“Para regenerar una sociedad honesta, educada y cívica, comencemos arreglando nuestras propias “ventanas rotas”
Fernando Hugo Rossotti
A juzgar por los reportajes de operativos policiales en el NTV, la responsabilidad atribuida a los ciudadanos por el rebrote de la COVID-19, el fenómeno de coleros, acaparadores y revendedores, y el alto porciento de personas en edad de producir que no lo hacen al menos por vías reconocidas legalmente, los cubanos somos, casi por naturaleza, contrabandistas, irresponsables y vagos. Además, hay que regañarnos y mostrarnos a diario, con intención profiláctica, imágenes de los éxitos de los órganos represivos.
Algunos colegas han llegado a asociar el fenómeno del mercado negro actual con el comercio de rescate o contrabando en la Cuba del siglo XVI, como si fuera algo tradicional en este país, o que estuviera en el ADN de los cubanos. Intentan restar importancia a la responsabilidad del Estado amplificando la del ciudadano. Pero lo que se verifica en ambos tiempos es que: 1) las condiciones materiales y las políticas gubernamentales son las que obligan a los ciudadanos a semejantes prácticas y 2) el comercio ilegal se convierte en un mecanismo de resistencia ante prohibiciones absurdas y abusivas impuestas por el poder y la prolongación de enormes carestías.
Si a eso se suma la burla y el “!Estás en Cuba! o “¡Esto es Cuba!” como respuesta cuando alguien se asombra o no comprende determinadas actuaciones incívicas, el cuadro es alarmante. Significa que este es un país donde reina el más absoluto relajo, no hay normas ni límites y todo vale. El interlocutor se queda en ascuas, no capta el mensaje, o peor, cree que el equivocado, o el que está desfasado, es él.
¿Somos en realidad los cubanos, contrabandistas, vagos e irresponsables, o son características negativas de la sociedad cubana que se han moldeado en la Isla durante las últimas décadas? Fijémonos en estas tres paradojas.
- Los mismos cubanos que aquí infringen muchas normas ciudadanas, cuando emigran trabajan para sacar adelante su proyecto de vida, lo logran en gran medida y ayudan a los que se quedan.
- A pesar de las limitaciones, ¿no son los cubanos admirados en muchas partes del mundo? Solo observemos el tamaño del país y en cuántas posiciones internacionales está. No el gobierno, lo que es obvio y más conocido, sino su gente, los cubanos residentes en cualquier parte, con roles importantes en universidades extranjeras, instituciones bancarias, científicas, ahora mismo para la producción de la vacuna de Oxford contra la COVID, por ejemplo. Pregunte a cualquier turista lo que más aprecia de Cuba y verá que hablará de este pueblo.
- ¿Cómo encaja ese cuadro de extrema laxitud en la Isla, con que el país tiene una de las mayores poblaciones penales del mundo, una parte no despreciable sin antecedentes y otra que está bajo la injusta e increíble figura de “conducta pre delictiva”. Algunas piezas no encajan.
¿Cuándo y cómo llegamos al punto de convivir casi con naturalidad con el hecho de que quien vende en el agro le robe al cliente en la pesa un mínimo de media libra, y luego también lo haga en el cambio? O lo que ya es el colmo: que cuando como doliente reclamas al vendedor, en general nadie se solidariza y más bien sale quien lo defiende a pesar de que será la próxima víctima. ¿Cuándo y cómo llegamos al punto de que tanta gente, estando en el lado de las víctimas, justifique todo eso diciendo que el otro “también tiene que vivir” o que “está luchando lo suyo”? ¿Cuándo y cómo llegamos al punto de acostumbrarnos a vivir, al menos en La Habana, rodeados de escombros y suciedad? Es necesario ir al fondo.
Habría mucho que analizar, pero dado que son fenómenos de la psicología colectiva, propongo una reflexión sobre algunas causas, apoyada en una interesante teoría de la ciencia.
Teoría de las ventanas rotas y tolerancia cero para pensar el país…
La “teoría de las ventanas rotas” luego dio origen a la política de “tolerancia cero” (1994) y tuvo su origen en uno de los experimentos sociológicos más interesantes del siglo XX. Fue en 1969 cuando el psicólogo estadounidense Philip Zimbardo, profesor de Psicología Social en la Universidad de Stanford, lo puso en práctica. Primero impactó en la Criminología, pero rápidamente su aplicación se extendió a todas las esferas y desde hace años es parte del discurso político en España, EEUU y América Latina.
