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A golpes una mujer ha matado un gato. Según ecos virtuales: para hacerle sopa a sus niños. Tras la ola de repudio llegan las autoridades a poner el cascabel de «aberrante» al acto y fijar una multa de 10 000 pesos que no valen las siete vidas del felino, pero corresponden «por ley». Cabe preguntarse: ¿si es cierto que esta cubana carecía de alimentos para proveer a sus hijos tendrá con qué liquidar tal penalización? ¿Fue un episodio fortuito o una alarma de prácticas refractarias? ¿Cuántos excesos equivalentes pueden darse en contextos silenciados? ¿Cuántos libertinajes trajeron estos lodazales? ¿Servirá consecuentemente de escarmiento? Vivimos de preguntas donde no hay respuestas. Pero más allá de esas interrogantes al margen, existen dilemas de raíces profundas y soluciones pendientes.
El suceso de marras —que sin dudas califica de deleznable— ha vuelto a poner en candelero la polémica del bienestar animal en Cuba, a cuatro años de haberse aprobado el Decreto Ley 31 que pautó el compromiso de organismos estatales, formas asociativas y criadores en relación con el manejo zootécnico y las instrucciones que rigen las actividades de ese ámbito. Además, determinó la responsabilidad individual que asumen los propietarios, tenedores y poseedores de animales para satisfacer las necesidades básicas de estos.
«POR CUANTO: Es un reclamo de nuestra sociedad la implementación de disposiciones normativas que garanticen el bienestar animal y que a la vez contribuyan a concientizar a nuestra población en el cuidado y respeto a los mismos, a los efectos de lograr una relación armónica entre los seres humanos y el resto de las especies, como condición insoslayable para la existencia de todos», expresa en su contenido el instrumento jurídico. Sin embargo, toda ley alberga la trampa de la inobservancia, la interpretación distorsionada o la aplicación a conveniencia, o lo que es peor, el riesgo de ser ineficaz en la práctica.
Por la boca vive el pez
«El pez nunca descubre que vive en el agua. De hecho, como vive inmerso en ella, su vida transcurre sin advertir su existencia. De igual forma, una conducta que se normaliza en un ambiente cultural dominante se vuelve invisible», sostenía Michel Foucault. Esto hace pensar que si bien la viralización del susodicho video puso el dedo en la llaga —como en su momento el del gato en el rodeo de Boyeros, el del perro asesinado, el del caballo apaleado en la vía pública, entre tantos otros ya relegados—, no era en lo absoluto necesario para abrirnos los ojos.
Con pasmosa naturalidad hemos descuidado como sociedad que los animales son también seres senti-pensantes. Esto significa que son conscientes de sentir emociones placenteras; sensibles a padecer miedo o estrés, angustia o dolor, hambre y sed. El derecho animal varía en cada nación, no obstante, se supone que deben respetar que «los animales nacen iguales ante la vida y tienen derecho a la existencia, al respeto, al cuidado y la protección», máxima de la Declaración Universal de los Derechos de los Animales proclamada solemnemente en la sede de la UNESCO en París en 1978, la cual subrayó la jurisprudencia en torno al derecho animal a la existencia en bienestar, así como la obligación fiscalizadora del Estado y de la sociedad.
El derecho animal varía en cada nación, no obstante, se supone que deben respetar que «los animales nacen iguales ante la vida y tienen derecho a la existencia, al respeto, al cuidado y la protección».
En la misma línea de propósitos, la Organización Mundial de Sanidad Animal (OMSA) —según un spot de moda en televisión— sostiene que: «el término bienestar animal designa el estado físico y mental de un animal en relación con las condiciones en las que vive y muere. Un animal está en buenas condiciones de bienestar si (evaluado con pruebas científicas) está sano, cómodo, bien alimentado, seguro, puede expresar rituales innatos de comportamiento y si no padece sensaciones desagradables de dolor, miedo o desasosiego».
Procurando adaptar esa filosofía, la disposición legal cubana deja explícito en su articulado el concepto: «Se entiende por bienestar animal, el adecuado estado físico y mental de un animal en relación con las condiciones en las que vive y muere» (Artículo 2). Aunque vale especificar, el tema de la protección animal tampoco es exclusivo de los cubanos de hoy. Ya desde 1888 se fundó en La Habana una Asociación para la Protección de los Animales y las Plantas, de carácter industrial y benéfico. Años después se reprendió la lidia de gallos y las corridas de toros, y sobresalió el conocido Bando de Piedad (llamado en realidad Sociedad Protectora de Niños, Animales y Plantas) con sus acciones caritativas para resguardar animales.
