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Entre el 8 y el 16 de noviembre se celebró el Festival de Teatro de La Habana (FTH), en un contexto minado de obstáculos y dificultades que, a la vista de muchos, hubiera sido más propicio para su suspensión. El evento fue concebido a partir de un diseño cuyos orígenes datan de 1980, y ahora llega a su convocatoria vigésimoprimera tras el paso del huracán Melissa, bajo los apagones que siguen interrumpiendo la idea de una vida normal en nuestro país, y con el añadido de los contagios que las arbovirosis han ido dispersando entre nosotros.
Si bien la realización del festival en medio de la crisis, por un lado destacó el afán del Consejo de las Artes Escénicas por preservar este punto de diálogo entre los teatristas de la Isla y quienes llegan hasta aquí desde otras naciones para presentar sus espectáculos, también dejó ver un severo contraste.
Las suspensiones de obras, que afectó el diseño de su programación, y una serie de reajustes que sobre la marcha hubo que poner en práctica, ante una cantidad de espectadores muy reducida en comparación a la de otros festivales anteriores fueron la causa. Sumado a esto, la desaparición de no pocas sedes teatrales de larga tradición en su cartelera que se agravan con la ausencia, estando en programa, de varios de los mejores colectivos del país.
El Festival de Teatro de La Habana, dedicado en esta ocasión al centenario de la gran actriz cubana Raquel Revuelta, también dejó una imagen acerca del estado actual de nuestro panorama escénico, que clama por una discusión y un replanteo impostergable. Este debate es extensible a otras zonas de lo cultural, y en general, a muchas coordenadas de lo que sucede en la vida cubana postpandémica, bajo los múltiples efectos de lo que, en términos políticos, también nos afecta.
De los 26 espectáculos anunciados por el Consejo Nacional de las Artes Escénicas (CNAE) como integrantes de la selección oficial e invitados al FTH, aproximadamente la mitad no pudo llegar a la escena, por razones que iban desde la imposibilidad de varios colectivos extranjeros para llegar a La Habana, hasta cuestiones de logística o enfermedades.
Solo 13 de esas propuestas de la muestra oficial pudieron apreciarse, y quedaron fuera de la ejecución real del evento grupos de México, Colombia, Rusia y Alemania-Brasil, y por la parte nacional otros como Teatro El Público, El Ciervo Encantado, Estudio Teatral Macubá, Andante, Icarón, Retablos-Salamandra, el Proyecto Trotamundo y Ludi Teatro.
Igualmente, la ausencia de un espectáculo como Réquiem por Yarini fue un golpe duro a la cartelera, y no menos inconcebible fue el que no se incluyera, así fuese como invitado, a Teatro de La Luna con su estreno más reciente: El camino de hoy, que logró devolver a la escena cubana el sello propio de su director, y confirmar el talento de sus dos actrices.
La combinación de esas causas y vacíos arroja un panorama preocupante ante el propio medio teatral y sus espectadores. Además el Festival, presidido por un cartel que no satisfizo las expectativas de muchos y que fuera elegido por encima de otras propuestas de diseño más sugerente, venía de antemano con una serie de problemas irresueltos que también hacen imprescindible el repaso de sus protocolos, su campaña de promoción y su propia dinámica de producción y ejecución.
Más allá del Festival de Teatro
Vayamos por partes. El Festival se acercaba y poco se sabía de su muestra oficial, de las sedes que la acogerían y de los grupos extranjeros que prometían llegar a La Habana. No fue hasta el 19 de octubre que se publicó el listado de colectivos de esa cartelera, y la conferencia de prensa programada unos pocos días antes del evento, nunca llegó a realizarse.
He trabajado en numerosas ediciones del FTH, como coordinador de su boletín, el Perro Huevero, y también como miembro de la Sección de Crítica e Investigación Teatral de la Asociación de Artistas Escénicos de la UNEAC, a la que se le confía el momento teórico de este certamen. Desde esta experiencia puedo decir que el evento anteriormente ha atravesado por momentos difíciles, pero incluso en esos periodos la campaña promocional ha sido más efectiva.
En un contexto en el que ha bajado considerablemente la presencia del público en las salas, pues los problemas de transporte y la economía inciden en esa afluencia, era esencial reforzar la invitación hacia los espectadores, que llegaron al 8 de noviembre sin demasiadas noticias acerca de lo que verían en las salas.
