Un centenario de Celia Cruz para que vuelva a La Habana

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Aunque saliera de Cuba el 15 de julio de 1960, para nunca más volver a los escenarios de La Habana donde fue ganando la fama y el éxito que pocas figuras podían disputarle, Celia Cruz nunca se fue del todo de su tierra, aunque también es cierto que jamás regresó en la dimensión en que ella lo soñaba. Permaneció, como ocurrió también con otras figuras importantes de la cultura de su tiempo que optaron por el exilio, en una especie de limbo, de index mencionado en voz baja, cuyos integrantes eran nombrados en alguna nota al pie, o cuyas grabaciones, libros, etcétera, se apilaban al fondo de archivos y estantes de bibliotecas, emisoras y fonotecas.

Dejar la isla en aquel momento frenético de los primeros años de la Revolución era inmediatamente descrito como traición, y en el caso de Celia Cruz, la voz triunfante de la Sonora Matancera, ese agravio parecía ser mayor aún debido a la inmensa popularidad que ya había conquistado. La suya no era una ausencia más, fácil de ocultar en la vorágine de cambios, discursos, nuevas leyes, nacionalizaciones y cierres abruptos que se sucedían sin descanso.

Ella, que había estrenado ante los micrófonos «Cuba, qué linda es Cuba», el nuevo himno de Eduardo Saborit, no llegaría a registrarlo en discos, como nos recuerda en su útil biografía Rosa Marquetti (Celia en Cuba, 1925-1962, Desmemoriados, 2022). A su salida, con rumbo a México, la acompañaba su repertorio de éxitos, pero cantarle a su Isla, desde ese momento, para ella significaría buscar en el mapa un punto al que nunca su garganta renunció, aunque su adiós sellara el final de un tiempo en el que su voz se había hecho, para los cubanos, casi omnipresente.

Celia cruz benny more
Celia Cruz, Benny Moré, Rolando LaSerie y Celeste Mendoza

En abril de 1962, ocurre la ruptura definitiva con el gobierno cubano, que le niega el permiso de entrada para que Celia pudiera acudir al funeral de su madre. La medida puede entenderse como una especie de castigo, como un acto de fuerza ejemplarizante que a ella le dolió en lo más hondo. Por muchas gestiones que emprendió, ofreciendo el dinero que fuese necesario, no pudo acompañar a su familia en ese momento, y en su memoria ese instante y esa prohibición marcan un antes y un después.

El recelo político se acrecentó, y desde los dos lados de su trayectoria: el que continuó de manera triunfal hasta coronarla como reina indiscutible de la música latina, y el que desde Cuba intentaba disminuir sus triunfos, silenciarla o darla por muerta en vida. Aún hoy, ese mismo recelo deviene una clave que contamina casi todo lo que entre un punto y otro se sigue documentando alrededor de Celia Cruz.

Por su parte, Celia, sin negar jamás su cubanía, sin pretender hacer el crossover al idioma inglés que otros intentaron, siguió cantando ritmos de su país y de otras naciones latinas, sin un físico de belleza convencional y fiel al público que la acogió. Se reinventó varias veces, junto a la Fania All Stars, junto a Tito Puente, Johnny Pacheco, con amigos como Lola Flores y Oscar D´León y muchos más, incluyendo artistas más jóvenes que reconocían su legado.

Al morir en el 2003, todo ello pasó a una nueva dimensión, mucho mayor que la anunciada por los premios Grammys y los honores que recibió hasta que la salud la dejó saludar a su público. Y fue menos estricta que quienes vetaron su nombre en Cuba: cantó a compositores nacidos en su Isla, como Pedro Luis Ferrer o Cándido Fabré, aun sabiendo que en su Isla se le ninguneaba. Pero a una reina auténtica, nada ni puede ningunearla.

