Anora y La Sustancia en los Oscars ¿un giro hacia la progresía?

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Este texto contiene spoilers

Tenía un viaje largo la noche de premiaciones de los Oscar este año, no podría estar al tanto de los resultados de forma inmediata. No obstante, una amiga me escribe, en medio de una turbulencia, el siguiente resumen: Anora fue la gran triunfadora.

De las seis nominaciones, logró cinco estatuillas: Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Actriz, Mejor Guion Original y Mejor Montaje. Su director, Sean Baker, marca un registro histórico al llevarse a casa cuatro de los cinco premios.

Para mí fue una sorpresa, no porque dudara de la calidad del valor cinematográfico, sino por el tema en sí, por las escenas explícitas, porque a las trabajadoras sexuales y a las strippers solo se les tiene en cuenta en el confesionario de la moral social, o como fetiches exóticos y sensacionalistas que, más que un abordaje complejo del tema, busca satisfacer la curiosidad y el morbo del público masculino. Y la Academia, además, tiene fama de conservadurismo sistemático.

El filme cuenta la historia de Anora (Ani, interpretada por Mikey Madison), una stripper veinteañera que trabaja en un club de Nueva York como trabajadora sexual. Su vida comienza a cambiar cuando conoce a un nuevo cliente: otro joven (Vanya), hijo de un oligarca ruso, quien le ofrece sustanciosas sumas de dinero a cambio de tener encuentros sexuales en su mansión. Es, a partir de aquí, donde comienza a narrarse un cuento de hadas.

Lujos, fiestas derrochadoras, consumo de drogas y viajes en jets privados recrean las «travesuras» de ambos cuando Ani acepta ser su dama de compañía por una semana. En un viaje exprés, llegan a Las Vegas donde, impulsivamente, contraen matrimonio. Es un hecho, Ani encontró a su príncipe azul, quien la sacará no solo de la pobreza sino de los burdeles, y este no es un dato, ni un conflicto menor. El trabajo sexual durante toda la película es abordado desde el pleno consentimiento, no obstante, es latente que todas las strippers sueñan con «atrapar» a un cliente millonario que las saque de allí.

El éxito de Ani, por tanto, se vuelve el éxito del sueño americano. Un sueño americano narrado desde los márgenes que habitan las mujeres jóvenes migrantes, que venden sus cuerpos y destrezas sexuales, a cambio de reproducir la vida en mínimos términos. No es el sueño americano típico, casi siempre protagonizado por varones que logran ser exitosos por voluntad y empeño propios, sino que este ha sido labrado desde el sexo transaccional de las mujeres pobres.

El éxito de Ani, por tanto, se vuelve el éxito del sueño americano. Un sueño americano narrado desde los márgenes que habitan las mujeres jóvenes migrantes.

Pero la felicidad dura muy poco. La familia de Vanya viaja a Estados Unidos y, tras mostrar todo el poderío del que es capaz la riqueza, logran anular el matrimonio. Ani es tratada, en todo momento y por todos (incluyendo a su «esposo») como una chica descartable y despreciable. La soberbia de clase la deshumaniza, la humilla en su condición de «ramera»: el hijo del oligarca merece «otra» mujer, porque el pasado siempre nos alcanza. Claro, una moral social en sus formas más hipócritas y corrompidas.

El triunfo fugaz y el fracaso estrepitoso de Ani parece una camisa de fuerza frente a sus colegas del club, frente a la sociedad y, sobre todo, frente a ella misma. Sabe que es una mujer inteligente, suspicaz, fuerte ante los desmanes de la vida, pero también sabe que, al final, es una niña vulnerable con una necesidad extraordinaria de afecto, y con vacíos que canaliza a través del sexo.  

Desde los primeros minutos del filme, las escenas sexuales tejen una intención evidente: lo efímero del placer, o, lo efímero de la felicidad. Gestos sexuales repetitivos, liturgias de deseo ya automatizadas, siempre con el mismo inicio, siempre con el mismo final, pocas variaciones en la dramaturgia de cada encuentro erótico, incluyendo las agitadas relaciones con Vanya.