Volviendo al cuerpo del Decreto Ley criollo, en su Artículo 3 desglosa elementos cardinales:
a) Los animales deben vivir y desarrollarse en condiciones que permitan su subsistencia como especie;
b) deben ser atendidos, cuidados y protegidos por el hombre, para crecer al ritmo natural según su especie, con la satisfacción de sus necesidades básicas;
c) no deben ser abandonados, ni sometidos al maltrato y acciones degradantes;
d) la muerte debe procurarse que sea instantánea, indolora y no generadora de angustia;
e) los escogidos como animales de compañía se les respeta la duración de la vida, conforme a su longevidad natural; y
f) a los de trabajo se les limita el tiempo y la intensidad de su labor, se les ofrece una alimentación reparadora y se les garantiza el reposo.
A tales efectos el papel dictamina por lo claro, pero es la sociedad en conjunto quien decide con su comprensión y actuación si lo establecido se (des)acata. Cosas de humanos: en buena medida se ha mimetizado el maltrato animal; sí, pues lo mismo que existen disímiles expresiones de violencia hay muchas formas de ejercer maltrato o causar perjuicios al reino animal; máxime en momentos de crisis cuando el cúmulo de penurias socioeconómicas ha repercutido directamente en no pocos animales que han quedado en situación de vulnerabilidad y, por tanto, se han convertido en uno de los eslabones más débiles y sufridos de esa «cadena alimenticia».
Lo mismo que existen disímiles expresiones de violencia hay muchas formas de ejercer maltrato o causar perjuicios al reino animal.
Ante las privaciones de alimentos, medicinas y recursos de todo tipo en los hogares, el quebranto moral, así como los elevados costos de la atención veterinaria, han ido en aumento los reportes de mascotas arrojadas a las calles por sus dueños. Como si fuera poco, alrededor de los ejemplares extraviados que pertenecen a razas exclusivas, se ha tejido una verdadera red de «secuestros» y retenciones con el oscuro propósito de cobrar importantes recompensas.
Los animales, tan leales, apacibles y resilientes, no se lamentan de su situación, no lloran sus miserias ni sus pecados, pero desde su perspectiva sufren de qué callada manera los abusos y desdenes humanos. Las leyendas de los perros Hachiko o Rinti (el de la tumba de la fidelidad en el cementerio de Colón) o la gorila Binti Jua, constituyen un aleccionador testimonio de que los animales entienden más de lo que imaginamos de amor y muerte, de altruismo y empatía. No es una mera expresión romántica, desde la fundacional teoría evolucionista de Darwin la comunidad de expertos ha demostrado con diversos experimentos las asombrosas reacciones de bondad, compasión y otras capacidades del instinto animal tradicionalmente asociadas al comportamiento humano.
Los animales, tan leales, apacibles y resilientes, no se lamentan de su situación, no lloran sus miserias ni sus pecados, pero desde su perspectiva sufren de qué callada manera los abusos y desdenes humanos.
Desdichados, les languidece el alma, alma de animal cansado, hastiado de rodar y soportar. Que sean distintos o no encajen en nuestra cosmovisión antropomórfica de la vida, por demás apuntalada desde la posición de fuerza de quien ejerce el poder supremo sobre la fauna y la flora en este universo, no hace a los animales seres inferiores ni predestinados al sometimiento o la humillación. Quizás todo lo contrario, si le creemos a Churchill: «La principal diferencia entre los humanos y los animales es que los animales nunca permitirán que los lidere el más estúpido de la manada».
En esencia, no hay que esperar un video o denuncias en redes para presenciar o debatir sobre el calvario animal, basta con reorientar el telescopio de Buena Fe para convencernos de que el problema nos pasa vestido de cotidiano por frente a las narices. Aterricemos. Eventualmente, con pasividad y regodeo, todos asistimos al zoológico. ¿Qué vemos allí? A simple vista acontece la observación de lo «invisible» (según el axioma de Focault). Por lo general vivimos tan metidos en los problemas cotidianos que apenas analizamos la genealogía de las ambigüedades que nos rodean.
Lo que callan los animales
Un mono —babuino sagrado, para mayor seña— viene y se sienta al borde de su jaula en el zoológico de La Habana, aprieta los barrotes; al fondo, regadas unas mustias cáscaras de melón. Me mira con sus ojos cristalinos, un par de asteriscos desbordados de la paciencia y la nobleza con que los animales se enfrentan a la soberbia del mundo. Cruzamos los silencios y las miradas. Advierto un sordo grito de auxilio. Parece exhausto. ¿Suplica? La escena es ridícula. Hiede. Me siento la peor persona de la Tierra. Y sigo.

