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Finalmente, la larga espera ha concluido. En la noche del 2 de marzo, tras la ceremonia de entrega de los premios de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, tal vez los amantes del séptimo arte podamos respirar en paz. Con una gala conducida por Conan O´Brien —increíble que el muy popular presentador y comediante no haya tenido antes esta responsabilidad—, no se trató solo de ver desfilar nuevamente a lo largo de unas tres horas a los candidatos con esos trofeos, conocidos popularmente como los Oscars, sino también, en su 97 edición, pudimos comprobar en qué medida la apreciación estética, así como los juegos de intereses y las agendas que se mueven detrás de las lustrosas escenografías y la pompa habitual de estas galas siguen obrando y marcando las decisiones finales.
Los Oscars del 2025 ocurren en un momento de particular agitación en los Estados Unidos de América. El evento estuvo precedido por los devastadores incendios que arrasaron con bosques y mansiones de Los Ángeles, marcado por las políticas de exclusión que Donald Trump y su equipo vienen impulsando sin recato —cuyo principal blanco han sido emigrantes y todo lo que huela a diversidad—, así como por tensiones y masacres que, en Gaza, en Ucrania o Guantánamo hacen saltar los titulares del planeta.
En cierto modo fue una ceremonia en la que Hollywood se mantuvo a la defensiva, alerta a estos ires y venires que sin duda alguna también afectan a la maquinaria de producción que ahí tiene su núcleo, al tiempo que, persistiendo en los golpes de efecto y en los juegos de contención, nos recuerdan siempre que todo esto es espectáculo, una ficción que va de una pantalla a la otra, y en la cual, lo que se alza a la hora del triunfo no está conectado obligatoriamente a las expectativas que la propia Academia y la industria que la sostiene, pues su conexión con la realidad va más allá de las lunetas del Dolby Theatre y su alfombra roja ocurre en otra dimensión y desde otras narrativas.
En cierto modo fue una ceremonia en la que Hollywood se mantuvo a la defensiva, alerta a estos ires y venires que sin duda alguna también afectan a la maquinaria de producción.
A su manera, la noche de los Oscars es esa permanente contradicción: una suerte de pausa que nos deja repasar lo que hemos entendido desde el poder inmenso del cine, y un recordatorio acerca de cómo se negocia, se edita, se promueve o se oscurece también eso que la cámara nos muestra. Los Oscars, más que las propias películas en competencia, son el mejor producto que la Academia nos puede ofrecer. Cada cual hace sus apuestas, cada cual tiene su lista de preferencias, y se entra a esta larga tirada de alocuciones a sabiendas del tedio que provocan los discursos de agradecimiento, en los que no falta quien menciona hasta a su comadrona a la espera de una lágrima o un ex abrupto, el «momento Oscar» que los periodistas, influencers y youtubers esperan con ansiedad.
Emilia Pérez: Del aplauso en Cannes al vaivén de los Oscars
Este año, claro está, también los hubo. Confirmaciones y decepciones —ninguna acaso tan grande como ver a Demi Moore quedarse sin la estatuilla que su actuación en The Substance parecía garantizarle—, aunque ya el combustible para la polémica venía asegurado por las 13 nominaciones Emilia Pérez llevaba de antemano a esa ceremonia. El filme de Jacques Audiard no llegó hasta ahí sin antes acelerar el debate, como un ejemplo nítido de lo que sucede cuando la ficción y su compromiso con ciertas zonas de una realidad complicada y dolorosa se transforman en la mera superficie de un espectáculo.