A su manera, ella fue una embajadora de lo Cubano, más que de Cuba únicamente. Cargó con ese mito al que fue añadiendo sus vestuarios llamativos, sus pelucas, sus zapatos, y su grito de guerra: ese «Azúcarrrr», que la identifica incluso más allá de su muerte. La despidieron en sus funerales no solo cubanos: multitudes de latinos y de admiradores de orígenes diversos dieron adiós a su ataúd en Nueva York y en Miami.

En su tumba del Woodlawn Cemetery, en New York, descansan sus restos junto al puñado de tierra que tras su único regreso a Cuba, para actuar en la Base Naval de Guantánamo, en 1990, ella recogió con tal propósito, alargando la mano a través de la reja que separaba el territorio cubano del ocupado por los militares estadounidenses. El gesto, en buena medida, une también los extremos de lo que en términos políticos ella significó, y la polémica que en ese sentido siempre también la acosara. Un símbolo en el que ella, por encima de cualquier barrera, quiso siempre imaginar la posibilidad de un regreso.

***

A la salida de Cuba, Celia Cruz debe procurar una nueva fase de su carrera. Y lo conseguirá, con tenacidad y el profesionalismo que siempre la caracterizaron, llegando a ser a escenarios tan prestigiosos como el Carnegie Hall, en 1963, en la primera de sus presentaciones allí, a la que seguirían otras once, ocurriendo la última de ellas el 11 de noviembre de 2000. La comunidad de latinos emigrantes la verá como un icono, y ella simbolizará para muchos la posibilidad de abrirse paso incluso más allá de la seguridad y el amparo de la tierra madre.

Para los cubanos, afincados en Miami y La Florida, Celia será un emblema esencialmente político. Su estatus de reina creció, reina desterrada de su patria, pero no de esa segunda patria que fue para ella la música, desde la cual persistió en anunciarse ante el mundo no solo como una cubana, sino como un modelo de cubana, artista y patriota, en su propia dimensión.

Celia Cruz Juana Bacallao
Celia Cruz y Juana Bacallao

Resurgió en los años 90, en una de sus últimas encarnaciones, y se anotó éxitos como «La vida es un carnaval», ante nuevas generaciones. Obras de corte musical, apariciones en películas como Los reyes del mambo, y nuevas colaboraciones, la consagraron en nuevos estadios de su trayectoria, anunciándose incluso alguna vez un biopic que protagonizaría Whoopi Goldberg y que jamás se concretó. Su carrera, manejada con inteligencia, fue una serie continua de aplausos, lo mismo en Colombia, Perú o España y Japón, entre los cuales siempre hubo algún momento para evocar a Cuba, donde quedó parte de su familia y donde ella, aunque no lo demostrara, sabía que de algún que otro modo se le seguía mencionando así fuera a sotto voce.

Cuando supo, por ejemplo, que la primera edición del Diccionario de la Música Cubana, concebido por Helio Orovio, no incluía referencia alguna a su aporte, se disgustó, con razones de sobra. Aunque en 1992 apareció, editado por Letras Cubanas, una edición ampliada en la cual el investigador sí pudo incorporar la ficha correspondiente, esa molestia perduraría.

Celia contó la anécdota ante las cámaras del programa español El Séptimo de Caballería, con la misma pasión con la cual Helio, por su lado, narraba el desafortunado encuentro que tuvo con la cantante, cuando a pesar de intentar disculparse por la ausencia de su nombre en la edición de 1981, ella no quiso escuchar sus razones.

Su cubanía la justificaba ampliamente para estar incluida en ese libro que quedaba como el primer referente de su tipo en la Isla. La segunda edición, que además insertaba una foto de juventud de Celia, trataba de subsanar ese error y de restañar esa herida. El libro, por cierto, costó varios dolores de cabeza a su autor, en el intento de ampliar sus páginas para no dejar fuera a quienes, como ella, también desde el exilio y por encima del disenso político, debían ser reconocidos en ese segundo volumen, que se vendió en una tirada concebida para las librerías que operaban en divisas.

