Draco dormiens nunquam titillandus
(Nunca le hagas cosquillas a un dragón dormido)
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Recuerdo vívidamente la entrevista de J. K. Rowling, la archiconocida madre literaria de Harry Potter, para un documental británico. Afirmaba que a inicios del 2007, cuando escribía Las reliquias de la muerte, su último libro de la saga, estaba contra reloj para la entrega del manuscrito a la editorial y hubo días en que deseó que algo malo ocurriera con su mano derecha. «Una torcedura, un hueso fracturado, una quemadura», confesaba riéndose y sosteniendo un ejemplar del libro con la mano diestra, eran las excusas perfectas para detenerlo todo.
Por lo menos ella sabía, con el éxito asegurado de antemano, que podía contarlo TODO. El mundo esperaba por otra historia del joven mago. Ella no iba a decepcionar al mundo.
Por estos días de incertidumbres, yo quisiera tener a tope mi mano derecha, aún bajo presión, también para contarlo TODO. Porque mis historias tienen su poco de magia. Las historias de todas las mujeres cubanas tienen su poco o su mucho de magia. La diferencia soy yo, o nosotras, cuando hablamos del rol protagónico. En mi caso, mujer en la cuarentena —en edad y rango epidemiológico—, dos hijos, esposo y para mi desgracia, no poseo una varita mágica. Ni siquiera me la dieron a escoger, como a Harry Potter. Mis calderos casi parecieran que hacen magia, pero no. He dicho casi.
En mi barrio todas y todos saben que mi cocina está rebautizada como «el laboratorio de alquimia», porque de un tiempo acá lo mínimo que he descubierto en ella es la piedra filosofal. Algún día la gastronomía cubana me reivindicará. Sinceramente, no sé cómo logro un elogio por parte de mis hombres, porque de toda la vida los potajes de frijoles llevan ajo y cebolla…
Ni qué hablar de hacer las pociones mágicas que contengan leche. Desterramos a los postres. Ahí, frente a la meseta, es cuando una esgrime el socorrido ay, ya yo he tomado la leche suficiente, ahora les toca a mis hijos, que están creciendo, una y otra y otra y otra vez más. Si mi meseta hablara… porque la verdad es que me tiene una paciencia…
Para complacer a mi primer vástago cruzo el Niágara en bicicleta casi todos los amaneceres: la magia tiene sus límites cuando nos referimos a los productos de la bodega. Los subvencionados. Mi hijo mayor tiene dieciocho y el más pequeño apenas seis. O sea, solo tengo asignado un litro de leche diario hasta que cumpla los siete.
Preparo dos biberones —mea culpa si sienten que lo tengo malcriaíto—, uno para la mañana y otro para la noche. No lleno la probeta hasta arriba y así he obtenido ganancias tales que mi hijo mayor puede ir con un vasito de leche para la escuela. Y su respectivo pan de la bodega con… con algo de la carnita con salsa, o la salsa de la noche anterior. Sin contar las dádivas en MLC (léase MAYONESA), pero eso será narrado como Dios manda en otro episodio nacional.
Como en los laboratorios de los magos, por lo menos en las películas y novelas que yo he visto o leído, no se experimenta con chocolate, hago honor a tan solemne apotegma. Yo tampoco tengo semejante polvo en mi cocina. El chocolate, además de que está más perdido que el elixir de la vida, es caro, caríiiiiiiiisimo si te lo encuentras, o él te encuentra a ti. Además, es dañino, crea dependencia y he tratado siempre de criar a mis hijos por un camino alejado de los malos hábitos.
Antes de cocinar la leche, previamente colada —y quienes reciben la leche de la bodega saben a lo que me refiero—, quemo azúcar y mis hijos se toman la leche con caramelo más sabrosa y saludable del mundo. Eso piensan ellos, según creo yo, porque nunca más los pobrecitos me han pedido que le agregue chocolate. Ya se acostumbraron.
Y hacen bien.
Y hablando de acostumbrarse, hace bastante que tampoco me preguntan por el queso y el jamón y las aceitunas y las compotas y los yogures de pote y el helado de verdad y el sorbeto y las galleticas de cualquier sabor y los refrescos de pomo y los jugos de caja y las barras de mantequilla, y, y…
Repito: hacen bien.