Hay otros monos en línea, no hacen piruetas ni chillidos; Rocinante sería el rey al lado de los leones, del tigre blanco o los leopardos, a juzgar por sus costillares y vértebras a flor de piel; un chimpancé aplaude y alarga su negra mano casi humana rogando un pelly o un maní, otro empina el codo tratando de absorber las últimas gotas de Unlaguer, ¡increíble!; el dromedario apenas se sostiene en cuatro patas; ni para rumiar tienen los herbívoros, y mira que sobra (mala)yerba en Cuba, pero lo que no hay es combustible para acarrearla; cada vez hay menos ungulados pero sobreabunda la tenia; una hiena acalorada se mete de lleno al bebedero donde apenas queda un hilo de agua cetrina; el oso es una pelusa gigante; adolescentes irreverentes tiran piedras y latas a ver si el cocodrilo está vivo o muerto; a la popular hipopótama Julia un «jodedor» le ofrece un zapato como si fuera un bocado, al animal burlado no le hace gracia.

«Esto da pena, parece un campo de concentración», me contesta tajante una madre que ha traído a su niña al esparcimiento. La pequeña no rebasa los cinco años y ya está incorporando a través de sus inocentes pupilas un panorama kitsch y desconcertante, contrasta con el patrón de mundo animal, fascinante y armónico, que ha prefijado por sus libritos de cuentos. Cuando uno es niño le horroriza ver animales así de tristes y sin brillo, encerrados en espacios reducidos y cubiertos la mayoría de cemento y rejas. «Aquí hay más aparatos y negocios particulares que animales buenos y sanos; para colmo todo está bien caro, y hasta le subieron el precio a la entrada», agrega la madre transformada en un refunfuño vagabundo.

«Para tenerlos así mejor que los trasladen al Zoológico Nacional, allá tendrían condiciones diferentes, o por lo menos espacios más abiertos», opina otra chica conmovida por el estado sobrecogedor de los felinos. «Pero qué puedes esperar, si no hay comida y mucho menos carne para la gente», remata el muchachón a su lado. «Yo no me quejo, pude ver este parque en sus tiempos de esplendor y es verdad que ahora está bastante desmejorado, pero es una de las pocas opciones céntricas adonde se puede traer a los niños», apunta una abuela salomónica. Las opiniones encontradas al respecto se reproducen también en las redes sociales.

