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En mi infancia me encantaban las películas de piratas.
Bueno, y no solo las películas. En los 70, la editorial Gente Nueva publicaba novelas de Jules Verne, de Emilio Salgari y autores de ese jaez. El corsario negro y Sandokan de Salgari, así como sus secuelas y ramificaciones fueron de esas lecturas que uno terminaba para recomenzar enseguida. Pero ya que hablamos de cine, mencionaré The crimson pirate (El pirata hidalgo, 1952) de Robert Siodmak y protagonizada por Burt Lancaster, que a cada rato pasaba (en blanco y negro, en copias conseguidas en países remotos burlando el bloqueo) en el Acapulco, mi cine de barrio.
Como hablo de esa época antediluviana en que no existía, no ya Internet y cuanto implica, sino ni siquiera el video Beta, la única forma de ver películas era a través de los dos anémicos canales de TV… y en el cine. La convicción, la espontánea gritería que manifestábamos los niños en esas tandas matinales del domingo (para mayor INRI, nos repartían paquetitos de huevitos de chocolate, gratis, a la entrada) la querrían para sí muchos eventos políticos.
Las películas de piratas nos enseñaban que era legítimo rebelarse contra la injusticia, que a la larga los buenos siempre ganaban, que a los guardias bastaba darles un golpecito en la cabeza para que cayeran inconscientes, o un buen puñetazo para que salieran despedidos hacia el otro extremo de la habitación, que siempre había una muchacha en apuros y un compinche carismático inseparable del protagonista. También alimentaban nuestra fascinación por el gran espectáculo, por los espacios libres y los relatos épicos. Puede que no fuera esta la mejor película para apreciar las habilidades actorales de Lancaster, pero sí las acrobáticas, que seguiría exhibiendo en Trapeze (1956) de Carol Reed. Y el make believe, la suspensión de la incredulidad, te vencían desde el principio, de manera que cuando en una escena veías a esos hombretones disfrazados de mujeres sin que los malos lo descubrieran, no se te ocurría decir «ñoo, apretaron ahí…»
Otros actores recordados por los piratas que encarnaron fueron Errol Flynn, con aquella Against all flags (Contra todas las banderas, 1952) de George Sherman, que también nos enfervorizaba, y Tyrone Power (el padre de Romina Power, aquella chica que integraba el dúo de Romina y Albano, de la que todos nos enamoramos en los tempranos 80 cuando cantaba Sharazan y La felicitá) con The Black Swan (El cisne negro, 1942), coprotagonizada por Maureen O´Hara. Y algunos más. Esos piratas con un buen corazón soterrado que acaba saliendo a la superficie modelaron en buena medida nuestros juegos infantiles, junto a otros arquetipos, incluido el mambí Nacho Verdecia (Mario Limonta) de las Aventuras.
Por supuesto, estos piratas no salieron de la nada, tuvieron a su vez ancestros ilustres, como Douglas Fairbanks y Clark Gable, pero yo no soy taaan viejo, así que pasemos de los abuelos a los padres.
Pirates (1986) de Roman Polanski, es una película desigual pero que a mí me encanta, aunque no fuese más que porque la protagoniza Walter Matthau, ese feo entrañable que junto a Jack Lemmon integró una de las duplas con mayor química que hayan existido. Además, es de Polanski, que siempre sorprende y jamás ha realizado una película absolutamente mala y sí un montón de obras maestras.
La historia de Pirates es ingeniosamente circular, te lleva al mismo punto donde comienza, y uno sospecha que los personajes, aunque a través de las peripecias de la narración han aprendido algo, en realidad no han aprendido nada, no renunciarán a su manera de ser. El capitán Red (Matthau) y el marinero Frog se ven envueltos, como era de esperar en un relato de esta naturaleza, en un naufragio (de hecho, más de uno), un motín y la búsqueda de un tesoro proveniente de un reino indígena mesoamericano. El humor que impregna la película (y que, justo es decirlo, en ocasiones llega a la astracanada) entrega escenas inolvidables como aquella en que, forzados por arrogantes oficiales españoles, Red y Frog deben comerse una rata y se ofrecen mutuamente, con hilarante cortesía, las mejores partes del roedor. El actor británico Roy Kinnear (que trabajó junto a los Beatles en Help! [1965] de Richard Lester, y muchos recordarán como Jerry, el amigo tramposo de George en la clásica sitcom George and Mildred) interpreta aquí a uno de los personajes más divertidos, Dutch, un pirata tabernero, prestamista y fullero.
