Hablemos de voluntad importadora en Cuba. Mi valoración preferida sobre el entorno natural cubano es la que ofreciera el príncipe ruso Alexei Alexandrovich al contemplar el valle del Yumurí: «Solo faltan Adán y Eva para que sea el paraíso». Convencernos de que este vergel era impropio para desarrollar una agricultura y ganadería eficientes y que era mejor importar alimentos que producirlos aquí, ha sido una larga y deshonesta tarea, de claro perfil político, que los grupos de poder han ejercido sin descanso desde la colonia hasta hoy.
Los conquistadores/colonizadores trajeron consigo los primeros animales de cría y labor que existieron en Cuba y los abandonaron a su suerte. En pocos años, rebaños de reses, caballos y puercos proliferaban por sabanas y bosques dando lugar a la actividad económica principal de los siglos XVII y XVIII: la ganadería extensiva tropical, donde los animales eran cazados en crueles monterías.
Salazones, sebo y cueros serían canjeados a corsarios y piratas por productos manufacturados europeos en cuanta ensenada disponible hubiera. La burocracia colonial, atrincherada en su factoría de La Habana, dejaba hacer a cambio de pingües sobornos. A mediados del XVIII, llegó el régimen de plantaciones y mandó a parar. El primer monopolio comercial estatal efectivo en Cuba, la Real Compañía de Comercio de La Habana, fue metiendo en cintura a los productores locales y los obligó a vender sus productos a bajos precios y comprar bien caras las mercancías europeas, para beneficio del rey y los grandes comerciantes españoles.
La voluntad importadora tiene orígenes inesperados.
Ni siquiera el empoderamiento de la aristocracia plantacionista criolla a fines de ese siglo logró romper dicho monopolio. Lejos de ello, las facciones de la oligarquía y los gobernantes coloniales estrecharon sus vínculos hasta convertirse en el grupo de poder más importante del Imperio, con representantes en las altas instancias del poder, tanto en Cuba como en Madrid. Cuando el resto de la América Española se lanzó a bregar por la independencia, estos «prohombres» cerraron filas con la obsoleta monarquía. Al decir de Varela, que los conocía bien: «Los cubanos [oligarcas] tienen más amor a las cajas de azúcar y los sacos de café que a la independencia». Así surgió aquel indigno lema: «La siempre fiel Isla de Cuba».
Las grandes fortunas de la Isla preferían invertir en el comercio exterior que en el fomento de otras producciones. Los insumos alimenticios e industriales para las plantaciones —tasajo, harinas, grasas, vestidos, herramientas, etc. — eran comprados a sus cofrades en el extranjero (EE.UU., Suramérica, Inglaterra, España) en detrimento de la producción nacional.
El todopoderoso oro blanco llevaría al país a la monoproducción y monoexportación, primero a España y después —aún dentro de la colonia— a los Estados Unidos. El resto de la agricultura y la industria adquirieron carácter secundario y carecieron de inversiones suficientes para florecer, en tanto pondrían en peligro el sacrosanto dominio de la sacarocracia y sus aliados extranjeros. No obstante, era tanta la riqueza que producía el dulce grano, que Cuba llegó a ser la colonia más rica de España y uno de los países más «prósperos» de América durante la República Burguesa. La conversión de la Isla en la azucarera del mundo duraría hasta después de la Primera Guerra Mundial.
En esas condiciones, el país nunca alcanzó la soberanía alimentaria. No porque no pudiera lograrlo, sino porque ello no convenía a los intereses de los poderosos de turno. Junto a renglones subtropicales como la harina de trigo —que seguimos llamando «de Castilla» aunque viniera de los Estados Unidos o la Unión Soviética—, siguieron siendo importados otros que podrían haberse garantizado con la producción local: carne, grasa vegetal y animal, lácteos y pescado.
Esta situación se debía no tanto a la diferencia de precios de los nacionales respecto al mercado mundial (ley de las ventajas comparativas), como al interés de los poderosos por preservar sus grandes negocios de importación. Así, también mantenían frenado el ascenso político de los sectores de la burguesía nacional que producían para el mercado interno, y del campesinado medio y pequeño ligado a los mercados regionales y locales. Esa voluntad importadora funcionaba como un pilar de la economía plantacionista. Florecía en los momentos de auge y decaía transitoriamente en los de crisis o ruptura del comercio internacional (Segunda Guerra Mundial, postguerra).
La Revolución de 1959 estaba llamada a superar esta artificial dependencia. De las «cinco leyes revolucionarias que serían proclamadas inmediatamente después de tomar el cuartel Moncada», que aparecen en La Historia me Absolverá, cuatro beneficiaban directamente a los productores nacionales y afectaban a los políticos corruptos, aliados a la oligarquía:
La segunda ley revolucionaria concedía la propiedad inembargable e intransferible de la tierra a todos los colonos, subcolonos, arrendatarios, aparceros y precaristas que ocupasen cinco o menos caballerías de tierra…
La tercera ley revolucionaria otorgaba a los obreros y empleados el derecho a participar del treinta por ciento de las utilidades en todas las grandes empresas industriales, mercantiles y mineras, incluyendo centrales azucareros.
La cuarta ley revolucionaria concedía a todos los colonos el derecho a participar del cincuenta y cinco por ciento del rendimiento de la caña y cuota mínima de cuarenta mil arrobas a todos los pequeños colonos que llevasen tres años o más de establecidos.
