La Alianza de la Espada

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Tocaron fuerte a la puerta. Tres veces. Yoss se levantó rápido y, aunque estaba cerca, no tuvo tiempo de llegar antes de que volvieran a tocar tres veces más. Abrió y se encontró a tres tipos muy cerca, como si después de tocar cada uno hubiera pegado la nariz a la madera. Los tipos eran muy feos; de hecho, cualquiera de ellos tenía sobradas credenciales para ser el más feo de los tres.

Antes de darle tiempo a recriminarlos por haber tocado tanto, tan rápido y tan fuerte, uno de los tipos (en ese momento el más feo, pues era el foco de la atención) se erigió en portavoz del trío.

—Hemos venido para que seas nuestro maestro.

—¿Maestro de qué? —preguntó Yoss—. ¿Quiénes son ustedes?

—Maestro nuestro —dijo otro, y miró a los otros dos—. Les dije que no se iba a acordar.

—¿Acordar de qué? —insistió Yoss—. ¿Quiénes son ustedes?

—…Que se iba a acordar de nosotros: somos la Alianza de la Espada —dijo el primero.

—Queremos que seas nuestro maestro —dijo el segundo.

—¿Podemos vestirnos como tú? —preguntó el tercero—. Queremos que sea el uniforme de la Alianza.

—A ver, explíquenme todo desde el principio, y que hable uno solo.

—Somos la Alianza de la Espada —dijo el primero, un tipo flaco como una vara, con muchos granos y pelo grasiento—. Queremos llevar la fantasía épica a la vida real, como bien dijiste tú en la conferencia. Queremos que nos dirijas, porque tú eres el tipo que más sabe de fantasía épica en Cuba. Queremos ser como tú. Queremos vestirnos como tú, ir al mismo gimnasio, todo como tú. Además, queremos que seas el maestro de la Alianza.

Yoss se llevó las manos a la cara en un intento de armarse de paciencia.

—¿Cómo tú te llamas? —le preguntó al primero.

—José Miguel, como es lógico.

—A mí no me parece tan lógico; te diría incluso que es una desafortunada coincidencia.

—No es coincidencia —interrumpió el segundo—. Los tres nos llamamos José Miguel. Ayer mismo nos cambiamos el nombre.

—Todo el que quiera ser miembro de la Alianza de la Espada se tendrá que cambiar el nombre y ponerse José Miguel —dijo el tercero.

—Menos los que ya se llamen José Miguel de nacimiento —agregó el primero—. Esos son pura sangre, y tendrán prohibido cambiarse el nombre. Todo está escrito.

—¿Pero qué locura es esta? ¿Escrito dónde?

—Aquí —dijo el segundo sacando un manojo de papeles sudados del bolsillo trasero—. Son los estatutos de la Alianza. —En ese momento, Yoss empujó a los tipos lo más fuerte que pudo y cerró la puerta de un tirón. Diez minutos más tarde llegó el policía.

El policía dijo que lo había oído todo, que ahora sí que iba completo. Que se acordara que tenían micrófonos en todas partes. Que sabían que en esa casa se estaban haciendo reuniones de una secta religiosa que era a la vez un partido político y un círculo de interés. Dijo también que le maravillaba que un tipo como Yoss no supiera que esas tres cosas están prohibidas.

Yoss hizo esfuerzos por explicar que no tenía nada que ver con los tipos, que no intentaban hacer ninguna secta y que, además, era la primera vez que los veía, aunque ellos creyeran otra cosa. El policía se marchó después de advertirle que lo tenía en la mirilla, que se cuidara mucho o se verían muy pronto.

Se vieron muy pronto. Al otro día lo citaron a la unidad de policía de Zanja. Llegó a la estación y el policía de la puerta lo mandó a sentarse y esperar. El único asiento libre era un banco de mármol en donde estaba sentado un vejete desagradable. A Yoss le pareció la encarnación humana de la tuberculosis. Se sentó en la esquina opuesta del banco, todo lo alejado que pudo de la tuberculosis, y se limitó a esperar. A los quince minutos dos guardias le sentaron al lado un tipo que Yoss reconoció al momento. Era el heraldo de la Alianza de la Espada.

