Como a todas las personas que quiero, la derrota de Donald Trump, me ha alegrado la semana. Y el cuatrienio, espero. Pero lo que más me ha gustado es el hecho de que esté dando una patética perreta ante los ojos del mundo. No porque disfrute viendo sus manotazos de ahogado, sino porque ello le desnuda más claramente que nunca. Después de saber que se ha convertido en un perdedor, su arrogancia le hará difícil convivir consigo mismo luego de recibir una bofetada del tamaño de 4 millones de votos ciudadanos menos y de tener que dar paso a seres más normales y decentes.
De este payaso -un pésimo clown, porque consigue que la audiencia se ría, pero no cuando él quiere; es decir, que se rían de él y no de sus bufonadas-, solo puede rescatarse que ha sido coherente: cada vez que pensamos que tendría una idea racional o un gesto humano, un atisbo de sensatez, un ápice de decoro, una mínima señal de honradez, nos dejó con un palmo de narices. Es cierto que un enfermo no tiene la culpa de serlo, un mitómano patológico no puede dejar de mentir, del mismo modo que un ciego no es culpable de no poder jugar al tenis.
La incógnita de por qué millones de personas le apoyaron febrilmente queda para los especialistas. Porque yo puedo entender la conducta de hipnotizados miembros de sectas evangélicas, de racistas que viven con la nostalgia del apartheid, la de aquellos emponzoñados por su propia malevolencia, la de quienes transitan por el mundo como si la vida fuera un soez reality show y la de los empresarios cuya codicia está por encima de cualquier escrúpulo. Pero la de las personas que, aún sabiendo que el tipo los ha estafado evadiendo impuestos y predicando la irresponsabilidad ante una mortal emergencia sanitaria, escapa a mi comprensión.
Por los cubanos que residen en EEUU y le apoyaron histéricamente, siento una pena sincera. Bien saben ellos que a Trump solo le importa la cacería impúdica del dinero, y que le interesa un bledo el pueblo de Cuba. Creo incluso que no se trata de que ellos apoyaran la política de Trump y su camarilla contra el Gobierno de Cuba. Estimo que ha ocurrido más bien lo contario: la pandilla trumpista calibró y atizó los resentimientos de los Otaolas criollos para hacerse de ese apoyo.
En cualquier caso, presenciamos la simbiosis entre el rencor de no pocos cubano-americanos y el camaleonismo político que tan bien caracterizara Martí cuando denunciaba, en 1885, «las mañas para obtener votos» en la «nauseabunda campaña presidencial en los Estados Unidos».
Ahora ha emergido en nuestro país una sorda disputa entre quienes sostienen que nada podemos esperar de Biden -contadas las zonas oscuras de su pasado guerrerista y reaccionario- y aquellos que opinan que con él nos esperan tiempos mucho más apacibles y promisorios. No es que los primeros mientan al caracterizar al nuevo presidente, pero dejan en el tintero algunos elementos esenciales.
En primer lugar, Biden dijo claramente en abril a la cadena CBS 4 News que restablecería la política de compromiso trazada por Obama. Dicha política puede despertar recelos, incluidos los míos, pero sería sin duda mucho menos asfixiante que la sostenida por los halcones que desdeñan el clamor universal contra el asedio imperial. En segundo lugar, es como mínimo miope desconocer que toda victoria política como la conseguida por la campaña demócrata se forjó a través de alianzas que no podrán ser pasadas por alto -con el programa de Bernie Sanders y con la inclusión de Kamala Harris en la fórmula ganadora, por poner dos ejemplos-.
En particular, la carismática vicepresidenta encarna la reivindicación de la multiculturalidad, la oposición al racismo y el rechazo a la xenofobia. Nada garantiza que los compromisos implícitos en esas alianzas sean, a la postre, honrados, pero aquellos que no los perciben, acaso debido a huellas mentales de vieja data, también me apenan.
Hace unos pocos días, Pepe Mujica decía que no sentía odio hacia nadie, ni siquiera hacia quienes lo habían mantenido en una mazmorra durante 11 años, 3 de ellos en estricto aislamiento con su propia mugre. Y aconsejaba -como en su momento hizo Mandela- a quienes preferían empobrecerse recreándose en ese odio, que se sacudieran esos autodestructivos sentimientos. Me alegro por Mujica. Me duelo por aquellos que permanecen atenazados por el rencor. Ojalá comprendieran que el torvo deseo de que en Cuba pasemos hambre o privaciones, los hace a ellos más infelices que a nosotros.
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