La quinta ley revolucionaria ordenaba la confiscación de bienes a todos los malversadores de todos los gobiernos y a sus causa-habientes y herederos en cuanto a bienes percibidos por testamento o abintestato de procedencia mal habida.
Más adelante, denunciaba Fidel: «Salvo unas cuantas industrias alimenticias, maderas y textiles, Cuba sigue siendo una factoría productora de materia prima. Se exporta azúcar para importar caramelos, se exportan cueros para importar zapatos, se exporta hierro para importar arados…el Estado se cruza de brazos y la industrialización espera por las calendas griegas».
En la etapa 1959-mediados de 1960, se alentó a los capitalistas nativos a que invirtieran, ya que los productos de la industria cubana contribuirían al crecimiento de la nación, y se tomaron medidas que estimulaban por diversas vías la producción para el mercado interno. La Primera Ley de Reforma Agraria, al convertir en dueños legítimos a más de cien mil campesinos arrendatarios, aparceros y precaristas y pasar el resto de las tierras a cooperativas de antiguos jornaleros, dio un impulso nunca visto a la producción agropecuaria para el mercado interno.
A mediados de ese año, la agudización del conflicto con los EEUU provocó la ruptura económica con aquel país, el inicio del bloqueo y que la URSS se ofreciera para comprar todo el azúcar dejado de adquirir por EEUU y suministrar el petróleo que necesitara Cuba. Entre agosto y octubre tuvo lugar la nacionalización de las grandes empresas, que originó el alto nivel de estatización de la economía que aún tenemos. Parecía que las condiciones para el desarrollo y diversificación de la economía agropecuaria nacional estaban dadas, pero fue todo lo contrario.
El primer problema fue la pérdida de capital humano. Entre 1960-1962 salieron del país unos 200 mil exiliados de clases medias (profesionales, directivos, propietarios medios y pequeños, técnicos, empleados). Esto trastornó el proceso productivo nacional, cuestión que trató de resolverse por vías que lo dislocaron más: el entusiasmo revolucionario, la militarización del trabajo agrícola y los procedimientos administrativos.
Después, el abandono de la variante cooperativista inicial, la Segunda Ley de Reforma Agraria y la creación de inmensas Granjas del Pueblo —que mantuvieron y multiplicaron los males del latifundio—, trabajadas por un puñado de obreros agrícolas y miles de voluntarios; la estatización forzada de numerosas fincas; la incorporación de miles de hectáreas de bosques a las tierras en explotación y las amenazas de invasión, que obligaban a sustraer de la producción a gran cantidad de mano de obra y recursos materiales; redujeron sustancialmente la tasa de productividad agropecuaria que en pocos años iría de mal en peor.
En 1962, la insuficiente oferta para la creciente demanda nacional y la congelación de precios minoristas originó la implementación del racionamiento alimenticio vía libreta de abastecimientos. Tras el acuerdo azucarero de 1963 con la URSS, que comprometía cantidades crecientes para aquel mercado hasta 1970, se abandonaron las aspiraciones de industrialización acelerada y diversificación agrícola y el «sin azúcar no hay país» se presentó nuevamente como destino manifiesto de Cuba.
En esas condiciones, unidas al fracaso de los experimentos productivos internos y al monopolio estatal del comercio exterior, los importadores cubanos estaban obligados a abastecer el mercado normado con cantidades grandes y constantes de productos en cargamentos uniformes y baratos. El mercado isleño fue inundado de productos alimenticios provenientes del CAME. La calidad y variedad fue sustituida por la cantidad y uniformidad. Los consumidores cubanos habrían de aprender a comer lo que les tocara, no lo que desearan.
Tras la debacle del Período Especial, la desaparición del mercado socialista y el desmoronamiento de la agricultura estatizada, hubo que reabrir espacios a la producción campesina que, en poco tiempo, vino a superar con creces al Estado en la mayoría de los rubros alimenticios del mercado nacional. No obstante, hasta hace poco tiempo se le mantuvo cerrado el acceso al creciente mercado exterior en fronteras que trajo consigo el desarrollo del turismo. Cuba se convirtió en uno de los países caribeños donde más espacio ocupan las importaciones en la inversión turística.
Al llegar el siglo XXI, la dependencia de la importación de alimentos era la mayor de la historia. Con el establecimiento de la doble tasa de cambio de las monedas cubanas y la consiguiente depreciación del costo de las importaciones empresariales, la creación de las TRD y la centralización de la mayor parte del comercio exterior e interior en empresas de GAESA; las importaciones crecieron ostensiblemente mientras se desplomaba la inversión en el sector agropecuario y se desmotaban y desguazaban los hierros viejos de la industria azucarera, vendidos como chatarra a Japón.
Nuevamente los intereses monopólicos ligados a los grupos de poder hegemónicos emplean la importación de alimentos como un mecanismo de enriquecimiento fácil en un mercado cautivo, que se extiende ahora a toda la población consumidora del país. Al mismo tiempo, cierran a los productores las puertas a la inversión nacional y extranjera y desatienden los aportes de la ciencia y la experiencia internacional para hacer más eficaz nuestra agroindustria alimenticia tropical.
Hay que quebrar definitivamente el monopolio estatal, y en particular de las empresas de GAESA, sobre la importación y comercialización de alimentos. No es posible que se desarrolle una voluntad exportadora en el país sin identificar, debatir y superar las causas del surgimiento y la persistencia de la voluntad importadora durante tantos años. Parafraseando al príncipe Alexei, hoy podría decirse mirando nuestros feraces campos: «solo faltan inversores y trabajadores estimulados para que sea el paraíso».
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