En la primera edición, el nombre y las referencias a Celia Cruz no fueron las únicas ausencias evidentes. Tal y como sucedió con el Diccionario de la Literatura Cubana preparado por el Instituto Cubano de Literatura y Lingüística (Tomo I, 1980; Tomo II, 1984), la mayoría de aquellos creadores que a pesar de su relevancia habían entrado en el mismo index, fueron eliminados de dichas páginas, en las que no existe Severo Sarduy ni Lorenzo García Vega. La reescritura de la memoria nacional también se asumía por obra del borrado, de la falta de un rigor que prefería silenciar a esas figuras antes de explicar cómo ellas dilataban y enriquecían la historia que esos libros pretendían fijar.

En el caso de la música, sobre todo la relacionada con el ambiente festivo y bohemio de las noches cubanas, cantantes y compositores se vieron desplazados no solo por el cierre o la nacionalización de bares, cabarets y casinos donde actuaban, sino además por un rechazo de corte ideológico que calificó sus apariciones como parte de un mundo que el nuevo orden político debía eliminar, y ello incluyó lo mismo a boleristas de fama que rápidamente se fueron al exilio, como Olga Guillot, que a los integrantes del feeling, a los que se acusó de crear «música para enfermitos».

La música cubana, afianzada en el desarrollo del disco y en sus enlaces a la radio, la televisión y el cine a través de las numerosas coproducciones con México, perdió sus conexiones con el mercado internacional, quedó fuera de un circuito de retroalimentación que era parte esencial de su dinámica, y además se vio limitada en su abordaje a nuevos ritmos y tendencias, como el rock, debido al recelo de los nuevos comisarios culturales que veían en tales expresiones una fuente de diversionismo ideológico.

La canción protesta, el apoyo a las voces de la Nueva Trova y al folclore latinoamericano vinculado a las ideas de izquierda terminaría dominando el panorama, en el que de vez en vez asomaba algún raro asomo de frescura o atrevimiento, gracias a intérpretes que persistían en mantener en sus repertorios a nombres caídos en desgracia, como Ernesto Lecuona o Meme Solís, a quienes Elena Burke, Esther Borja o Rosa Fornés defendían desde sus cotas de bien ganada popularidad.

El Festival Internacional de Varadero de 1970 pudo dar una idea más exacta de lo que, a fines de la primera década revolucionaria, estaba en el ambiente sonoro de la isla: desde la música tradicional asumida por orquestas veteranas hasta la influencia del rock pasado por agua y a la española de algunos invitados. El decenio siguiente sería más estricto, y añadiría a la cuota de lo que podía radiarse o difundirse reglas que priorizaban la música nacional, dejando fuera de ello, claro está, a los exiliados.

La aparición de los diccionarios mencionados, en el arranque de los años 80 forma parte de una directiva que intencionadamente quiso allanar el terreno, tomar una determinada distancia de lo hecho y lo perdido, aunque sin reconocer los errores del proceso, y dependiente aún de las sospechas que tímidamente emprendieron la recuperación de figuras como José Lezama Lima, Virgilio Piñera o Dulce María Loynaz, en una maniobra gradual de restitución que, en lo literario, permitió que autores en su mayoría fallecidos en el exilio volvieran a la letra impresa: Agustín Acosta, Lydia Cabrera, Lino Novás Calvo, entre ellos. A lo largo de los años 90, y a pesar de los rigores del Periodo Especial, ese gesto continuó: se publica a Gastón Baquero, Eugenio Florit, Carlos Montenegro, etcétera, mientras llegan a los estantes nuevas ediciones de la Loynaz, Piñera, Lezama, e incluso Severo Sarduy, a quien un célebre crítico reprochaba su «mariposeo afrancesado». Pero la voz de Celia Cruz no estaba aún de vuelta.

