Todas las cosas y los fenómenos tienen un límite. En el escenario político e ideológico, puede llegarse a buen puerto cuando las contradicciones se dirimen a través del debate, las leyes y las expresiones cívicas. Pero llegar al extremo de la represión y la violencia, institucionalizada o no, como está ocurriendo en Cuba, conduce al caos y se aleja de los mejores valores de la Revolución. Con ellos nos formamos muchos y en ellos hemos creído siempre.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la violencia como «el uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, (…) una amplia gama de actos que van más allá del acto físico para incluir las amenazas e intimidaciones».
La violencia, como forma de dominar y someter ejerciendo el poder, se manifiesta de diversas formas: física, verbal -que implica amenazas, desprecio, subestimación y, casi siempre, precede a la física directa-, de exclusión -impedir a alguien que participe en actividades sociales de su grupo u otros-, emocional -amenazas de privar de algo al otro, de lastimar a sus cercanos, etc.-, económica -privar del empleo, retirar el salario.
La violencia estructural de base económica supone producir un daño en la satisfacción de las necesidades humanas básicas que afectan la supervivencia, bienestar, identidad o libertad; y que puede provocar violencia indirecta o directa en dependencia del grado de reacción de los desfavorecidos. Por otro lado, la de base política se manifiesta a través de actos violentos del Estado -instituciones militares- o de sus seguidores, contra quienes se pronuncian con objetivo político diferente.
La denominada violencia cultural se emplea para legitimar las formas anteriores. Ocurre cuando cualquier aspecto de una cultura se utiliza para dominar. Es establecer una norma política, un conjunto de ideas desde el poder y entender que todo lo que choque con eso es políticamente incorrecto. Lo políticamente correcto y la censura, por ejemplo, forman parte de la opción totalitaria que asume el sistema.
Su éxito muchas veces descansa en la idea de que tenemos deseos miméticos. Asumimos la verdad de otros que creemos que son mayoría por miedo a quedar aislados. Así, aparecen más personas que supuestamente comparten los mismos presupuestos y con eso se sigue aparentando que hay una mayoría, cuando en realidad muchos de los que participan piensan lo contrario.
El sociólogo noruego Johan Galtung, se refiere a la variante cultural de la violencia como los símbolos que nos hacen acostumbrarnos a ella. Así se va imponiendo una cultura de violencia: los ciudadanos ven ese tipo de respuesta ante los conflictos como algo normal e, incluso, como la única manera viable de hacer frente a los problemas y contradicciones que se dan en la sociedad.
El peligro de descentralizar el monopolio de la violencia
El monopolio de la violencia es una cualidad consustancial al Estado, tal como expuso Max Weber en su obra La política como vocación. Le compete en un territorio que está bajo su control, como uso legítimo para preservar el orden, para lo cual cuenta con instituciones como la policía y los cuerpos militares. Todo uso paralelo, bajo otras modalidades, solo puede darse si es autorizado por el Estado y las leyes.
Los Estados que no controlan el uso de la violencia no son funcionales. Estado y Gobierno deben ser negociadores, capaces de solucionar en forma flexible y siempre activa los problemas fundamentales de la sociedad, integrar en redes a todos los grupos sociales, intereses y situaciones problemáticas. No debe olvidarse lo expresado por Isaac Asimov: «La violencia es el último recurso del incompetente».
En una escalada de violencia intervienen hasta los peores instintos de los que hablara Sigmund Freud. Facilita el enardecimiento de la gente sobre todo cuando es estimulada a ello. Para el padre del Psicoanálisis, así como para Nicolás Maquiavelo, Friedrich Nietzsche y otros, la violencia era algo inherente al género humano, pero hoy se sabe que es sobre todo conducta aprendida.
El Marxismo original la vio como un producto de la lucha de clases para transformar las estructuras socioeconómicas de una sociedad. Consideró la existencia de una violencia reaccionaria que usa la burguesía para defender sus privilegios, y otra revolucionaria que destruye el aparato burocrático-militar de la clase dominante y socializa los medios de producción. No la concibe contra los individuos, sino contra una clase y las instituciones en que fundamenta su posición dominante. Por tanto, luego de esa transformación radical deja de ser un medio que justifica el fin.