Pirates se vuelve algo cansona poco antes del tramo final y, como he dicho, asume un espectro humorístico demasiado amplio. Sin embargo, es también el relato de una obsesión, y el fresco de una época en que los hombres de bien eran tan canallescos y miserables como los bandidos (no, no hablo de hoy). Sin tratarse tal vez de una de sus mejores obras, es de esas películas de Polanski que, recibidas con frialdad en su estreno, el tiempo ha revalorizado.
Otra película de esa generación y tema es Cutthroat Island (La isla de las cabezas cortadas, 1995) de Renny Harlin, con Geena Davis y Matthew Modine. Fue un gran desastre económico y de crítica y desde luego no tiene la factura y el vuelo de la pieza de Polanski, pero la menciono porque en cierto momento la capitana Morgan (Geena Davis) se come no una rata, sino una cucaracha. Coincidencia interesante, ¿no? Lo pone a uno a pensar acerca de cuánto se ha perdido en materia de gastronomía tradicional…
Y bueno, llegamos a la generación de los nietos. Y a Jack Sparrow.
La saga de marras comienza con Pirates of the Caribbean: The curse of the Black Pearl (2003) de Gore Verbinski, con Keira Knightley, Orlando Bloom y Johnny Depp. Ahí la cosa fue bastante bien, pero ya mostraba el que para mí constituye el mayor defecto de la saga, esto es, escorar demasiado hacia lo fantástico, no tomar en serio no ya a corsarios y bucaneros, sino al género de aventuras. Está inspirada en una atracción temática de Disneyland, y vaya si se nota. En la primera aparecen unos marinos que desean liberarse de una maldición; vale, todavía pasa. En entregas posteriores, sin embargo, la serie se desmadra, echando mano a leyendas y mitologías variopintas, a recursos tan irreales que hacen parecer El pirata hidalgo un documento histórico.
Para el lenguaje corporal del personaje, Depp se inspiró en Keith Richards. Y no solo eso, sino que más tarde logró convencerle para que interpretase a Teague, el padre de Jack. Paul McCartney pensó que no podía ser menos, y aparece como el tío Jack en la quinta entrega, Pirates of the Caribbean: Dead men tell no tales (2017) de Joachim Rønning. Ninguno de los dos es un actor, pero mientras Keith resulta curiosamente coherente, Paul no es un pirata aunque se corte una pierna y secuestre un loro.
Los más sagaces habrán intuido que no me gusta la saga, por mucho que presente una pléyade de intérpretes notables (Stellan Skarsgård, Bill Nighy, Javier Bardem) y sea el paraíso de los efectos digitales. Vamos a ver, las veo, me dejo llevar y parcialmente las disfruto, pero luego hay una parte de mí que recrimina al resto por haber perdido un par de horas de mi tiempo, horas que podía haber empleado en algo útil. En escribir crónicas de cine para La Joven Cuba, por ejemplo.


Buena nota que compartiré, si bien discrepe en un detalle. Opino que, aún con su tono cómico, Pirates of the Caribbean logra sorprender como un verdadero homenaje al género de piratas. Aunque se adentra en lo fantástico, captura a la perfección la esencia de las aventuras en altamar y los personajes icónicos de esa época: piratas intrépidos, cazadores de tesoros y marineros valientes. La ambientación de época y los detalles históricos, sumados a la mezcla de acción y humor, convierten a la franquicia en una reinterpretación única que, lejos de ser una simple parodia, celebra y revitaliza el género. Respeta la tradición mientras se permite jugar con ella, devolviendo a los piratas su lugar en la cultura popular. ¡Un logro indiscutible!
Hombre, tanto como indiscutible…
Lo mejor de las películas de piratas eran aquellos largos duelos a espadas en los que el héroe combatía contra más de un oponente, y en los que siempre había una lámpara de araña para poder balancearse de un balcón a otro sin descalabrarse o para dejarla caer oportunamente sobre un montón de enemigos. Tanto los disfrutaba en mi niñez, que cuando veía competencias de esgrima –en los Juegos Olímpicos, por ejemplo– se me hacían algo insulsas. Hasta las películas de Kung fu no volvería a reencontrarme con el placer de una pelea donde el realismo pasara a segundo plano en favor del espectáculo.
Ah, y se te pasó mencionar la mejor película de piratas: «El capitán Blood»; y al mejor pirata (el más icónico): Long John Silver, de «La isla del tesoro».
Abrazos desde nuestra remota infancia.