En cierto modo sí. Porque ya a fines de los 80, dentro del ambiente más relajado que vivió el país en la segunda mitad de la década, ese afán de restitución se fue sintiendo como una demanda más nítida por parte, sobre todo, de jóvenes creadores. El rock, en sus múltiples variantes, se fue haciendo más perceptible en las ondas radiales y televisivas. Y de cuando en cuando, saltaba alguna sorpresa: Maggie Carlés, en uno de sus espectaculares conciertos de su despegue como solista, cantó desde el escenario del Karl Marx y ante las cámaras de la televisión un medley de temas bailables que los entendidos reconocieron como un homenaje a Celia Cruz, a partir de canciones tan populares en su voz como «La candela», «Yerberito moderno» o «Químbara».

Parecía el anuncio de una resurrección muy esperada. En 1992, sale la ya mencionada edición del Diccionario de la Música Cubana, con su entrada, breve pero al fin visible, dedicada a la gran cantante. Y en 1994, Alberto Pedro estrena, con el grupo Teatro Mío, la pieza Delirio Habanero, que además es publicada por la revista Tablas. En ella, dos locos pretenden ser nada más y nada menos que La Reina y El Bárbaro, asegurando ser Celia Cruz y Benny Moré. La obra, dirigida por Miriam Lezcano, contó con el apoyo de la Fundación Pablo Milanés y se presentó en Cuba y otras naciones, con las actuaciones de Jorge Cao, Zoa Fernández, Michaelis Cué y Bárbaro Marín, a lo largo de su vida en escena.

Un contacto no menos sorprendente sucedió durante el XVIII Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de 1996, al estrenarse el documental Yo soy del son a la salsa, concebido por Rigoberto López, autor del guion junto a Leonardo Padura. Trazando el recorrido por nuestra historia musical y sus conexiones con el Caribe y otras naciones, presenta entre sus numerosos testimoniantes a Celia Cruz, en su primera aparición en un material público tras sus muchos años de exilio. La presenta Tito Gómez, quien evoca con cariño a esa negrita de Santos Suárez que acabaría alzándose como una reina por derecho propio.

Los espectadores recibían a Celia Cruz con aplausos en la sala, primero viéndola cantar «Pinar del Río, qué lindo eres» y luego dialogando con Tito Puente acerca de su concepto de la música salsa, a la que describe, con su gracia habitual, como música cubana a la que por decisión del mercado se le incorporaron elementos de otras sonoridades latinas. El documental ganó el premio Coral en esa edición, y el Premio de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica. No poco debió haber pesado el nombre de Alfredo Guevara, presidente y fundador del evento, para que el documental se viera en la competencia de aquel año.

En el año 2000, la cantante Haila Mompié lanza su disco de homenaje a Celia Cruz, añadiendo su nombre a las figuras que han rendido tributo a la Guarachera de Cuba, en una línea que enlaza a intérpretes como Lucrecia, La India, Aimée Nuviola, Jennifer López y otras que de distintas maneras se han inclinado ante la Reina, mediante diversos homenajes. En este caso, todo el fonograma revisita grandes éxitos de Celia, bajo la supervisión de Isaac Delgado, ahijado de la propia Celia Cruz, que versiona «La vida es un carnaval», uno de los mayores hits de la última etapa de la gran cubana —a quien el libro Guinnes había reconocido el récord de mayor cantidad de espectadores en un concierto tras el protagonizado por ella en Santa Cruz de Tenerife, en 1987, ante 250 000 personas.

De pronto, la voz de Celia Cruz aparecía aquí y allá, en la banda sonora de una película como Amores perros, o se le podía ver en los videos que le dirigió Ernesto Fundora en México, como el muy sonado de «La negra tiene tumbao». Y aunque el veto oficial sobre su carrera y su legado se mantuvieran en Cuba, desde la cultura había siempre alguna forma de saltar ese cerco.

En 2006, cuando Teatro de la Luna presenta su propia versión de Delirio Habanero, una nueva generación entendió en ese montaje de Raúl Martín sobre la pieza de Alberto Pedro otra forma de acercarse a los mitos de Celia, el Benny y la Cuba en ruinas que cada noche sueña con volver a su antiguo esplendor. En el primer elenco de ese multipremiado montaje estaban Laura de la Uz, Mario Guerra y Amarilis Núñez. Al recoger su premio de actuación por el personaje de La Reina, en el Festival de Camagüey, Laura de la Uz no dudó en dedicarlo a Celia Cruz, ante todos los presentes.

