En el gimnasio se quema energía, se suda, y se ríe de las ocurrencias de dos o tres típicos chivadores que ponen a discutir a “messísticos” y “cristiánicos. La algarabía nos llegaba desde la esquina; frente a un consultorio del médico de la familia; los perros contendientes ni siquiera gruñían; se miraban dispuestos a despedazarse mutuamente. Uno es color chocolate, el otro es negro y tiene una banda blanca sobre el pescuezo. En la esquina de la contienda, delimitaban el espacio unas decenas de personas de todas las edades. Había quienes alentaban el combate y se divertían con la furia y el dolor de los canes, y quienes lo censuraban y murmuraban.
“Deberían encerrar en una jaula con un mastín furioso a los dueños”, comentó una estudiante de medicina.
Aquella tarde, hace tres años, me fijé en uno de los dueños de los perros en lidia. Un joven de unos 25 años, con quien varias veces había conversado en el propio gimnasio. Joven muy respetuoso, que siempre me había tratado de usted. Una vez me contó su drama en el servicio militar, y entonces no me pareció que pudiera dedicarse a este asunto de las peleas de perros. El de él, parecía ser el perro negro, con el listón blanco, que aullaba pues el otro lo atenazaba. El muchacho lo halaba por una pata mientras los del bando contrario le aplicaban una palanca a la mandíbula del vencedor, hasta hacerlos soltar.
Un anciano pasa y comenta: “Una vez llamé a la policía y me dijeron que enseguida vendrían, pero nunca aparecieron”, susurra como si se disculpara consigo mismo. “Puro, le hubieras dicho que se trataba de una pelea de vacas, enseguida hubieran mandado la Brigada Especial”, y se ríe el dueño del perro ganador mientras se aleja. Ahora, en el año 62 de la Revolución que nos haría mejores seres humanos, estoy frente a una escena similar en un barrio de la ciudad, sobre calles de tierra y rodeado de casuchas denominadas “llega y pon”. Alguien me hace notar que tenemos una hermosa vista de la bahía, y “qué buen lugar fuera este si estuviera más o menos urbanizado, con buenas casas y opciones culturales. Con un buen nivel de vida no se dedicarían a estas barbaridades”. Pero no estoy tan seguro. Hace tres años vi la pelea de perros en una esquina del populoso y pavimentado Barrio de Oro, a menos de un kilómetro de la estación central de la policía, a una cuadra de la vivienda de un funcionario del PCC provincial de Granma, a menos de trescientos metros de un preuniversitario, una sala de deportes de combate, una plaza llamada ‘de la cultura’.
“Es difícil caerle arriba a eso”, me dice un jefe de sector de la PNR ya retirado. “Ya sabes que no hay una ley contra el maltrato animal. Si no hay evidencia ni testimonio de las apuestas, y casi nunca las hay porque ellos tienen una especie de omertá, lo más que podemos hacerles es ponerle una multa por indisciplina social o llevarlo a que los tribunales le impongan una sanción leve, si son reincidentes”.
El CEDA hace unas semanas denunció las peleas de gallo en un centro turístico en plena Habana. Seguramente, quienes visitan el lugar y se solazan con las aves despedazándose unas a otras, no son personas de barrios marginales de “llega y pon” y calles sin pavimentar.
Conocí hace años en Yara, municipio de Granma, a un criador de gallos de lidia. Antes había impartido la asignatura de biología en un preuniversitario. Fundador de aquel plan de becas en Las Veguitas donde se vinculaba el estudio con el trabajo. El exprofesor se vanagloriaba de preparar los gallos para contiendas en vallas estatales, en las cuales se divertían algunos de los luchadores históricos por el triunfo revolucionario. No se apostaba, según me contó el criador. Tampoco a él le faltaba alimento para las aves, ni recursos de todo tipo para desarrollar su actividad y vivir sin penurias. Nunca supe de dónde sacaba el financiamiento si no era de las apuestas, como aseguraba.
De tal modo, las problemáticas relacionadas con el maltrato y la crueldad contra los animales en Cuba, merecen un acercamiento que traspase la visión reduccionista que asocia la marginalidad con la violencia y la mala entraña. Lo confirma el testimonio de un entrenador de perros de pelea, graduado de veterinaria en una universidad cubana. Se trata de alguien que, alguna vez, recibió esa carga de formación humanista, altruista, solidaria, que se supone nos aporte a cada cubano el paso por nuestro sistema educacional hasta el alma mater. Nos pone la mirada en el substrato social de quienes preparan los animales, los enfrentan y/o apuestan en esas carnicerías: ¿Son pobres? ¿Son siempre personas de bajos recursos económicos? ¿Son sujetos ajenos a las influencias de los aparatos ideológicos del Estado?
Las respuestas a esas preguntas nos conducen a dilucidar si nos basta con que El Presidente de la República haya reconocido, en su discurso ante la Asamblea Nacional, la necesidad de una Ley contra el Maltrato de los Animales o de Bienestar Animal. ¿Será aplicable y efectiva esa ley con una PNR sin un órgano especializado en delitos contra el bienestar animal? ¿Será aplicable y efectiva esa ley sin que nuestro sistema educacional incorpore temas y prácticas relacionadas con la protección de los animales?
En todo caso: ¿Habría que esperar la aprobación de la ley para que los ministerios de Educación, Educación Superior, Cultura, Agricultura, Turismo, del Interior, Salud Pública y el ICRT, comiencen a ejecutar acciones coordinadas, desde sus respectivos ámbitos de influencia, para que cambiemos una percepción antropo-centrista de nuestra relación con los animales? Por supuesto que no. El largo camino institucional para el fomento de una educación animalista en Cuba, más allá de los ingentes y sacrificados esfuerzos del CEDA, pasa por la voluntad política del PCC y del gobierno. Una voluntad política que no resuelve un discurso, o una frase, del Presidente de la República. Una voluntad política que no veo. Una voluntad política que, a pesar de que los juegos de azar y las apuestas están prohibidos en Cuba desde 1959, jamás ha podido evitarlos.
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