La carrera internacional de Emilia Pérez se disparó cuando su director y su elenco femenino recibieron lauros en el Festival de Cannes. Reconocido con el Premio del Jurado, tuvo sus minutos de ovación por parte de los espectadores y Netflix se aseguró los derechos de distribución por 8 millones de dólares. Concebida primeramente como una ópera u opereta en cuatro actos, Audiard desarrolló su trama a partir de un capítulo de la novela Écoute, de Boris Razon. En el filme, un capo del narcotráfico, Juan «Manitas» del Monte, contrata a una abogada para que le ayude en una tarea nada sencilla: convertirse en mujer y así evadir sus amenazas de muerte. Karla Sofía Gascón, actriz española y persona trans, asume el rol de «Manitas» antes y después de la cirugía que permite al personaje convertirse en Emilia Pérez. La dominicana Zoe Saldaña interpreta a Rita, la abogada mexicana. Y Selena Gómez encarna a Jessi del Monte, esposa y madre de los hijos de «Manitas». Cuatro años después del primer encuentro entre Rita y el narcotraficante, se reencuentran en Londres, y nuevamente llegan a un acuerdo. Emilia quiere recuperar a su familia, quien le cree sin vida, haciéndose pasar por hermana de «Manitas». Pero en ese tiempo, Jessi ha empezado un romance con uno de los compinches de su esposo, Gustavo. Y Emilia debe luchar bajo su nueva identidad para no perderla, al tiempo que inicia ella misma un romance con Epifanía, asumida por la actriz mexicana Adriana Paz: la única intérprete cuya nacionalidad es, en efecto, la del personaje que interpreta.
Y justamente por el origen del elenco de la película, más allá del argumento de melodrama y thriller, empezaron a surgir algunas dudas acerca de Emilia Pérez: su veracidad, su solidez dramatúrgica y su puesta en pantalla. Más allá de esos enredos sentimentales, la película roza otros aspectos más dolorosos de la realidad del México contemporáneo, aunque sin haber sido filmada allí, y atraviesa, a través del filtro del musical, varios debates vigentes y pendientes, que a no pocos les pareció que aquí se reducían al estereotipo
Justamente por el origen del elenco de la película, más allá del argumento de melodrama y thriller, empezaron a surgir algunas dudas.
Lo cierto es que la película, tras su fugaz presentación en el Festival de Morelia, en octubre pasado, no llegó a las pantallas mexicanas hasta enero de 2025. Para ese entonces, los ánimos a favor de Emilia Pérez ya habían cambiado, a favor o en contra de lo que algunos han catalogado como un «narcotransmusical». Durante la campaña promocional, varias declaraciones del director y guionista, su jefa de casting, y sobre todo de Karla Sofía Gascón, desencadenaron reacciones adversas a lo que en principio se aplaudió como una obra que, según varios críticos y artistas europeos y norteamericanos, era un filme audaz, atrevido, y una de las mejores películas del año.
Si bien Meryl Streep, Madonna, Emily Blunt, James Cameron, Leonard Maltin, Peter Bradshaw, Guillermo del Toro, Denis Villeneuve, Peter Travers, John Waters, Paul Schrader, entre otros nombres de peso en la industria, cayeron rendidos ante la película de Audiard, la obra no libró de otras controversias. Entre los principales señalamientos estuvieron la escasa presencia de talento mexicano en su equipo gestor; el haberse producido y filmado en Francia; emplear actrices y actores de otras nacionalidades en una amalgama poco convincente —el imposible acento de Selena Gómez fue uno de los blancos más comunes de memes y burlas en las redes—; las letras de canciones y frases del guion que parecían tomados directamente de Google Translate, o evidenciaban un estudio poco profundo del contexto en el que se desarrollan. Todo esto, unido a los contrastes planos en la representación de una persona trans —hombre traficante malo versus mujer arrepentida que crea asociaciones benéficas tras la cirugía de afirmación de sexo—, hicieron a no pocas personas alejarse de lo que se veía en pantalla. Aunque también se sumaron otros elementos al paso de la película por eventos y carteleras, nada de esto no impidió la llegada de Emilia Pérez a los Golden Globes, ni a las nominaciones al premio de la Academia, sobrepasando con ellas a candidatas mucho más sólidas, como Conclave, Anora y The Brutalist.