Nada oculto bajo el sol: el zoológico es una jungla artificial de encierros y vacíos. En ese sentido no solo resulta significante el número de recintos vacantes, sino una interfaz hombre-animal-medioambiente de arquitectura enclenque, una moralidad patizamba que camina por la cuerda floja, el inventario de perdones y justificantes rayanos en el hastío. Visto lo dicho hasta aquí, se impone la pregunta que algunos preferirán no oír: ¿Qué implicaría si en medio del contexto actual y con sacrosanta transparencia aplicamos en el zoológico capitalino —cabría para cualquier otro del país— la Ley de Bienestar Animal en su letra pequeña, estricta, justa? «Voalá»: podría saltarnos el conejo.

Es inocultable que las circunstancias actuales nos han rebasado, en varios sentidos. Dicho esto, quede claro que no es objetivo juzgar el sentido de pertenencia o el esfuerzo del personal dedicado a interactuar directamente con esos animales en cautiverio. He sabido de buenas experiencias en el manejo y la reproducción de especies, de veterinarios realizando operaciones complicadas bajo condiciones adversas, y hasta de algunos que llevan sobras de sus casas para alimentar a los animales que han llegado a sentir como suyos; aun cuando, dicho sea de paso, esas colecciones de animales no son ni siquiera propiedad del zoológico, sino que son patrimonio de la Empresa Cubana de Zoológicos, a su vez adscrita al Ministerio de la Agricultura.

Eso sí, las evidentes insuficiencias higiénicas y estéticas en la mayoría de las áreas interiores dan fe de los recortes de gastos e inversiones. La dieta es estricta, pobre en variedad y condicionada, mientras en mercados agropecuarios se pudren frutas y vegetales cuya donación o adquisición pudiera ser negociada en favor de animales que dependen de la capacidad de gestión administrativa. A todo lo anterior debe añadirse que sin sueldos estimulantes para los trabajadores ni adecuados aseguramientos logísticos «desde arriba», es de creer que solo una milagrosa inversión financiera y de voluntades mancomunadas podría revertir el estado deplorable de una instalación tan grande, compleja y demandante de cuidados costosos a diario.

También llama la atención que se haya perdido, por ejemplo, la función del antiguo «guardaparques» o que ni siquiera aparezca un empleado capaz de velar e intervenir ante la comisión de las constantes indisciplinas como la de quien lanza una lata de cerveza que puede provocar graves heridas a un chimpancé o la de quien molesta a la hipopótama posada en su verde y mugroso estanque. ¿Será necesario esperar a que ocurra un accidente o que «un arrebatado» se lance a una jaula para tomar medidas «preventivas»?
En perfiles digitales de organizaciones defensoras de derechos animales se reiteran las posturas críticas ante el cuadro que transmiten los animales en una instalación que, al decir de muchos, no cumple los estándares internacionales de bienestar animal. Hablan de desidia y abuso, que todo allí ofrece la imagen de un lugar sin alma, que se trata de seres vivos resistiendo una lenta agonía, y no faltan quienes proponen donarlos a países capaces de mantenerlos. Sin ánimo de desdorar los argumentos de cuidadores y funcionarios responsables, el juicio generalizado es que los animales dan la impresión de los condenados en el corredor del final inexcusable.