En política, violencia y represión se relacionan de modo fatal. Represión viene del latín repressĭo, acción y efecto de reprimir -contener, detener, refrenar o castigar- a otros, llevado a cabo desde el poder para cohibir actuaciones políticas o sociales indeseadas. Aunque puede ser legal o ilegal, siempre implica una cierta dosis de violencia. Asume función ejemplarizante, porque también busca que los demás se auto inhiban y no reproduzcan esos actos. Si excede los límites legales, los represores anulan derechos legítimos como la libertad de expresión o de manifestación.
Cuando para reprimir se usa a la masa, se apela a un recurso peligroso y dañino para la sociedad. No me refiero a multitudes, sino desde la Psicología social, al grupo de personas, independientemente del número, que tienen como meta la de reprimir a otro u otros bajo indicación o con la permisibilidad e incluso la protección de autoridades, uniformadas o no. Lo que un individuo hace bajo esas condiciones puede estar contra su naturaleza o disposición a hacerlo de manera individual.
El sociólogo francés Gustave Le Bon, en su libro Psicología de las masas, considera que la masa organizada o masa psicológica es una agrupación humana en apariencia heterogénea y espontánea. Un escenario donde se forma una especie de alma colectiva. Esa masa se caracteriza por una pérdida de control racional, de la personalidad consciente y se maneja con ideas cortas y firmes. Prevalecen sentimientos simples y exaltados, priman la imitación, el sentimiento de omnipotencia y el anonimato que permite al individuo sentirse eximido de responsabilidad.
La masa, que siempre es transitoria porque aparece de repente y se disuelve de igual forma al concluir su misión, se muestra tensa emocionalmente y con una tendencia explosiva que se forma también por contagio mental. El individuo supedita su idea a la movilización colectiva y obedece las órdenes de quienes lo llevan a un estado de fascinación que bloquea su capacidad de discernimiento. Por todo eso, también la masa puede atraer a psicópatas, delincuentes y ciudadanos que ven la oportunidad para actos de venganza personal.
La urgencia de imponer límites hoy en Cuba
Lo que está ocurriendo actualmente en Cuba en las materias descritas, no es nuevo, pero sí mucho más peligroso que antes. Urge privilegiar el sentido común, la memoria histórica y la ciencia para pensar sobre el problema, evitar una escalada y ayudar a transformar el país.
Muchos años tuvieron que pasar para comprender lo que me había ocurrido en un acto de repudio en el que pronuncié un discurso a mis escasos 14 años. Era contra una familia vecina que se iba del país -una señora modista, amiga de mi madre, y sus dos hijos menores con los que mi hermano y yo habíamos crecido-.
Escribir el discurso no fue difícil. Luego el audio estridente, la muchedumbre gritando consignas frente a la casa de ellos y, enseguida, mi turno. Comencé a leer el texto, pero no pasé de dos párrafos: rompí a llorar. Algunos me consolaron y mi madre me sacó de allí, donde según supe continuó una escena horrible. Para los vecinos, yo estaba indignada y me había emocionado leyendo mi discurso. También lo creí, esa noche lloré mucho.
Tras varias conversaciones con mis padres asimilé aquello como una situación excepcional y extrema para la cual estaba demasiado chica. Pasados los años, comprobé que lo vivido en aquel meeting no fue excepcional y que mi experiencia era simple frente a todo lo que había ocurrido y ocurriría. En el 80 se lanzaron piedras, se golpeó a personas con palos y cadenas, se les escupió, se les arrojaron huevos, excrementos, pintura en sus fachadas, se les agredió verbalmente de modo grosero. Muchas familias cubanas fueron víctimas de aquellas acciones bárbaras.
Llegaron los 90, se reeditaron los actos de repudio y se crearon las llamadas Brigadas de Respuesta Rápida, a las que debíamos incorporarnos en escuelas, barrios y centros de trabajo. Mucho se hizo bajo ese ropaje. Antes y después hubo linchamientos públicos, violencia de todo tipo contra personas que quedaban indefensas, acusadas de delitos que la gente ni siquiera tenía como probar.