—Saludos, oh, maestro, su más humilde aprendiz se postra a sus pies —dijo el tipo mientras en lugar de postrarse se sentaba en el banco en el lugar que Yoss abandonaba para ir a acercarse todo lo posible al vejete tuberculoso.

Pasó mucho rato allí. Se enteró que el vejete estaba en la estación para exigir que le dieran marcha atrás a una permuta que había hecho. El vejete alegaba que había salido perdiendo porque en Luyanó, donde él vivía antes de mudarse, todavía no habían dado el picadillo de carne de noviembre, y en Regla, donde estaba el nuevo domicilio sí, de manera que había perdido el envío. Argumentaba además que no podía darse el lujo de perderlo, porque desde hacía año y medio estaba acumulando las raciones para hacerse una buena comida. No quisiera morirme, le confesó a Yoss, sin comer un poco de carne. Estaba a punto de conmoverse cuando el altavoz arrojó su nombre dos veces matizado con el dejo de bocina rajada. El de la Alianza se levantó junto con él. Claro, pensó Yoss, también se llama José Miguel. Las dudas se aclararon enseguida, cuando el policía del día anterior lo llamó haciéndole señas.

La oficina era pequeña y cuadrada, y el aire acondicionado ponía los pelos de punta. Todo era gris: el buró, las sillas y hasta la planta del rincón. El policía, de rostro gris, fumaba lentamente un cigarro y se mantuvo cosa de un minuto sin pronunciar palabra.

—Te dije que nos veríamos pronto. ¿Sabes por qué estás aquí?

Yoss repasó todos sus actos del día anterior y de la mañana. Evaluó como diez o doce razones plausibles, pero las fue descartando una a una. La mayoría eran muy simples, y las dos o tres que de verdad tenían peso, aquel policía no tenía forma de saberlas.

—La verdad es que no sé. Ni me imagino. No he hecho nada para estar aquí.

—Es verdad, esta vez tienes razón —dijo el policía sacudiendo la ceniza del cigarro en el piso—. Estás aquí para colaborar con la policía.

Se levantó y caminó lentamente describiendo círculos en torno a Yoss.

—Mira, ese que se llama igual que tú, el heraldo de la Alianza de la Espada, título que él mismo se da, ha tenido un comportamiento muy extraño. Ayer, después de salir de tu casa, desorganizó la cola de Coppelia gritando a viva voz, y cito textualmente: «¡Muerte a Vilgefortz, y a todos los Scotia’el! ¡Mueran los malditos nilfgardianos!». Por la noche, cuando un agente de la ley le pidió el documento de identificación frente al cine Chaplin, lo ofendió y volvió a gritar, como un loco, vuelvo a citar textualmente: «¡Abajo Rahl el Oscuro!». Por último, después de ser traído aquí ayer noche tras el incidente, durmió tranquilo, pero hoy por la mañana todos los presos empezaron a vociferar, vuelvo a citar textualmente: «¡Vivan los lobos wargos Stark, abajo los leones Lannister!».

El policía hizo una pausa como esperando que Yoss dijera algo, pero al obtener solo silencio por respuesta, continuó.

—Ya lo vio el siquiatra de la unidad, y dice que el tipo está sano. La gravedad de la situación viene dada por el hecho, óyeme bien, y que esto no salga de aquí, de que varios compañeros, entre ellos yo, creemos que este tipejo se está escudando en personajes imaginarios para gritar en contra del gobierno. Y si es así, óyeme bien, no se lo vamos a permitir. Entonces, ciudadano Yoss, como usted está ligado al detenido, y además, es una autoridad, según sabemos de buena fuente, en esta cosa de la fantasía, usted no sale de aquí hasta que no nos dé una valoración clara de las intenciones de este sujeto.

Yoss tomó aire y miró al policía a la cara.