Y mi corazón lo agradece.
Si rozo la zona de los vegetales, no hay mandrágora que se escape de mi cuchillito con cabo de madera, el que me arregló Julio, mi vecino. Imagínense las zanahorias, o las coles, o los tomates, o los pepinos, o los ajíes, que son los únicos vegetales que una logra llevar a casa, con precios semejantes al del chocolate, regateados muy duro al carretillero, a la par que le quieres confiscar la pesa y metérsela por el centro de la cabeza cuando te dice: son 400 pesitos namá, mi tía.
(Foto: ADN Cuba)
Aquí prometo, ante la Santa Palabra, no hablar de la malanga ni del guagüí. Por suerte, ya no me especializo en fórmulas de bebé.
En el patio tenemos unas matas de plátanos que cuidamos como un familiar cercano. Que si el agua, que si las babosas, las malas yerbas, renovar las cepas. Todas y todos en el barrio han comido de esos plátanos y de los aguacates, ah, los aguacates. Lástima que los aguacates y los mangos solo sean frutos de estación. Y también son caros.
Aún lamentamos la pérdida de la mata de chirimoya en el verano pasado. Se cayó, sin avisar para poder prepararnos, con tiempo y herramientas motivacionales, de tan fatídica muerte. Con ella fallecieron (sin posibilidad de resurrección, como el ave Fénix) un montón de desayunos y meriendas y regalos en forma de chirimoya. Que el Señor la tenga en la Gloria: fue de enorme ayuda en su vida para tantos. Han existido seres humanos menos dadivosos, me consta.
De más está decir que jamás dedicaré unas líneas a mis encantamientos con carnes. No, no, no. Para ello sí se necesita un diploma de graduada cum laude del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Por ahora tres tips, para los que se embullen con semejantes cocciones tóxicas.
Paso 1: Llamar a algún amigo de un amigo que sepa quién tiene o quién va a matar. (Nos referimos al cerdo, vale la aclaración).
Paso 2: Asegurar, con tu mano sobre el fuego, que vas a comprar más de diez libras. De ser posible, un pernil, aunque sea entre veinte comensales.
Paso 3: Esperar, con la mano vendada sobre el teléfono, para salir corriendo en cuanto tengas luz verde, no vaya a ser que se confundan: te olviden por ser el amigo del amigo y vendan tus diez libritas a otro consumidor más afortunado. En este paso, mi esposo tiene estudios superiores.
(Los tips 4, 5 y 6 están reservados solo para aquellos que hayan llevado a buen término los pasos antes explicados).
(Foto: Cubanet)
Y ahora un minuto de silencio para ponerme seriecita.
¿Que cómo lo logro? ¿Que cómo salgo de la cama diariamente a comerme el mundo? ¿Que cuál es mi fórmula?
Ni los magos ni los hechiceros, ni las mujeres cubanas podemos revelar nuestros trucos. No los hay, no son tales, no existen, al final son pura ilusión, sortilegio.
Aquí me tocó vivir. En este país enterré a mi madre. Cuido por teléfono a mi papá. Aquí estoy envejeciendo y cuidando de mis hombres bajo un techo prestado, con estas ganas de trabajar que tengo, como diría Martí, por la utilidad de la virtud. Y hay días en que me cuesta, sí que me cuesta, vaya que me cuesta…
Yo, como Harry Potter, tengo todavía muchos problemas por resolver. Sin varita, ni escoba que me lleve y me traiga. Lo que daría por una capa como la suya, para volverme invisible a ratos.
Yo, como J. K. Rowling, tengo muchas cosas por decir. Quiero contarlo TODO. He dicho.
Y si tuviera problemas con la mano derecha… seguro que aprendo a escribir con la izquierda.
Posdata: Se me olvido hablar de la magia básica cuando vas a cocinar pollo. Solo lleva el paso 1: Abrir tu mente astral y olvidar que llevas mucho, mucho tiempo cocinando solo pollo…
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