A lo antes dicho se añade otro problema no menos grave: el cierre y el deterioro de varias de nuestras sedes. Hace algunas semanas estalló en las redes, con toda la gama de sensacionalismo que suele aparecer en esas plataformas, la alerta acerca del estado real del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, el más importante e histórico coliseo de nuestro país. Este permanece cerrado desde hace ya varios años, sin que se brinden demasiadas noticias del porqué de su cierre, provocado por numerosas afectaciones que afloraron durante y después de una reparación capital, que costó no poco dinero.
Lo cierto es que en un estado más o menos semejante de secretismo se ha mantenido lo que sucede, o no sucede, con espacios tan relevantes para la vida cultural y capitalina como el Teatro Mella, el Guiñol Nacional de Cuba, el Amadeo Roldán, la sala Raquel Revuelta, el teatro Fausto, por no hablar del Teatro Musical de La Habana, que padece hace décadas un deterioro acaso ya insalvable.
En el resto de las provincias tampoco es alentador el panorama. El Teatro Sauto o la Caridad, en Matanzas y Santa Clara, también se encuentran inactivos. Y hay salas, que por las afectaciones eléctricas, tampoco pueden mantenerse abiertas, como ha pasado, de modo francamente incomprensible, con Teatro de las Estaciones en la Atenas de Cuba.
Cuando sucede algo como lo que mostró la noticia viral sobre el Gran Teatro de La Habana, la respuesta institucional intenta, tardíamente, ofrecer las explicaciones que no debieron esperar a que resonara la alerta. Y es que más allá de todo, un teatro cerrado no es solo una institución cultural que deja de funcionar, es una pieza esencial en la vida de una urbe, un punto de confluencia que activa intercambios, aporta referentes artísticos y configura públicos. Que se mantengan activas otras sedes no alivia lo que esos teatros, ahora cerrados por largo tiempo, significaban en un mapa de consumo artístico mucho más intenso, incluso como valor simbólico del estado vital de nuestra cultura.
Por si fuera poco, el problema sigue expandiéndose. La sala Raquel Revuelta, que desde su reinauguración (antes fue el cine Olimpic) tuvo problemas de orden constructivo, no pudo ser reabierta como se esperaba en este evento dedicado al centenario de la notable actriz que le da nombre. El Teatro Nacional de Cuba, en funcionamiento, no ha escapado de otros dilemas técnicos que varios artistas han hecho saber a las instituciones que deben resolverlos. La madera de mala calidad, el comején, equipamiento de luces y sonido deficiente, filtraciones, roturas de aire acondicionado y otras cuestiones se han ido acumulando.
Asimismo, el cierre progresivo de esas salas no ha servido como aviso de un problema de infraestructura y logística que ahora mismo afecta seriamente a otros espacios, como el Ciervo Encantado, y que impidió que el Trianón, sede de Teatro El Público, pudiera acoger las funciones de El sabueso de los Baskerville y Réquiem por Yarini que tanto se esperaban. La alternativa, en el segundo caso, de trasladar el fastuoso espectáculo concebido por Carlos Díaz a una casona del Centro Histórico tampoco pudo consumarse, debido a problemas de electricidad que impidieron mover el vestuario y la utilería hacia ese nuevo destino.
Todo ello supera ya a la capacidad de respuesta del CNAE y se impone que nuevas alianzas, desde ahí y el Ministerio de Cultura, se pongan en marcha. Porque los teatros no se van a arreglar solos, claro está, y la cultura, esa inversión a largo plazo, es costosa. Los riesgos de no atender esto puntualmente son muchos, entre ellos el de perder el valor de identidad que muchos de esos edificios añaden al paisaje urbano y a la propia dimensión cultural de las ciudades a las que pertenecen.
Al final del evento, tampoco pudieron llegar a la capital, tras el arrasador paso del huracán Melissa, las propuestas de Teatro Andante y Macubá (Faro y Las mujeres de Alejandro), lamentablemente. La piedra en el estómago, Un domingo llamado Deseo, El tridente del diablo, Sueño que soy isla, Las penas que a mí me matan, propuestas nacionales, también se suspendieron por enfermedad de sus técnicos o intérpretes. Y a todo lo anterior se añade que grupos como Ludi, Argos Teatro o de Teatro de La Luna, por motivos de selección u otros, no llegaron a la muestra, lo que hace saltar a la vista otros posibles debates.