Con la esperanza de que no acaben solos los venados de Rita Longa, urge hallar soluciones innovadoras y duraderas dirigidas a redefinir la relación entre animales y humanos, demostrando al menos —lo han conseguido varios zoológicos foráneos— que es posible fundar entornos más dinámicos y enriquecedores para la fauna en ese tipo de ambiente controlado. Las soluciones pueden ir de replantear la gestión administrativa y las relaciones de dependencia, hasta formalizar alianzas incluso con sociedades internacionales de protección animal, sin descartar la alternativa de fundar un proyecto de desarrollo local.
Para no legitimar el bestiario
Cuando se hable de protección animal deben prevalecer los principios éticos y humanistas por encima del discurso utilitario. ¿De qué vale enarbolar un instrumento legal cuando su traducción en la práctica acaba en entredicho? Con bestiales zarpazos —vaya ironía— la realidad hace jirones la piel de la Ley Animal. Es preciso ser francos, llamar las cosas por su nombre, sin arrullar pueriles narrativas que a la larga conducen a chascos.
El sufrimiento, las emociones y la prosperidad de los animales, en el apremio de ser respetados por mandato legislativo, plantean como prioridad responder a razones decisivas: ¿Qué estados afectivos (dolor, temor, angustia o frustración) tienen categórica importancia para el bienestar de los animales? ¿Cómo se pueden identificar, mitigar y prevenir esos estados en escenarios hostiles? ¿Cuándo o en qué medida las políticas de conservación y la cognición científica intervienen en la conformación y posterior fiscalización del marco normativo sobre el bienestar animal? ¿Dónde están los límites éticos y las permisibilidades?
A pesar de su supuesta preocupación hacia los animales, a nivel mundial los zoológicos son técnicamente colecciones o exhibiciones de animales atractivos con el móvil de generar ingresos a partir de los visitantes. En algunos casos pueden representar refugios, mas no llegan a ser hogares. Aun en las mejores condiciones es imposible replicar los hábitats originales. Al compartimentarlos, se impide a los animales desplegar la mayoría de los comportamientos que para ellos son innatos y vitales en estado silvestre como correr, volar, escalar, cazar o acompañarse de grupos familiares.
Los zoológicos legitiman a los ojos públicos que es aceptable interferir en las leyes de la naturaleza y privar de libertad a animales exóticos en función de nuestro antojo pro-cirquero, sometiéndolos al aburrimiento, hacinamiento, destierro y a la violación de su privacidad y sus conductas más elementales. Esas acciones monótonas, obsesivas y repetitivas que prevalecen en la población de animales cautivos suelen provocar un comportamiento estereotipado, destructivo y anormal conocido como zoocosis o psicosis de zoológico.
Para justificar mínimamente su existencia o los «nobles objetivos» que aseguran defender, los zoológicos deben consolidarse como un ecosistema de educación, preservación, promoción de valores orientados a que la sociedad fomente su cultura en cuanto a la protección y el respeto de los derechos animales en cautiverio. Los animales no están ahí porque quisieron, nosotros los trajimos y por tanto es nuestra responsabilidad mantenerlos en las condiciones requeridas, no en las que creemos que le podemos brindar según nuestra disponibilidad de recursos.
Poco humano es someterlos a situaciones traumáticas o dejarlos morir lentamente en esa (mala)suerte de «zoo-ciedad» que manda su señal de S.O.S. a las alturas. Concierne a la Ley velar por ello y hacerse valer con el mismo vigor que se aplica, por ejemplo, al conflicto de un gato. Una ley, si es de espíritu honesto, no admite ambages; si la justicia existe, tiene que ser para todos. Todo o nada.


Excelente artículo…me ha hecho llorar. El maltrato animal se ha entronizado en las fibras de la sociedad. A veces siento vergüenza de ser humana, cdo miro los ojos tristes de los animales deambulantes, me preguntó quien hace respetar la ley….absolutamente nadie. Vergüenza ajena…y sin esperanzas de solución…
Terrible, espantoso, inhumano y vergonzoso, es inconcebible que pasen estás cosas. Si no los pueden o no quieren atenderlos, busquen una empresa particular que quiera hacerse cargo, o una institución extranjera y vendanle el zoo con los pobres animalitos. Este relato me ha dejado muy impresionada y no para bien. La otra situación de la mujer matando un gato para alimentar a sus hijos, me parece una cosa diabólica, espeluznante, asquerosa; a caso esa mujer no sabía que además de estar cometiendo un crimen horrendo lo que iba lograr con su mal proceder era enfermar a sus hijos, pues los gatos tienen muchísimos parásitos y bacterias. Creo sinceramente que ya tocamos fondo. No seremos todos, pero si muchos. Dios nos ayude a salir de lo que estamos viviendo.