Una cinta muy atractiva que acaparó la atención desde los desnudos, el exotic dance, la vida nocturna neoyorquina, el morbo sexual, pero que a la vez cuenta sobre el dolor de la soledad y la pobreza en el cuerpo de una joven. Nos encara a esa estructura hermética e infranqueable que es el país más poderoso del mundo y sus intrínsecas desigualdades, donde las mujeres la llevan peor.

Y hay más. Mientras Ani pelea por su matrimonio, tiene sexo, golpea, amenaza, implora, muerde o llora, está peleando también por su dignidad. Si Ani es tremendamente digna, Anora, la película, es una reivindicación de dignidad para las trabajadoras sexuales. Esta es una de las pocas razones por la que celebro el triunfo de este filme Anti-PrettyWoman sin final feliz.

Si Ani es tremendamente digna, Anora, la película, es una reivindicación de dignidad para las trabajadoras sexuales.

Sin embargo, mi favorita del certamen era La Sustancia. Fabulosa entrega de cine gore y body horror que me conmocionó hasta los huesos por su tremenda denuncia contra el mercado de la belleza, especialmente en Hollywood.

No obstante, son varias los significantes que me interpelaron de la película en distintos momentos. Aunque es el núcleo del argumento, no solo la belleza y el envejecimiento de las mujeres en el mundo del entretenimiento fueron los dispositivos de análisis.

Las tensiones, desacuerdos y peleas entre Elisabeth Sparkle (interpretada por Demi Moore) y Sue (interpretada por Margaret Qualley) fueron detonantes de varias metáforas. Una de ellas, la complejidad de los lazos maternos con las hijas, es decir, en las relaciones madre-hija específicamente. Muchas veces establecida desde el control, la jerarquía, la desobediencia y el poder; en falta de una educación conciliadora y amorosa.

También la relación expoliadora con la naturaleza y el vínculo extractivista con ella. La necesidad de apropiarnos de lo bello, aunque eso signifique destrozar la otredad.  Cómo la esquematización de la belleza ha ido borrando de nuestras miradas y sentires la hermosura de las cosas simples, cotidianas. Este sistema de consumo compulsivo nos ha convertido en extractivistas de lo clasificado como bello para alimentar nuestras ambiciones más individualistas.

Este sistema de consumo compulsivo nos ha convertido en extractivistas de lo clasificado como bello para alimentar nuestras ambiciones más individualistas.

Cada vez que la voz del vendedor de la sustancia advertía que ambas (Elisabeth y Sue) eran una sola, nos ponía de frente a los lados de sombra y de luz que tenemos todas las personas; las dos caras de nosotras mismas, nuestros ángeles y nuestros demonios. Con luchas internas, grandes contradicciones y fuertes incongruencias; dicotomías propias que, de no conciliarse, nos puede convertir en verdaderos monstruos —como el resultado final de la sustancia.

Por supuesto, habla también de la industria de la belleza y del entretenimiento que incluye a la salud humana. ¿Qué imagen se nos vende cotidianamente como una mujer saludable? ¿qué estereotipo, qué cara, qué piel, qué cuerpo tiene una mujer saludable? Frecuentemente el mercado sugiere que una mujer saludable es una mujer deseada, bella.

El final, que resultó muy perturbador e innecesario para varios espectadores, fue un recurso empleado a propósito. Mientras los chorros de sangre saturaban varias escenas por largos minutos, pensaba en lo quirófanos, en las mujeres muertas, mutiladas, con secuelas, como consecuencia de perseguir un ideal de belleza instaurado. La industria de la salud es también responsable, forma parte indispensable de la mercantilización de la belleza. Y Hollywood es una pieza clave para reproducir patrones y llenar los quirófanos de mujeres operadas.