—Esos episodios que me has narrado no son suficientes para decir nada. Evidentemente el hombre ha leído, y libros caros, que no están editados en Cuba. Ahora, me llama la atención lo siguiente: ha mencionado a Rahl el Oscuro, que es un personaje de la saga La espada de la verdad, obra de escaso valor literario, si se le compara con las referencias a Geralt de Rivia y a la Canción de hielo y fuego, que sí son obras cumbres. Como yo lo veo, hay dos posibilidades: o bien este hombre es un vulgar lector de fantasía épica y no sabe distinguir una obra mala de una buena, o sí lo sabe, y llamó Rahl el Oscuro a un policía para dejar implícito que el policía es un ser inferior. Si este es el caso, deberían tener cuidado con ese hombre.

El policía lo escuchaba sin mover un solo músculo.

—Vamos a hacer una cosa. Déjame hablar con él, así me puedo enterar de sus verdaderas intenciones. Él dice que soy su maestro, a lo mejor puedo aclarar el asunto.

La entrevista con el heraldo de la Alianza fue corta. Yoss enseguida supo que el tipo tenía acceso a La dama del lago, el último tomo de la saga de Geralt de Rivia, que estaba acabado de salir. Cuando se aseguró que se lo prestaría («¡Claro, maestro, no faltaba más, sus deseos son órdenes!») ya estaban bien claras las lealtades. El tipo, sin llegar a caerle simpático, le caía —por mucho— mejor que la policía. Le hizo una seña casi imperceptible y le gritó dos o tres improperios, para despistar a quien oyera detrás de los micrófonos. El heraldo actuó acorde al plan y para rematar la actuación, Yoss le sonó una buena patada por el culo y hasta le dio un empujón al viejo de la permuta. Quedó muy conforme con su actuación.

—Ese hombre es un infeliz, oficial. Todo consiste en un juego. Esas cosas que ha gritado son producto de su imaginación. No tiene por qué preocuparse, nada tiene que ver con el gobierno, este hombre no tiene los más mínimos conocimientos de política. Es un estúpido y un ignorante, fíjese que le pregunté el nombre del vicepresidente de Venezuela y no lo sabe. No hay nada que temer de alguien así.

El policía parecía convencido.

—Sí, tienes razón. Es una vergüenza no saber el nombre del vicepresidente de Venezuela —hizo una pausa—. Pero a veces, los tipos más incultos y más torpes son los que más daño hacen. Además, ofendió a un policía. No puede quedar impune. Lo vamos a tener un par de meses en el calabozo, para que aprenda.

Yoss disimuló una mueca de contrariedad. Dos meses era mucho tiempo. No podía esperar tanto para leer La dama del lago.

—Si me permite, tengo una idea mejor. Si lo retiene dos meses aquí, ese hombre va a estar gastándole recursos al país. Sin contar con que a lo mejor él quiere estar aquí. Todo eso que ha hecho podría ser un plan para comer gratis.

—Tú no eres bruto, no. ¿No has considerado la idea de hacerte policía? Creo que podríamos tener trabajo para ti. A ver, ¿qué castigo propones para ese tipejo? Mira que no saber quién es el vicepresidente de Venezuela…

Yoss volvió al ataque.

—Bueno, algo sencillo. Por ejemplo, dicen que en algunos lugares la policía tiene animales para ayudar en la lucha contra la delincuencia. La idea es asustar un poco a este tipo, no sé, enseñarle algún animal de esos, uno grande si es posible, y amenazarlo para que se deje de boberías.

El policía sonrío. Sin dejar de mirar a Yoss descolgó el teléfono y marcó. Al momento contestaron.

—Oye, es de aquí de Zanja. ¿Cómo está la cosa por allá? Oye, tengo un Código 56. ¿Ustedes tienen disponible el dragón para esta tarde?

Minutos después, Yoss bajaba la escalera de la unidad de policía preguntándose si había oído bien y en el lobby, un oficial de cara gris mandaba a formar a todos los guardias.

—¡Firmes! Atención, que levante la mano todo aquel que sepa el nombre del vicepresidente de Venezuela.