También supe luego que esos actos de violencia no eran espontáneos, ni originarios de Cuba. En nuestra sociedad han subido o bajado de tono, han asumido gradualmente cierto grado de sofisticación y se han adaptado a los tiempos con la tecnología, por ejemplo, pero se han mantenido. Comparado con los 80, hoy se nota menos violencia física directa y pública a gran escala, acaso porque es más selectiva, encubierta o porque son menos masivos los enfrentamientos y hay muchos indiferentes. Al parecer son menos los jóvenes que participan y ya no siempre la masa se compone de los vecinos de quienes son objeto de represión.
En versión 2020 han estado a la orden del día los mítines de repudio y acciones coercitivas o abiertamente represivas contra quienes disienten. Para eso se alternan autoridades, militares vestidos de civil y grupos de ciudadanos. Son las masas de Le Bon.
Se impide a personas salir de su casa, realizar manifestaciones pacíficas, se incautan celulares o se les borra la información registrada por sus dueños, se vociferan amenazas y obscenidades, se endilgan delitos a quienes disienten o denuncian arbitrariedades, se imponen multas exorbitantes y algunas arbitrarias en medio de una crisis extrema. Y se ha mantenido la separación de profesionales críticos de sus empleos como docentes universitarios, médicos, periodistas, etc.
Ni en los 80 ni ahora esta táctica de enfrentamiento ha sido espontánea. ¿Cómo se conocía en la cuadra quiénes se iban del país en los 80, si las familias lo mantenían en secreto? Si los medios de comunicación son del Estado y la información sobre quienes son críticos del proceso no se expone en ellos ni directa ni indirectamente, la mayoría de los ciudadanos no conoce las ideas y comportamientos de esas personas. ¿Cómo es que se suman para agredir y reprimir de palabra y/o acción a quienes ni conocen bien? ¿Solo porque los convocan y les dicen que los otros son contrarrevolucionarios, gusanos, mercenarios, traidores? Vergüenza para este país.
Represión en tiempos de COVID-19
Considero que el manejo de la pandemia ha sido excelente en Cuba. Pero otros países también lo han logrado sin cuarentenas tan largas, sin culpar a sus ciudadanos de todo lo que no se logra, al punto de que la gente se agreda y se culpe de lo malo que sucede o de las metas incumplidas; o que incluso pida medidas extremas sin calcular las consecuencias de dar un poder desmedido a las fuerzas del orden de cualquier gobierno.
La pandemia ha sido también una cobertura para el incremento de la represión, la violencia y el desconocimiento del Estado Socialista de Derecho que refrendamos hace año y medio. ¿Cuántas personas han sido detenidas o encarceladas arbitrariamente? ¿Cuántos cercos a viviendas, arrestos y contravenciones al amparo del polémico Decreto 370 de julio 2020 o fuera de este, sin denuncia previa ni el debido proceso? De eso no se habla en los medios oficiales. Al contrario, sobre el 370, Granma apenas dijo que había «generado algunas dudas» y «preguntas en las redes sociales», cuando en realidad provocó conflictos desde el principio, innumerables denuncias y una ola de protestas en las redes.
¿Por qué, si se consideran actitudes violatorias, no intervienen las autoridades destinadas al orden, con los procederes establecidos, y, por el contrario, se usa a ciudadanos comunes? ¿Cómo se explica que el Estado se muestre tan reticente a descentralizar lo que debe para permitir el desarrollo y, sin embargo, sí descentralice el uso de la violencia, que es legítimamente su atribución en cualquier parte del mundo? ¿Por qué?
Esas prácticas institucionales y paraestatales deben parar. Así es imposible luchar por el socialismo. Así vamos al caos. El proyecto de la Revolución no se sostiene por la fuerza, ni se defiende usándola bajo ningún ropaje. No es posible que los órganos oficiales del orden deleguen sus funciones y presencien tranquilamente cómo unos cubanos agreden a otros. No somos una sociedad de bárbaros. Respetémonos, aprendamos de la memoria histórica, si no directa, al menos por las referencias de los que vivieron aquellos años. Esas actitudes solo generan más violencia, incentivan el odio, las fracturas de la familia cubana y de la Patria que, en definitiva, es de todos.
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