El autor y/o su obra, la vieja polémica
El tránsito de Emilia Pérez por esos predios dejó a la vista síntomas de recepción y lectura que pasan por los estereotipos, sin duda, pero también por las erráticas acepciones de lo que aún significa para algunos la identidad de una persona transgénero, su visibilidad en ciertos medios, y el caos que puede generarse cuando, delante de los medios o desde una plataforma virtual, se siguen reproduciendo excusas o malentendidos que las agendas ya no toleran o perdonan. Y esto ocurre, no solo porque hemos pasado por fenómenos como la cancelación, las oleadas de lo políticamente correcto, el movimiento MeToo, los Epstein y Weinstein, sino porque al trasvasar todo eso desde el lenguaje artístico a territorios donde hoy se ha confundido la opinión y la impresión con el criterio o el discurso de una voz autorizada, se puede resbalar fácilmente a una zona donde ya todo parece haberse igualado, donde la calidad y el riesgo estético no siempre funciona como excusa, y donde la figura pública y el personaje que esta ha interpretado, pueden con/fundirse peligrosamente.
El caos que puede generarse cuando, delante de los medios o desde una plataforma virtual, se siguen reproduciendo excusas o malentendidos.
Si Audiard, un cineasta que ha ganado respeto por sus obras previas (desde su debut con Mira a los hombres caer, pasando por Un profeta y Dheepan) y su abordaje a géneros como el drama carcelario o el western, apela a los artificios del musical para narrar una fábula cargada de violencia, también trastabilló al confesar su rala preparación para abordar la realidad mexicana, o comentando en agosto de 2024 durante una entrevista que el español es un idioma de pobres e inmigrantes.
Mucho peor le ha ido a Karla Sofía Gascón, que calificó a los mexicanos que no reaccionaron positivamente a Emilia Pérez como unos «cuatro gatos», ganándose una escasa simpatía que se redujo aún más cuando salieron a flote algunos twitts publicados por ella, y donde se exponían frases racistas y burlas a otras entregas del Oscar. Y si esos comentarios eran de un tiempo pasado, al tratar de limpiar su imagen la actriz no lo pudo hacer peor, declarando que si ella fuese una persona racista nunca hubiera aceptado actuar junto a Zoé Saldaña.
El efecto «bola de nieve» llegó a tal punto que Netflix y las entidades productoras de Emilia Pérez optaron por no invitar a Karla Sofía a varios de los eventos más importantes de la temporada de premiaciones. En los Oscars, aunque ella sí llegó a estar en la ceremonia, no se le vio en la alfombra roja. Y Conan O´Brien, durante su monólogo de bienvenida ante la audiencia del Dolby Theatre, no dudó en lanzarle un par de chistes que presagiaban que no, que la primera actriz trans nominada a dichos premios, no se iba a alzar como ganadora esa noche. Ni ella, ni la favorita Demi Moore, derrotada por Mikey Madison, la muy joven protagonista de Anora, en un gesto que irónicamente parece repetir la trama de The Substance.
Acaso la mayor lección de Emilia Pérez provenga no de sus saturadas coreografías, de sus tropiezos a la hora de tratar de alzar un musical a partir de la violencia, de su apuesta por canciones de letras ramplonas entonadas con desgano —esa suerte de antimusical que han abordado otros con mayor éxito: recordemos Everybody says I love you, del cuasi cancelado Woody Allen, o el desmontaje crítico del género que propuso Lars von Trier con Dancer in the dark. Cuando la cuestión de la representación se puso fea para el equipo creativo de Emilia Pérez, varios de sus integrantes alegaron que la película, al ser un musical, no tenía que proponer una representación realista de lo que nos cuenta. Como si el musical, a lo largo de su existencia, no hubiese procurado fórmulas menos superficiales ni edulcoradas para sobrevivir. En esa línea están desde la crudeza de Sweeney Todd o Assasins, de Stephen Sondheim o el Hamilton de Lin-Manuel Miranda, hasta el homenaje venido a menos al género que ejercitó La La Land, de Damien Chazelle, hace unos pocos años ante los votantes del Oscar.
Varios de sus integrantes alegaron que la película, al ser un musical, no tenía que proponer una representación realista de lo que nos cuenta.