Se vieron en la casa del heraldo de la Alianza. Yoss aceptó ir por la tentación que representaba La dama del lago. Fue el último en llegar. Cuando entró al desvencijado apartamento le llamó la atención que no hubiera muebles. En su lugar, apoyados contra la pared, había dos sacos de yute que rezumaban un líquido verdoso.

—La Alianza ha alcanzado la mayoría de edad, oh, maestro —dijo el heraldo.

—Hemos tenido nuestro bautismo de fuego —dijo otro de los tipos.

—Tienes que decir «Oh, maestro» cuando acabes cada frase —agregó el tercero.

—Bueno, ¿me van a prestar el libro o qué? —preguntó Yoss.

—Claro, maestro, es un honor, pero le tenemos algo más, un modesto presente.

El heraldo terminó la frase y se fue por unos segundos a una habitación en penumbras. Volvió con un ejemplar de La dama del lago casi nuevo. En la otra mano, y tendiéndosela a Yoss, llevaba una espada medieval de casi dos metros de largo. Yoss se sintió perdido por un instante, alzó la mano hacia el libro, pero terminó tomando la espada.

—Nos la robamos del museo de La Cabaña.

Yoss se percató de que el heraldo les señalaba paso a paso las cinturas de los otros. En todas había largas armas blancas.

—La suya es la mejor, pero es un mandoble, no se puede llevar al cinto, oh, maestro. Es una espada para dos manos.

Yoss no sabía qué decir. Todavía con la espada en la mano, preguntó sobresaltado:

—¿Pero ustedes están locos? ¿Qué historia es esta? ¿Cómo se van a llevar cuatro espadas del museo de La Cabaña? ¿Para qué las quieren?

Comenzaba a articular una quinta pregunta cuando habló el heraldo.

—En realidad no son cuatro, oh, maestro. Solo había tres espadas de la época medieval. Hasta que aparezca otra, José Miguel III se sentirá orgulloso de empuñar el machete de Máximo Gómez, que fue lo mejor que pudimos conseguirle.

—La Alianza ha comenzado su tarea, oh, maestro, gracias a usted, que nos ha señalado el camino.

—¿Gracias a mí? Yo no he enseñado ningún camino. A mí no metan en esto.

—Sí, maestro, sí lo ha hecho, pero su sabiduría y modestia le impide reconocerlo.

—Usted nos guio hacia la bestia. Gracias a usted, oh, maestro, supimos que existía un dragón oculto en los túneles populares. Su plan de que me intimidaran con el gigantesco gusano fue genial. Pudimos localizar el escondrijo y nuestras espadas hicieron el resto.

—El machete de Máximo Gómez asestó el golpe final. Como estábamos apurados, solo pudimos tomar dos sacos de carne del bicho —dijo el heraldo al tiempo que daba palmadas encima del saco en donde estaba sentado—. ¿No sabe de nadie que quiera comprar carne de dragón de Komodo? La estamos dando a dos dólares la libra.

Todo ocurrió a la vez. Yoss abrió los ojos como platos y dejó caer el mandoble que sonó en el piso de mármol como si la blandiera un héroe en la batalla. La puerta estalló en pedazos mientras entraban en la habitación dos policías. El heraldo gritó algo y blandió su espada. Un policía agarró a Yoss por un brazo mientras que por el otro lo sujetaba el Aliado de la Espada que portaba el machete. La dama del lago cayó en medio de un charco de sangre de dragón. Yoss se sacudió de sus captores. Con fuerza, con mucha fuerza.

Terminó de leer y dejó a un lado los papeles. Era el primer cuento que leía donde él mismo era protagonista. Se dijo que le harían falta al menos dos lecturas más para captar cada detalle. Fue a la cocina por un vaso de agua. Paladeó lentamente el líquido. Tocaron fuerte a la puerta. Tres veces. Abrió y se encontró a tres tipos muy cerca, como si después de tocar, cada uno hubiera pegado la nariz a la madera.

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Jorge Bacallao Guerra
Jorge Bacallao Guerra
Comediante, escritor y guionista

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