El objetivo en 1969 era estudiar las conductas de las personas en situaciones aparentemente obvias. Se dejaron abandonados dos autos idénticos en las calles de dos sitios muy diferentes: el Bronx, por entonces una zona pobre y conflictiva de Nueva York y Palo Alto, una rica y tranquila área de California. Rápidamente el del Bronx comenzó a ser saqueado de todo lo que servía e incluso destruidos sus restos. El de Palo Alto, sin embargo, se mantuvo intacto.
Cualquiera diría que no hacía falta experimento pues el resultado es lógico. Estamos acostumbrados a asociar el delito con la pobreza y a que en un barrio rico hay más control de seguridad pública. Por eso lo más interesante del experimento fue su segunda parte. Los investigadores rompieron el vidrio de una de las ventanas del auto de Palo Alto. ¿Qué ocurrió? Exactamente lo mismo que en el Bronx.
¿Cómo se explica semejante resultado? ¿Cómo la simple rotura de una ventanilla desató el robo, la violencia y el vandalismo hasta reducir el auto de la zona rica al mismo estado que al del barrio pobre? ¿Cómo el vidrio roto pudo desencadenar todo aquello en una zona segura y sin conflictos sociales?
Los analistas llegaron a la conclusión de que la pobreza no es la causa de tales fenómenos de vandalismo. Que tiene más que ver con la psicología, el comportamiento humano y las relaciones sociales. Según Fernando Hugo Rossotti, el cristal roto en un auto abandonado “(…) transmite una idea de deterioro, de desinterés, de despreocupación que va rompiendo códigos de convivencia, como de ausencia de ley, de normas, de reglas, como que todo vale nada.” Cada nuevo ataque que sufre el auto confirma esa idea hasta que las agresiones son cada vez peores y termina en un estado de caos.
Trece años después los criminólogos James Q. Wilson y George Kelling desarrollaron otros estudios del mismo corte, que derivaron en la “teoría de las ventanas rotas”. Enfatizaron que una sociedad o un país que exhibe signos de deterioro sin que se tomen a tiempo medidas para corregir el fenómeno, está transmitiendo un mensaje de que el asunto no le importa a nadie. La mente humana interpreta que se trata de un territorio sin ley y todo está permitido. Así, se favorecen males sociales que provocan la degeneración del entorno, propiciando incluso que personas respetables, que en condiciones normales no cometerían actos censurables, también asuman comportamientos incívicos.
Wilson y Kelling plantearon otras dos cosas relevantes y asociadas: 1) “si se cometen pequeñas faltas (…) y (…) no son sancionadas, entonces comenzarán a desarrollarse faltas mayores y luego delitos cada vez más graves” y 2) “Si los parques y otros espacios públicos son deteriorados progresivamente y nadie toma acciones al respecto, estos lugares serán abandonados por la mayoría de la gente (que deja de salir de sus casas por temor a la delincuencia)”. Pero esos espacios que la gente abandona los ocupan los delincuentes y marginales de la sociedad.
Otros dos ejemplos son muy sugerentes. Uno, si se deja basura en una esquina y no se retira, muy pronto se irá acumulando más basura, con el tiempo la gente acaba dejando allí sus jabas de basura hasta llegar un día a asaltar un auto o romper un foco del alumbrado público. Dos, si una persona va terminando de comer algo por la calle y no hay un cesto cerca para botar el papel o el recipiente, de seguro mirará al suelo, y si ve que hay más basura tal vez ni lo piense y arroje la suya, pero si está todo limpio, seguramente lo piensa mejor. Significa que la no reparación inmediata de un daño emite a la sociedad el mismo mensaje que una ventana rota. Por tanto, si se quiere evitar que eso ocurra, es preciso arreglar la ventana en el menor tiempo posible.
Los experimentos psicológicos relacionados con las conductas sociales se consideraron desde entonces muy útiles para mejorar la convivencia y la seguridad en las ciudades. También para los comportamientos en ámbitos más privados como la familia. Ahí los desperfectos y malos hábitos llevan al deterioro de las relaciones interpersonales, que a la larga se trasladan a la sociedad y viceversa. Según Rossotti, se llega fácil a “la descomposición de la sociedad, la falta de apego a los valores universales, la falta de respeto de la sociedad entre sí, y hacia las autoridades (extorsión y soborno) y viceversa, la corrupción en todos los niveles, la falta de educación y formación de cultura urbana, (…) un país con ventanas rotas, con muchas ventanas rotas (…).”