Las metáforas simples, el olor «a mezcal y guacamole», que se cantan, son tan ineficaces como la frase referida a la «pinche vulva» que va a perseguir a Selena Gómez por mucho tiempo. Un género es tal porque crea una convención, y es desde esa base que debe lograr la empatía del público, y llevarlo a zonas de riesgo que no se limiten a ciertas zonas de confort. Y aunque los enemigos del musical se nieguen a aceptarlo, hay obras, tanto en escena como en pantalla, que demuestran que tal proeza sí la han conseguido algunos creadores de talento comprometido. Así llegamos al tema mayor, el del compromiso, que es el que parece no abundar cuando se esbozaba la médula de un proyecto como Emilia Pérez.
Los «pinches» clichés
No es exactamente en las libertades o limitaciones del musical donde falla esta película, sino en los agujeros negros que el diseño de sus personajes y la trama no logran resolver. Un punto crucial es ignorado: de qué manera ese hombre rudo y barbado que es el «Manitas» de la primera escena se convierte en la Emilia Pérez, esa dama de pretensiones elegantes, que vemos unas escenas después. ¿Cómo aprendió los rasgos de lo femenino, hallando en sí los recursos de esa nueva identidad para hacerse creíble, e intentar desde ahí recuperar a su familia? El guion, con sus ribetes cis y patriarcales, con sus coreografías y canciones poco memorables, no ofrece muchas pistas al respecto, aunque cuando los celos despiertan en Emilia y con ellos aflora la violencia, su voz vuelve a enronquecer.
El hombre que ella fue reaparece cuando sus instintos más bajos emergen, y ahí el dibujo de su personaje se emborrona, y su proyecto de ayudar a las madres que buscan a sus familiares desaparecidos y otros gestos desde los cuales procura su redención, retrocede a un grado más primario, que parecía ya sobrepasado. Tras haber visto la película por vez primera, más allá de sus recursos formales y el desafío aparente de su fábula, eso ya me acompañó como una duda. Y esa duda ha permanecido, dilatándose, mientras la película sigue ganando premios y nominaciones, y caen sobre ella nuevas discusiones y respuestas encendidas.
El hombre que ella fue reaparece cuando sus instintos más bajos emergen, y ahí el dibujo de su personaje se emborrona.
Esto no se sofocó pasada la gala de los Oscars. Si semanas antes, en la entrega de los Premios César Emilia Pérez recibía el lauro a mejor película, y ganaba lauros en otras convocatorias por Mejor Canción («El mal»), Filme Extranjero más relevante o por la actuación de Zoé Saldaña, también continuaron las polémicas. El distanciamiento entre sus actrices, la ausencia de Karla Sofía Gascón en varias de esas alfombras rojas, hacían evidente que las señales de alerta emitidas por algunas asociaciones preocupadas por la representación no adecuada de personas LGBTIQ+, como GLAAD, habían empezado a tomarse en cuenta.
Ninguna de esas respuestas fue tan reactiva y gozosa como Johanne Sacrebleu, la parodia creada por los mexicanos Camila Aurora y Héctor Guillén, con presupuesto obtenido mediante el apoyo de amigos, colaboradores y una campaña activada en GoFundMe, y que confirmó el rechazo de la audiencia nacional cuando Emilia Pérez al fin llegó a las pantallas mexicanas con un retraso sin dudas intencionado. Concebida en tiempo récord y subida a YouTube, es una delirante revancha contra los lugares comunes que Audiard representó y con los cuales sedujo a espectadores para los que México, probablemente, sea solo ese país de traficantes de drogas, mariachis y tequila; estereotipos probablemente también suscritos por los mismos que premiaron canciones escritas en ese español pedestre, que ellos no entienden ni hablan, y en el cual todo conduce a un final de serie televisiva predecible en su sensacionalismo. La recomiendo sin dudas, como una maniobra que devuelve el golpe con ironía, sacando a flote los clichés de lo francés, y que en su versión extendida llegó a varios cines mexicanos, donando sus ganancias a asociaciones de madres buscadoras de sus parientes desaparecidos bajo los efectos de la guerra del narco.