El Festival de Teatro de La Habana debe operar como un mosaico de lo mejor de nuestra escena, según lo producido cada dos años, y ponerla en contacto con el público y los creadores internacionales, con el fin de que produzca una reflexión mayor. Esta cavilación debería ir hacia un cuestionamiento más hondo acerca de la realidad y las dificultades del teatro ante nosotros, para promover el diálogo con un mundo escénico que también enfrenta retos, más allá de la globalización, lo decolonial, las etiquetas que dictan los discursos en tendencia y la visión que imponen ciertas agendas. El abordaje a algunos de estos desafíos muchas veces ocurre sin profundizar realmente en ellos.
Sobre esto, también hubo momentos de diálogo complaciente, donde la crítica debió ser más participativa. La institución podría sacar más partido de diálogos menos complacientes y menos expositivos.
Una zona interesante del Festival fue la que propuso ASSITEJ Cuba, que tuvo sus funciones, talleres y conferencias de la muestra Escena Rebelde en la Nave Oficio de Isla, lugar donde Osvaldo Doimeadiós ha encontrado el espacio para su comunidad creativa. Y si bien esa programación tuvo aristas valiosas, no dejó de parecer como un festival dentro de otro, creando a veces roces con la programación oficial en términos de horarios, lo que impidió acercarse a ella como tal vez merecía.
Por tanto, insistir en el objetivo real del Festival de Teatro de La Habana: ser esa vitrina actualizada de tendencias y modos escénicos que ponga a Cuba en diálogo vivo y crítico con el mundo desde lo que sube a las tablas, es una cuestión también esencial, que así como puede y debe asumir variantes en su concepto, debe defender también, desde su diseño y su cartelera, aquello que lo identifica ante los espectadores y el propio medio teatral, más que reducirse a una cartelera donde no siempre se hacen evidentes esas conexiones que deberían ser más provechosas, durante y después del evento mismo.
En general, el Festival se hizo pese a todo, gracias al empeño de técnicos y responsables de las salas a quienes vale agradecer también en medio de tantas contingencias, y dejó una impresión ambivalente: la de un acto de resistencia que funcionó en alguna medida, pero que no aportó una impresión que sobrepasara la medianía general de la calidad en lo que su curaduría nos propuso. Y eso se conecta, irremediablemente, con el reajuste que ahora mismo, en la Cuba actual, tiene también que asimilarse desde la cultura y su valor. Incluyendo en ello, cómo no, el económico.
Crisis cultural y responsabilidades compartidas
La crisis nos afecta a todas y todos. Las economías también viven una neurosis que nos hace decidir si salir o no a la calle, si permanecer fuera de casa a horarios en los que el transporte se hace aún más imposible. La desaparición de revistas y publicaciones impresas, la llegada de otras maneras de hacer publicidad y visibilizar opciones más ligeras e improvisadas, han generado vacíos en una interrelación que antes era mucho más viva.
Ante este panorama, las instituciones culturales han optado por llevar la cultura a los barrios, y en eso se emplean también recursos que podrían aprovecharse en reparar galerías y teatros, sin menoscabo de esa acción que pasaba antes por las manos de los decisores de Cultura Comunitaria. Sin pretender reducir el acceso del arte a una élite, ha de insistirse en que acudir a una biblioteca, a un teatro, a un museo, es lo que aporta una conexión directa con referentes primordiales, y eso también forma parte de la tradición cultural replanteada desde 1959. Por tanto, como mismo se crean maneras de llevar los espectáculos artísticos a las comunidades periféricas, deben buscarse otras para que quienes vivan en esas comunidades puedan acercarse a las instalaciones culturales que tienen las condiciones óptimas para ofrecer una propuesta de calidad.
Entiendo que para muchas personas que ostentan posiciones de alto poder decisivo ahora mismo otras son las prioridades, pero me preocupa la escasa representación de intelectuales y artistas en nuestros órganos de máximo poder, así como la visión acomodaticia que se tiene cada vez más de la cultura, o su empleo como medio propagandístico.
La responsabilidad con el valor espiritual de la Nación pasa por asumir un diseño más complejo de las narrativas y discursos del país, y la conciencia crítica del mejor arte cubano no puede ser desplazada bajo las excusas que proponen de esperar por mejores momentos. Porque el panorama actual, bastante incierto, está sufriendo ya el peso de esa larga espera, y el éxodo y el silencio de creadores y espacios también se deja sentir en muchas zonas de nuestra cotidianidad.