El silencio y las suspensiones de ahora contrastan con otras visiones de Celia Cruz en nuestros escenarios.
Laura de la Uz como La Reina de Delirio Habanero, de Teatro de La Luna, en la portada de Escenarios que arden

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La abrupta suspensión de la ceremonia que Fábrica de Arte Cubano había anunciado para el 19 de octubre en saludo al centenario de Celia Cruz demuestra que no han cambiado, sin embargo, muchos de los factores que en otros casos sí han cedido, y que deberían finalmente reorganizarse para que el nombre de esa mujer consiga aquí lo que no se le ha negado a otros, incluso a explícitos enemigos de la visión política del gobierno cubano, que han sido rehabilitados en su país natal.

En julio del 2003, cuando Celia fallece, pude ver durante una estancia en Londres, las imágenes de su funeral y las calles de New York y Miami colmadas durante el adiós que tantos cubanos, junto a muchas personas de otras naciones, le tributaron. Ya había empezado a escucharla, y gracias a Bladimir Zamora y Sigfredo Ariel logré, no solo entenderla como una figura cimera de nuestra música, sino como un símbolo perdurable y polémico de las tensiones que lo Cubano también lleva consigo.

Acaso esa sea la grandeza que algunos funcionarios se niegan a reconocerle: su capacidad para, siendo una mujer de origen humilde, afrodescendiente, distante de los cánones de la belleza tradicional, haber triunfado en tantas latitudes confirmándose en otra manera de encarnar una identidad y sus múltiples maneras de disenso: su poderío como cubana que jamás renegó de su tierra, y encarnó fuera de ella otras metáforas de nuestra identidad. Y desde esa dimensión, aún les sigue siendo incómoda, demostrando de qué modo sigue viva, a 22 años de su fallecimiento, lo cual no deja de ser irónico, como reverso de esas maniobras de silenciamiento y de censura.

La escueta nota que se publicó en Granma como obituario parecía contabilizar sus líneas para, al tiempo que la reconocía como una «importante intérprete cubana, que popularizó la música de nuestro país en Estados Unidos», añadir que «durante las últimas cuatro décadas se mantuvo sistemáticamente activa en las campañas contra la Revolución Cubana generada desde los Estados Unidos», y subrayar que «fue utilizada como icono por el enclave contrarrevolucionario del sur de la Florida». De sus premios, sus discos y su alcance mucho más allá de las tierras norteamericanas, ni una palabra.

Ahora, la no menos escueta nota publicada por el Centro Nacional de la Música Popular ni siquiera la menciona, aunque ella haya sido el eje de lo planeado para esta velada, no solo por Teatro El Público que fue invitado por sus gestores a recrear momentos musicales y anécdotas de la vida de Celia Cruz, dentro de un programa que además incluía la develación de una estrella dedicada a la cantante en la galería de artistas cubanos de la propia Fábrica, cuyo equipo optó por rendir tributo en silencio a la Reina, iluminando por una hora una butaca vacía en la sala donde se había programado el homenaje y el espectáculo concebido por Carlos Díaz y Teatro El Público. Tampoco puedo afirmar si la estrella que se le dedicaría ha sido develada.

Por otro lado, el Ballet Nacional de Cuba, que anunció durante su reciente gira por Asia una coreografía en saludo al centenario de la Guarachera, tampoco ha explicado la causa de la suspensión de tal proyecto, que fue anunciado por su directora incluso en Cubadebate. Lo que se sabe no se pregunta, reza un utilísimo refrán. Aunque la Orquesta Faílde sí consiguió presentarse en homenaje a Celia, en el escenario del Pabellón Cuba, en la tarde del 31 de agosto*, como puede verse en varios reels de sus plataformas digitales. El por qué unos sí y otros no, ese es otro misterio a discernir que por ahora no queda resuelto.