Al concluir la ceremonia en el Dolby Theater, Emilia Pérez había ganado solo el lauro a la Mejor Canción original (Ducol, Camille y Audiard, «El mal»), y Zoé Saldaña sostenía su premio como actriz en papel secundario. Fue eso lo que quedó tras la exagerada cantidad de nominaciones anunciadas en enero. La mejor producción extranjera fue I´m Still Here (Ainda estou aquí), una sólida película del brasileño Walter Salles. Se había ido opacando el brío competitivo del filme francés, al que amén de sus defectos, mucho dañaron las declaraciones poco pensadas de algunos de sus principales gestores, y del que fuimos testigos día a día, con cada noticia, meme y polémica. Ya triunfante, la dominicana Saldaña tampoco escapó a ello, cuando declaró ante la prensa que «el corazón de esta película no era México. No hicimos una película sobre un país sino sobre cuatro mujeres». Y claro está, esa frase valió poco como disculpa porque Emilia Pérez se presenta como personaje mexicano y en tal contexto. Y tampoco pasó desapercibido que ninguno de los premiados por Emilia Pérez incluyera en sus discursos de agradecimiento a la comunidad transgénero.
De la representación a la apropiación
La representación de personas trans sigue siendo un punto delicado. Mientras los debates acerca de Emilia Pérez se aceleraban, se estrenaba también en Netflix la serie mexicana El secreto del río, que funciona como un desmentido rotundo a esa excusa que aseguraba no haber hallado suficiente talento en dicha nación para encontrar ahí a su protagonista. La serie, por cierto, ya se transmitió por la televisión cubana, dejando saber a muchos acá, acaso por primera vez, acerca de las integrantes de la comunidad muxe, quienes, según ese término de origen zapoteca, son personas de género masculino que asumen roles femeninos en todos los aspectos de sus vidas.
En Cuba, salvo algunas representaciones recientes en filmes, documentales o cortos (En cuerpo equivocado, Vestido de novia, Los dioses rotos o Matar a un hombre, censurado de facto durante el pasado Festival de Cine de La Habana y finalmente proyectado en la Fundación Ludwig), los pasos en ese sentido son aún tímidos, y la temática de la transición de género, las cirugías de afirmación o la existencia y relación de las personas trans con el panorama real de la vida cubana, no pocas veces siguen apareciendo en narrativas que perpetúan ciertos mitos, confusiones y tabúes, en lugar de agilizar y transparentar esos asuntos. Es mucho lo que queda por hacer.
«Je m´appelle Emilia Pérez» [Mi nombre es Emilia Pérez], parece decirnos este filme, en una contradicción irresuelta, mexicano-francesa, entre lo que narra y quienes han elegido cómo narrarlo. Si Jacques Audiard añadió a su filmografía un título que trata de mostrar algunos de sus recursos y termina exponiéndolos del peor modo, la que ha salido más herida de todo el fenómeno ha sido su protagonista. El camino al Oscar que le auguraban muchos se ha convertido en una senda tortuosa en el que ella misma ha tropezado con la persona pública que también construyó en ese sitio escabroso que son las redes, y las burlas y ataques que ha recibido son tal vez la mejor advertencia y lección que puede legarnos Emilia Pérez.
La visibilidad de personas trans sigue siendo un problema que la empatía por mandato o la representación descolocada o sobreintencionada no ayudan a asimilar en su dimensión más precisa, y ese dilema nos toca a todos, dentro o no de la comunidad que ellas integran. Ahora mismo es en ella en quien pienso, en Karla Sofía Gascón, con sus aciertos y desaciertos: todo eso que la ha mostrado desde su perfil más vulnerable. Y en Demi Moore, que se quedó a un paso de la consagración que los ejecutivos de Hollywood siempre le negaron: ambas sin el Oscar que se llevó la veinteañera Mikey Madison. En esas mujeres, en esas personas. Lo que ellas, y todas las otras nominadas sienten tras el último aplauso y cuando todo culmina, es la manera en que Hollywood, el cine, y nosotros mismos, las vemos, entendemos, abrazamos, rechazamos o discutimos. Y la sensación que me inunda es la de saber que, probablemente, tampoco esta vez, tras el último golpe de glamour, se haya comprendido cómo hacerlo mejor.