Como resumen, el Festival de Teatro de La Habana no queda tanto en la memoria.
La compañía brasileña Os Satyros tuvo a su cargo la apertura, en la sala Covarrubias del Teatro Nacional, con una versión de La casa de Bernarda Alba concebida desde una teatralidad contaminada, cargada de efectos de luz y humo, que al tiempo que reducía la extensión del texto lorquiano, acentuaba la lectura de género mediante un elenco que podía ser, según la noche de presentación, esencialmente femenino o masculino, o mezclar ambos, en lo que fue su aporte más interesante.

Por otro lado, espectáculos como El anuncio (Gestus, Ecuador), Crimen, historia de una reina (Imágenes paganas, Chile), o Cuando el mundo entero dormía (Inmanencia, Argentina) y el Payaso Cocó, de Brasil, funcionaron sin desentonar, en una curaduría discreta que aspiraba a tener momentos más fuertes, como el que proponía el Teatro de Sátira de la Federación Rusa con Lobos y ovejas, que lamentablemente no llegó a la cita.
Por la parte cubana, Teatro de las Estaciones (Un rastro en las estrellas), Teatro Tuyo (Clownpuerta) y Los Cuenteros (La noche más oscura del mundo) aportaron montajes para niños y de títeres, a los que se añadieron Teatro La Proa y varios de los que trabajaron dentro de la muestra Escena Rebelde. Obras del Estudio Teatral La Chinche (Charlotte Corday), Teatro Rumbo (Ese tren se llama Deseo), Teatro D´Dos (que rescató Delantal todo sucio de huevo), La Franja Teatral (Leviatán) y la Nave Oficio de Isla (con Miguel Will y El nombre de Juana) también fueron programadas, en una cartelera que debió revisarse casi diariamente debido a suspensiones y reajustes, bajo las difíciles circunstancias en las que se desplegó esta edición.

De lo visto en la muestra nacional, quiero destacar ese proyecto conjunto entre Mujeres Fuente de Creación y Osvaldo Doimeadiós, que permitió a la actriz Monse Duany ganar elogios y aplausos con su unipersonal, un sentido tributo a la gran excéntrica cubana Juana Bacallao, en el año de su centenario.
Contenida y al mismo tiempo echando mano a todos sus recursos expresivos, Duany logra una caracterización loable, que lejos de ir por el camino de la caricatura, cumple con los rigores del homenaje a una figura irrepetible, al tiempo que nos revela sus aristas más humanas. Ojalá este espectáculo siga ganando solidez en su interrelación con el público y pueda ser apreciado en una temporada más extensa, como merece.

El nombre de Raquel Revuelta volvió a nuestros recuerdos una y otra vez. En mi mente, está atravesando el parqueo del Teatro Nacional de Cuba, en 1991, hacia la inauguración del Festival de ese año que ella presidía, como máxima dirigente del Consejo Nacional de las Artes Escénicas: una imagen que aún me impresiona desde la memoria.
En el evento teórico, o en la exposición que recuperaba imágenes suyas y programas de mano que organizó la Fundación Ludwig de Cuba volvimos a ver su rostro. Valdría preguntarse qué pensaría ella de este esfuerzo que significó una nueva edición de un evento al que no se debe renunciar, pero que también debe reformularse en pos de una sintonía real con lo que, en cuanto a calidades, diversidades y logística, puede gestarse hoy en el país.
En esa necesidad coincide lo que muchas otras cosas de nuestra realidad: la urgencia por establecer coordenadas de trabajo en conjunto, mediante alianzas que no eludan el debate o la discrepancia, el consenso real y no una voluntad que no asimile consultas ni propuestas de cambio ya imprescindibles. Y que, en el caso de la vida teatral que tenemos —no solo la que queremos— proponga a quienes ostentan las responsabilidades de defenderla un compromiso que vaya desde el rescate de salas y coliseos hasta una presencia más comprometida ante nuestros espectáculos.
Defender a los que aún están inmersos en ese empeño es crucial, cuando se empiezan a desvanecer referentes y maestros y maestras. La propia Raquel Revuelta debería perdurar más que en la formalidad de las celebraciones o en un calendario que trascienda el telón final. Porque es así que estamos realmente rindiéndole tributo a quienes lo dieron todo por la escena, a los que imaginaron una Cuba teatral donde el presente y el futuro del país nos reciban como una temporada permanente.