Claro que es legítimo modificar alguna parte del cuerpo para sentirse mejor y en aras de una mayor calidad de vida, sin embargo, los sistemas de salud no están estructurados para proporcionar ese servicio desde un enfoque de salud mental del bienestar, sino, al contrario, como una maquinaria para lucrar sobre la base de la falta de ese bienestar, también potenciado desde las industrias de la moda y el entretenimiento. Otro de los monstruos.

Es legítimo modificar alguna parte del cuerpo en aras de una mayor calidad de vida, sin embargo, los sistemas de salud no están estructurados para proporcionar ese servicio desde un enfoque de salud mental del bienestar.

La sustancia es una película que indaga de manera atroz el daño que sufren las personas cuando envejecen (especialmente mujeres), la destrucción que causa la píldora hegemónica de la eterna juventud, la falta de ejemplos y alternativas para transcurrir envejecimientos saludables en cuerpo-espíritu-alma; pero, como he tratado de sondear, va mucho más allá.

Mediante una narración visual y estética desde abyecta hasta dolorosa nos enfrenta a una realidad indiscutible: tod@s vamos a envejecer. Intencionalmente gráfica, grotesca, la cinta nos lleva al límite de la violencia simbólica, a la conclusión de que somos una humanidad destrozada.

La actuación de Demi Moore es conmovedora, formidable, valiente incluso. La admiré de principio a fin, sufrí con ella, me esperancé con ella, rabié con ella. Merecía el Oscar como mejor actriz protagónica, por su estupendo desempeño, pero, también, teniendo en cuenta su edad (ironías que no lo son). Me quedé con ganas de ver a la directora del filme, Coralie Fargeat (novena mujer nominada a mejor dirección), alzar la estatuilla a mejor película. La sustancia solo se llevó el Oscar a mejor maquillaje y peinado, aunque dejó por todo lo alto al género de terror en un certamen donde no ha sido el gran bienvenido.

Alguien me sugirió que no eran temas del feminismo los que abordan las cintas (ni que tuviéramos temas en específico), aunque, según ONU Mujeres, el 91% de las personas inmersas en la trata de personas con fines sexuales son mujeres, lo que sugiere que la industria del sexo y el mundo del sexo transaccional en sus distintas variantes están feminizados. Por su parte, el 87.4% de los procedimientos cosméticos que se realizaron en el mundo en 2018 fueron a mujeres; cifra que en 2023 alcanzó un 86% de mujeres.

Al parecer, a la academia le interesa cambiar su imagen retrógrada, nominando filmes como Cónclave, donde la sorpresa final de elegir un Papa intersexual ha dado de qué hablar; y como Emilia Pérez, muy criticada con total razón por su esencialismo biologicista, su transfobia velada y el irrespeto al dolor nacional de un país como México y sus desapariciones.

Esto no quiere decir que se haya vuelto feminista o le interese de veras el problema estructural de las mujeres, pero ¿por qué este giro en las premiaciones? ¿por qué la industria se está mirando a sí misma bajo estos tópicos inquietantes?

Sabemos que estamos viviendo un momento de fuerte confrontación política, que quiere decir de disputa de las hegemonías, en la que a las élites de la progresía les interesa impulsar temas de este tipo como respuesta a las élites más conservadoras. Tanto la industria como la academia seguirán siendo hegemónicas, resguardando los intereses de sus integrantes, en su mayoría hombres blancos, ricos y heterosexuales. Si bien celebramos estos tintes de cambios, no dejan de ser autocomplacientes.

El debate ha estado bien servido en distintos temas, y eso es lo que hace del cine un arte poderoso: su capacidad de incomodar, interpelar y generar preguntas que trascienden la pantalla. En los próximos meses veremos cómo evolucionan estas discusiones y qué nuevas narrativas nos propondrá la industria. Mientras tanto, seguiremos observando con las gafas bien puestas del feminismo y la interseccionalidad, buscando en el llamado séptimo arte, no solo entretenimiento, sino también expresiones de nuestras propias contradicciones y resistencias.

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Alina Herrera Fuentes
Alina Herrera Fuentes
Abogada, investigadora, activista feminista y antirracista. Licenciada en Derecho por la Universidad de La Habana

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