No me has dicho cuáles problemas arrastras contigo a donde quiera que vayas.
—Que no sé cuáles son, ni dónde están, Gretchen, mis propias manzanas de oro.
—Igual estoy yo, Juan Alberto. Igualitica.
La luz volvió a apagarse en media ciudad y fue cuando discurrió su beso como en una tempestuosa corriente de tiempo.