El silencio y las suspensiones de ahora contrastan con otras visiones de Celia Cruz en nuestros escenarios: Teatro de las Estaciones estrenó en el 2012 Burundanga, su homenaje titiritero a Lola Flores y a la Guarachera de Cuba, a partir de un texto de Luis Enrique Valdés Duarte. Teatro La Proa la tiene incluida, mediante una marioneta, en sus shows de cabaret titiritero. Para Teatro SEA, dirigido en New York por el boricua Manuel Morán, escribí La Gloria, A Latin Cabaret, en homenaje a Daniel Santos, Myrta Silva y Celia Cruz, en 2015. Teatro de la Luna, con nuevos elencos, ha repuesto su Delirio Habanero. En el Diccionario de Mujeres Notables de la Música Cubana, de Alicia Valdés (dos ediciones: Unión, 2005 y Ediciones Oriente, 2011), está incluida, tanto como en el monumental empeño de Radamés Giró, aparecido en cuatro tomos (Diccionario Enciclopédico de la Música en Cuba, Letras Cubanas, 2007 y 2009).

En el 2015 se estrenó una serie de televisión sobre su vida, que quedó por debajo de lo que se esperaba, pero reavivó parte del interés que también ha impulsado empeños como Celia, el musical, escrito por Jeffry Batista y Gonzalo Rodríguez. La aparición en 2022 de Celia en Cuba, el volumen de Rosa Marquetti, deviene referencia ya ineludible, que está ya por ampliarse con la llegada de su continuación, Celia en el mundo, en este mismo 2025, en el que se le dedicó un panel en el Coloquio Voces de la República como saludo a su centenario y al Trío Matamoros, desde Sancti Spiritus.

Celia Cruz Rosa Marquetti
Celia en el Mundo Rosa Marquetti

Gracias a una amiga, tengo a mi lado varias de las monedas acuñadas en los Estados Unidos con la efigie de la Reina de la Salsa, que quienes siguen su culto guardan como nuevas reliquias. Omer Pardillo, el guardián de su legado, se ha encargado de cuidar por el uso de su imagen, y ha organizado exposiciones, homenajes, eventos y conciertos donde se le señala como una figura mayor, tal y como ella merece. He seguido esas huellas, desde aquel día en que, al oírla entonar «Tu voz», uno de sus himnos de batalla, quedé fascinado. Basta escucharla para entender lo que su garganta y su presencia reajustan ante nosotros, más allá del quiebre que lo Cubano ha cargado consigo desde los extremos de una discusión (de un lado y otro) a ratos tan sordamente política. La oigo, y la redescubro en homenajes tan hermosos como el álbum que le dedicara, en 2019, Angelique Kidjo.

La leyenda asegura que el silencio que pesa sobre Celia proviene del disgusto que a Fidel Castro le provocó el saber del exilio de una de sus cantantes predilectas. Detrás de esas esquinas del mito, de todas las discusiones que podemos asumir desde su biografía, queda la realeza de esta mujer. Que fue consecuente con sus creencias (tanto las religiosas como las políticas) hasta el último día de su existencia. Y que insistía, frontal, una y otra vez, en reafirmarse como cubana, cantando los versos de la «Guantanamera» en noches tan enfebrecidas como aquella de la célebre gira que emprendió hasta África, con la Fania, en 1974.

Espero que algún día podamos recordar estos gestos que la niegan solo como parte de una anécdota, al igual que los momentos en los cuales (como ocurrió en una emisión de La pupila asombrada, en 2020), se le ha querido manejar sin ir al fondo de su historia, en tironeos poco felices. El «caso» Celia Cruz es un indicador de cómo este país, desde 1959 hasta acá, ha endurecido y flexibilizado, ante ciertos nombres y conveniencias, vetos, tabúes, dinámicas de diálogo y presencias, asimiladas o no en el imaginario que la Revolución ha generado, y en el que se mezclan supresiones y bienvenidas, endulzadas por una oportuna desmemoria, desde la cual han regresado (o no) al canon nacional artistas y personalidades que algunas vez fueron tachados con saña.

