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Tiene Cuba una nómina envidiable de escritores, artistas, pintores, científicos, deportistas, héroes y personajes de toda índole, pero menos de políticos. (Digo políticos «de verdad». Geniales). Por eso sorprende que no se reivindique en su justa dimensión uno de los más paradigmáticos y autóctonos exponentes de la política nacional contemporánea: Emilio Bacardí Moreau, nombre ilustre ligado a muchos de los rostros imprescindibles del siglo XIX e inicios del XX, y autor de una obra monumental que incluye conceptos de necesaria observancia.
Hijo de un testarudo emigrado catalán fundador del afamado ron y una criolla de ascendencia francesa, nació Emilio el 5 de junio de 1844 ―Año del Cuero, denominado así por la manera represiva con que fue aplastada la Conspiración de la Escalera― en la estrecha calle del Jagüey, zona céntrica de Santiago de Cuba, donde aún 180 años después no existe placa ni nada que así lo honre o advierta a transeúntes. Los santiagueros están en deuda con Emilio Bacardí.
A pesar del estatus familiar acomodado, como hombre de su tiempo supo asumir el juramento de aquella hornada predestinada a abrir el arduo camino de luchas por la independencia. En el magno propósito sacrificó la paz de su hogar, conspiró febrilmente contra el régimen colonial, llevó a las conciencias entumecidas la antorcha separatista, militó en el Grupo de Librepensadores «Víctor Hugo», núcleo integrado por hombres antidogmáticos y de inquietudes liberales, y sirvió de enlace con la manigua como jefe de la clandestinidad.
Como hombre de su tiempo supo asumir el juramento de aquella hornada predestinada a abrir el arduo camino de luchas por la independencia
En castigo a sus labores revolucionarias sufrió en dos ocasiones ―primero en 1879 y luego en 1896― los rigores del presidio-exilio en las mediterráneas islas Chafarinas. Dentro del penal organizó una escuela para impartir clases a analfabetos y en varias ocasiones costeó alimentos y vituallas para sus compañeros de infortunio. «Tengo que ir siempre corriente arriba», confesó a su amigo el coronel mambí Federico Pérez Carbó, proyectando cual epifanía su quijotesca cruzada contra las injusticias y miserias humanas.
Fue en enero de 1879 cuando se inició oficialmente en la carrera política, al ocupar un escaño de concejal en el primer gobierno local elegido tras el Pacto del Zanjón, el que pasa a la historia como el Ayuntamiento Liberal, dada la filiación de la mayoría de sus miembros. En el curso de sus funciones desplegó planes pioneros de colonización agrícola, combatió manifestaciones de indecencia comunes en carnavales, intentó reducir la vagancia, reglamentó que la venta de la lotería no fuera realizada por hombres saludables sino por viudas, ancianos e impedidos físicos que no tuvieran otro modo de ganarse la vida.
Sus cualidades morales, dichos inusitados, conducta intransigente y notoriedad ciudadana imprimieron el perfil modélico para que el 25 de noviembre de 1898 se convirtiera en el primer alcalde santiaguero del periodo poscolonial. Una de sus primeras acciones fue citar a su despacho ese mediodía a la prensa, a fin de solicitar «su concurso de opinión como eficaz auxiliar para el mejor desempeño de su importante cargo». La proclama que dirigió de inmediato al pueblo reflejaba su transparencia y constituyó en sí misma un plan mínimo de gobierno:
«Nombrado Alcalde de la Ciudad por el Sr. Jefe de la ocupación militar de los Estados Unidos, General Leonard Wood, no he vacilado en aceptar creyendo poder ser útil a mi país. A reparar las deficiencias de no haber una administración municipal, fomentar el desarrollo material de la población, dar ocupación hasta donde sea posible a los que se la merezcan, a atender los intereses de la localidad se dirigirán todos mis esfuerzos; no conseguirlo no será falta de voluntad, sino insuficiencia mía, que corregiré abandonando lealmente el puesto que vengo a ocupar hoy. Cada habitante encontrará en mí un amigo: séalo también mío cada conciudadano; haya en todos respeto a la ley, sea el fin la prosperidad de nuestro pueblo, y teniendo por norma de conducta la imparcialidad y la justicia, alcancemos, como la más legítima recompensa, terminada la labor impuesta, la satisfacción del deber cumplido. La unión de todos será la mejor garantía de nuestro porvenir».

Resultado de su iniciativa y carácter democrático fue la Asamblea de Vecinos, organismo conformado por una treintena de personas que representó los intereses comunitarios y encauzó programas de desarrollo local. Esta lección rotunda e inaudita desmanteló el estigma acuñado por la retórica hispana de que los cubanos no tenían facultades para manejar el país sin ayuda y congeló ciertas pretensiones anexionistas.
En 1901 volvió a ocupar la silla de Mayor municipal al conseguir el 61% de los votos en sufragios populares. Su lema de campaña fue el de «Moralidad y Justicia». Durante ambos mandatos puso a prueba su capacidad centelleante de trabajo, cumpliendo gestiones aleccionadoras: ofrendó el célebre Museo-Biblioteca Municipal, escuelas y otras instituciones socioculturales, erigió monumentos y nombró calles para inmortalizar héroes, instauró la Fiesta de la Bandera, revirtió el estado de insalubridad posbélica, restableció servicios, empleó a mujeres en el Ayuntamiento, frenó a díscolos, electrificó parcialmente la villa y emprendió mejoras en la urbanización y el acueducto; todo, con celoso control del erario público.

