Cae por su propio peso del árbol de la lógica que para cualquier cubano digno Martí es sagrado. Sí, sagrado porque hay cosas que deben serlo para que los humanos tengamos Estrella Polar por donde guiarnos en la noche de nuestras preocupaciones y empeños; porque es necesario saber que hay asuntos que por su honda significación y por el resplandor de su nobleza mueven al deseo de escalar a ese elevado plano de actuación. Sacralizar no es petrificar. Es reconocer lo sublime y lo inspirador de una existencia que rebasa el nivel de lo común. ¿Cómo podría el hombre avanzar y mejorar en su humanidad si no tuviera un ideal que lo impulse? De modo que desacralizar no puede entenderse como reducir, vulgarizar ni banalizar, sino como expresar el modo en que, a pesar de las limitaciones que impone el ser falible, alguien consigue lo posible humano con excelencia, rebasando la estrecha medida en que la mayoría cumple sus proyectos vitales. Obviamente es indispensable tener en cuenta que, en términos de vida humana, la perfección es solo una aspiración y que toda valoración del individuo debe efectuarse por la latitud de lo digno que este logra aun a pesar de ciertos yerros a que su imperfección humana lo somete pero que, empequeñecidos los yerros por lo valioso de lo logrado, solo la mezquindad de algunos echa a ver. De tal manera Martí es sagrado, por tanto, que su ser y su obra iluminan, estimulan e impregnan de extensión, hondura y permanencia para una existencia decorosa.
Sin embargo, Martí no es necesario solo para los cubanos. La solidez, la versatilidad y la proyección dialéctica de su ideario y su acción inspiran a todo sujeto sensible e interesado en desarrollar su realización personal con independencia de su particular pertenencia geocultural. Los juicios y acciones que se sostienen más allá de un tiempo y un espacio devienen sustancia trascendente, fundamento de vida para todos los seres humanos, todo el tiempo. Es de aquí que colegimos una salvedad fundamental: a Martí no se le disminuye con un acto grosero que atente contra una representación suya. Claro, algo así traiciona el espíritu de lo que él promulgó y buscó para los seres humanos: el decoro y la bondad. Pero ojo, su espíritu también se puede traicionar con actos menos evidentes, pero más corrientes. Cuando alguien lo nombra, lo cita, lo esgrime como pendón de batalla, pero luego incurre en actos de intolerancia, lucro, ocultamiento de la verdad, arbitrariedad, indiferencia al sufrimiento, desdén hacia el diferente, su actuación niega el predicamento martiano, lo traiciona.
Como su sentido, Martí no está en una forma de piedra o cualquier otro tipo de representación. Martí, lo martiano, es algo sutil, latente, enraizado en lo esencial del ser en su más elaborado esplendor, algo impalpable que escapa al daño físico. Quien así se denigra es el que se rebaja a un acto incivil que expone el desconocimiento o el desprecio hacia lo que sugiere esa forma. Por supuesto un acto tal hiere la conciencia cívica y evidencia la degradación bestial en que algunos se mueven por la vida. Claro que lacera a los seres decentes y los hace reaccionar revitalizando el verdadero espíritu de este forjador de hombres. Pero igual que de la poda los árboles se renuevan fortalecidos, así con tales actos indignos, Martí resurge más frondosamente iluminador.
Y cobra mayor fuerza alentadora y solidez de luz porque es un ser que, desde su pensar, hablar y obrar, sintetiza en mucho lo más esencial y permanente de lo humano. El ser martiano se expresa en conceptos como virtud, decoro, honra, servicio, mejoramiento humano, amor, verdad, justicia, belleza… términos que empleó insistentemente al exponer sus juicios y apreciaciones en torno a una amplia variedad de asuntos. El propio Apóstol nos brinda la clave con sus apotegmas. Así cuando dice: “La enseñanza de la virtud es más noble que el examen inútil de las hondas llagas sociales”, o cuando recalca: “Cuanto no sea compatible con la dignidad humana, caerá”. Virtud y dignidad, dos nociones imprescindibles en la senda martiana. No, a un ser que va con la naturaleza de la vida, que sigue el latido del devenir de los hombres desde la noche de los tiempos, que abraza y se alimenta de todo, que aspira al bien y al amor universal por encima de odios, diferencias y veleidades, no se le reduce con actos innobles porque, como la semilla en tierra, en la oscuridad halla el nutriente de su crecimiento y florecer. Constantemente se habla de leer, de estudiar, de conocer a Martí y sí, esto es útil, pero lo imprescindible, lo verdaderamente enriquecedor y transformador es vivir martianamente. Ese es el gran desafío. A eso nos convoca su espíritu perpetuamente edificante. Es lo que necesitamos para fundar la patria equitativa, amable y generosa que el soñó.
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