En ese vaivén también se discute la identidad, y la espiritualidad, que suelen ser fluidos que no caben en consignas estrechas. Asumir esas contradicciones y choques de conciencia será labor que en el futuro, con mano inteligente y puntual, tendrán que emprender no pocos estudiosos e investigadores, a fin de recomponer una Historia en la cual la cultura también ha contribuido como una lectura vibrante, en su propia autonomía y en su rotundo devenir.

En el año 2000, la revista Salsa Cubana la ubicó entre los mejores intérpretes de la música cubana, tras una encuesta que la ubicó junto a Esther Borja en el sexto escaño de ese repaso. Un cuarto de siglo después, estamos pensándola en su centenario, desde quienes la entendemos como una artista fundamental e imborrable, hasta los que aún la consideran un nombre y una presencia incómoda. Si se registra más a fondo, se le encontrará en muchos otros gestos y evocaciones desde la isla donde nació. Lo que ella nos indica, alzando nuevamente su voz, es que Cuba puede reformularse desde esas contradicciones sin negar otro horizonte. Y que en ese espacio intermedio entre la admiración y la negación, hay otra Cuba que se debate, que espera, y que palpita, desde el latido que en nuestra música y nuestra cultura nos explica ante el mundo, intensamente.

*El texto fue editado para corregir la fecha de presentación de la Orquesta Faílde

12 COMENTARIOS

  1. Excelente texto Norge. Reaparece como siempre el pensamiento dogmático, ahora intentando sepultar en el olvido a Celia Cruz, inscrita en el patrimonio cultural de la nación cubana.
    El execrable ejercicio del poder y la censura, además deviene en un inmenso error, que evidencia, ignorancia, mediocridad y ausencia de sentido común

  2. Realmente extraordinario este texto, revelador de un acusioso análisis historiográfico,mesurado y enriquecedor.Leerlo permite evocar a tantos cubanos que desde Heredia hasta nuestros días, han forjado en el exilio el pedestal para alzar su voz y defender su legítimo derecho a querer la «Patria».

  3. Buenas tardes.

    Celia Cruz, ondea en la música y su cubanía a esa altura máxima de la Palma Real y en ese acento con cariño y justicia en que la sitúa la Cultura y la exquisita reseña de Norge Espinosa Mendoza. ¡Gracias!

  4. Si mencionamos los nombres de los burocratas que dirigen la cultura hoy en dia, llegaremos a la conclusion que tienen mucho de ignorancia, anemia académica, pobres logros en la música, las letras, el cine, la televisión y la pintura. Están comprometidos con el poder, no con la cultura, por esos estos coletazos a ciegas que son censura pura y dura.
    Ninguno le llega a los tobillos al Dr Armando Hart, a la finada presidenta de Casa de las Americas, Haydee Santamaria, o los cineastas Alfredo Guevara y Julio Garcia Olivera.
    No importa Celia Cruz ni su legado, que es inmenso, irrepetible e insuperable. Lo que les importa es la docilidad y obediencia perruna con el poder. No pueden arriesgar los viajes al extranjero, el carro con chofer y gasolina sin límites; las jabas premiadas con comida y aseo, y por supuesto, los ascensos.
    ESTÁ CASTA MEDIOCRE Y TITERE NO TIENE SOLUCION. HAY QUE ESPERAR A QUE CAIGAN, COMO TODOS.

  5. Gladys Marel Garcia Perez.

    Sólo aclarar que Celia salió en gira, a México , para regresar poco después. La señalaron como contrarrevolucionaria y no la dejaron entrar

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Norge Espinosa Mendoza
Norge Espinosa Mendoza
Poeta, crítico y dramaturgo. Asesor teatral de la compañía El Público desde hace 20 años. Editor de las memorias del coreógrafo Ramiro Guerra y coautor del volumen dedicado a los Premios Nacionales de Teatro, que aún esperan por papel y tinta para ver la luz.

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