En su parabólica trayectoria Bacardí se distinguió por la habilidad de interpretar las tensiones de cada momento histórico. Unido esto a la manera de plasmar su ética, ideología y estilo de gobierno lo arraigaron como político singular, precursor de una administración diferente y vanguardista para su época. «Un alcalde es un representante legítimo de una ciudad y su término y, por tanto, el presidente nato de toda corporación o junta oficial que maneje intereses que al municipio correspondan y en el ejercicio de sus funciones es el pueblo mismo», expresó en su manifiesto A los habitantes de Santiago de Cuba, el 5 de diciembre de 1898.
Bacardí se distinguió por la habilidad de interpretar las tensiones de cada momento histórico.
Pocos meses antes, en una carta-protesta remitida a la máxima autoridad municipal debido a las rígidas ordenanzas impuestas en los días pavorosos que siguieron al fin de la guerra hispano-cubano-norteamericana, cuyo epicentro estuvo en la urbe santiaguera, pronunció sin dobleces su resolución de que toda gerencia que se precie de ser representativa debe responder al interés colectivo y no exclusivamente al de una élite:
«Como cubano me permito significarle que la obligación de toda autoridad es estar al servicio de los que sufren y no los que sufren a disposición de los que mandan… Tiempo es ya, ya que por dolorosa imprevisión no ha habido cambio todavía entre los que ejecutan mando en el pueblo de Cuba, de que dejen a un lado resabios de nacionalidad hundida en el pasado para siempre y de, saturándose en espíritu de libertad, sentir cuál es y deben ser las relaciones entre gobernantes y gobernados. Gobernante es ser servidor del pueblo y no el amo». Esta última frase, que merece ser esculpida, aporta la medida exacta de su estatura.
Sin duda, como político legó pautas extraordinarias por su sabiduría enciclopédica, portentosa oratoria, acendrado patriotismo y ejemplar procedimiento. No comulgó con actos de corrupción ni demagogias; enfrentó con firmeza a los partidarios del desenfreno y se opuso al menoscabo de las correctas normas sociales. Él, que tenía dignidad suficiente, aconsejó: «Opongamos al valor de los malos, que es el cinismo, el valor de los buenos que es el civismo».
«Opongamos al valor de los malos, que es el cinismo, el valor de los buenos que es el civismo».
De hecho, por ser fiel a sus doctrinas recibió los dardos emponzoñados de muchos que lo tildaron de violento y ríspido. Ante la crítica opositora siempre se comportó tolerante, reflexivo y sereno. Su respuesta lo enalteció aún más: «Pienso que no es verdad. Pero si alguno para hacerme desistir usara ese argumento con este fin, habré de responderle: Bendita violencia que me permite amar mi tierra, más que a mis intereses propios».
Afiliado al Partido Moderado, en 1906 tuvo que abandonar la alcaldía para ocupar el puesto de senador por Oriente. No revistió menos trascendencia este nuevo cometido en beneficio de la nación, fiel a su principio de que al «interés de la Patria deben subordinarse todos los demás». Defendió la protección a obreros y familiares en caso de accidentes laborales, la validez del matrimonio civil y la apertura de asilos infantiles. Para septiembre de ese año, ante el grave panorama surgido al calor de la Guerrita de Agosto, sobresalió entre los contados congresistas que solicitaron la renuncia de Estrada Palma para evitar la injerencia extranjera.

Una vez más dejó testimonio de su tradicional postura nacionalista al dirigir una proclama a sus coterráneos orientales. En ella los convocaba a retomar el espíritu de lucha y salvar a la República del derrumbe. Carcomido por la crisis, en mensaje a su esposa Elvira Cape desahogó su íntimo pesar: «mañana es la sesión del Congreso para la renuncia del Presidente. Mi idea cada vez más aferrada: el americano juega con los dos partidos, alarga, atrae, mueve las cosas […] Para mí la suerte está echada: consummatum est […] Tan echada está la suerte que me parece una tontería las ideas que cada cual quiere emitir; todo lo que vamos realizando son fórmulas tontas, con las cuales queremos engañarnos y avivar una esperanza que no tenemos, y una fe que ya está muerta».
Prácticamente ignoto es que el 28 de agosto de 1922 llegó a Santiago de Cuba, desde La Habana, una comisión de la Agrupación Patria con el encargo de proponer al venerable cubano de 78 años su candidatura a la presidencia de la República. Por esas casualidades de antología, los emisarios chocaron con la frustrante noticia de que don Emilio Bacardí había muerto apenas horas antes. «Piense Ud. cuál ha sido nuestro dolor al encontrar sin vida, al que era para nosotros y para Cuba, una justa esperanza nacional», rezaba la nota de condolencias a la viuda.

No resulta exagerado afirmar que a Bacardí le tocó vivir uno de los tránsitos más difíciles y determinantes de nuestra historia. Podemos entonces preguntarnos qué nos dice su experiencia; más concretamente, qué nos enseña desde su tiempo para conducir nuestro presente, qué zonas ilumina, en qué aspectos es relevante para pensarlo e imitarlo. Como tantos otros hombres preclaros del pasado que siguen relegados o desconocidos en su magnitud, a pesar de lo generoso y ejemplarizante de su legado. No cabe ya ignorarlo.
Como tantos otros hombres preclaros del pasado que siguen relegados o desconocidos en su magnitud, a pesar de lo generoso y ejemplarizante de su legado.
Así, momento hubo que ―en delito de lesa tergiversación, prima hermana de la ignorancia que mata a los pueblos― se procedió a trazumar la historia. Entonces en operación torquemada Bacardí dejó de ser el Hijo Predilecto para ser mero dueño de la compañía de ron y empapelado junto a su descendencia opositora cuyo apellido llegó al extremo de impronunciable. Sus célebres Crónicas de Santiago en diez tomos no han sido reeditadas, corriendo enorme riesgo de perderse los escasos ejemplares supervivientes. No han sido identificadas su casa natal ni otras que habitara en la urbe: la de la calle Aguilera ardió en un incendio hace cuatro años y en la quinta de Cuabitas, donde murió, se radicó una escuela para niños con necesidades especiales que bien pudo ostentar su nombre, pero le adosaron el de Amistad Cuba-Vietnam; eso sin mencionar que las labores de restauración no respetaron los valores patrimoniales del inmueble.

Por si fuera poco, intentos hubo de cambiar su nombre al museo que fundara, y el área expositiva de sus objetos dentro del mismo quedó restringida a una vitrina, luego de ocupar una sala. Tampoco faltó la retirada temporal de la mascarilla broncínea del monumento erigido a su memoria por Acción Ciudadana en los años 50, derivando aquella piedra jaimanita sin rostro en «posadero» de choferes del aledaño Poder Popular provincial.
Existe el consenso de que desde El Príncipe, el influyente tratado teórico de Maquiavelo, la política ha sido vista como una ciencia práctica; sin embargo, entraña tanto de arte. Tiene una base técnica, claro, pero su esencia radica en el humanismo, va de sentir y compartir con el otro incertidumbres y mieles, apremios y anhelos. Porque «la política ―en sucinta y universal apreciación de Giovanni Sartori― es el hacer del hombre que, más que ningún otro, afecta e involucra a todos». Algo así como que ser médico no significa solo curar enfermedades, sino apretar la mano abatida del enfermo.
El humanismo virtuoso e intachable debe ser el ADN de los políticos ―y de los médicos―, digo los «de verdad», los geniales. Pero a veces uno tiene la sensación de que se han vuelto seres demasiado técnicos; politizando exageradamente todo, para que nunca cambie nada.
«La política es el arte de servir con pasión y disciplina. No se vive de la política, se vive para la política», expresó en consonancia con Bacardí, sin conocerlo, por obvias razones, Pepe Mujica, el tupamaru que en una vida de película llegó a mandatario pero siguió siendo como era, y mientras consolidaba el crédito de Uruguay como país de éxitos económicos y abanderado del progreso social, seguía cosechando sus propias verduras y criando gallinas en su chacra humilde hasta la extrañeza. No en vano lo llamaron el «presidente más pobre del mundo».
«La política es el arte de servir con pasión y disciplina. No se vive de la política, se vive para la política»
Pobremente recordado es Emilio Bacardí, aquel que tuvo rico abolengo, pero no hizo de ello un pedestal, sino que echó su suerte con los pobres de la tierra porque compartía el ideal martiano. (Se conocieron en 1894, en el fragor de la Guerra Necesaria, y Martí lo calificó de «amigo querido»). En su «patria chica» Bacardí honró el imperativo apostólico de Patria es humanidad. Fue un artista de la política. El «arquitecto del Santiago moderno», lo retrató insuperablemente el historiador y profesor Rafael Duharte Jiménez (fallecido hace un año), pues en buena medida el mejor político que recuerden las crónicas locales cimentó las bases para que Santiago creciera a futuro como una capital de prosperidad material y espiritual. Parece que la ilusión está lejos de cumplirse.
Fuentes consultadas:
– Emilio Bacardí:Crónicas de Santiago de Cuba (Tomo 10)
– Ismael Sambra: El patriota Emilio Bacardí, revista El Caserón no.3, junio de 1987.
– Sara Inés Fernándezy Mario Romaguera:Emilio Bacardíen Santiago de Cuba, Ciudad Bravía (Compilación)
– Olga Portuondo: Emilio Bacardí Moreau. De apasionado humanismo cubano


Un político honrado.
Doreen Kane
No me cabe duda que Emilio Bacardí será en un futuro no lejano uno de los que tan enterrados que los querían aflojarán con luz eterna. La historiografía post-revolucionaria se encargó de la historia de un solo hombre.