Los autores de los 80′ pusieron énfasis en un mecanismo de prevención básico: arreglar los problemas cuando aún son pequeños. Los pequeños síntomas de degradación del lugar y la acumulación de pequeñas faltas pueden llevar a transgresiones mayores y a una escalada de ruptura de códigos de convivencia, que conduce finalmente al caos. Pero eso también significa asumir las realidades y soluciones de modo integral o sistémico.
La prevención no solo se asegura reprimiendo contravenciones simples -no pagar la guagua, arrojar basura al piso, escandalizar, orinar en la calle, usar la impresora de la institución para imprimir trabajos personales, no respetar los horarios de entrada y receso en el trabajo, etc.-, sino creando previamente condiciones que obstaculicen las infracciones y ofrezcan una mejor convivencia, esto es: colocar cestos de basura en la vía pública, emplazar baños públicos en zonas céntricas al menos, reparar desperfectos materiales de zonas afectadas, vender equipos informáticos o facilitar emprendimientos en ese orden, garantizar salarios acordes al trabajo, etc. De esa forma se evita la propagación de conductas incívicas, que como se vio en el ejemplo inicial, se pueden suscitar en diversos sitios y en cualquier estrato social.
También ocurre cuando las normas no están claras u ofrecen tanta flexibilidad que favorecen el desorden. Las pérdidas no son solo de elementos tangibles, sino de fenómenos más complejos y graves que atentan contra la transparencia, legitimidad y sostenimiento de un modelo social: la corrupción, uno de los más graves y con mayores tentáculos que corroen la sociedad toda.
De modo que la expresión “ventana rota” es símbolo de otras muchas respuestas incívicas, que degeneran en descomposición de la sociedad, falta de apego a los valores universales, falta de respeto de la gente entre sí y hacia las autoridades, alrededor de las cuales se crea un ambiente de extorsión y soborno y a la inversa. Es la corrupción en todos los niveles, la corrupción como estado mental, la falta de educación y formación de una cultura ciudadana. Todo eso muestra un país con numerosas ventanas rotas. ¿Culpa del ciudadano, o de quienes regulan y dirigen la sociedad desde el Estado?
En todos los escenarios en que desde mediados de los 80, se ha implementado la teoría de las ventanas rotas, los resultados han sido positivos. Luego siguió en 1994 el impulso a la política de “tolerancia cero”, expresión que si bien sugiere a primera vista una solución autoritaria y represiva, en realidad se enfoca en la prevención y promoción de condiciones sociales de seguridad y bienestar ciudadanos. No alude ni a linchar delincuentes ni a una policía prepotente, porque de hecho, ante los abusos de autoridad también se exige la tolerancia cero. Se trata de “(…) crear comunidades limpias, ordenadas, respetuosas de la ley y de los códigos básicos de la convivencia social humana.”
Allá tendremos que llegar porque este pueblo lo merece, pero de momento…
Tenemos una sociedad enferma y con muchas ventanas rotas.
A transgredir todo lo que haga falta, o todo lo que se pueda, no se llegó de pronto. Es muy complejo el asunto porque está instalado en la mentalidad, no de la colonia ni de la república burguesa, sino del modelo de socialismo que adoptamos y nuestros aportes. Ocurrió por las distorsiones de mecanismos que forman parte del orden social necesario en cualquier sociedad. Es difícil, pero incluso cuando se quiere enfrentar, como ha ocurrido recientemente, no se va a la raíz. Los infractores nunca son de las élites del poder, que es donde verdaderamente está la peor corrupción, sino en los delitos comunes de gente del pueblo, que el queso, las cebollas, el café, etc… Pero ya las redes sociales dan mucha información, así es que la gente sabe. Entonces la dirigencia pierde autoridad moral. Así no se sostiene un proyecto ni se reparan ventanas rotas.
Las raíces son profundas. No pasamos de lo privado a lo social sino a lo estatal, con el supuesto de que todo es de todos, lo que es un absurdo, no es de nadie o es de las élites que controlan el poder político y económico desde el Estado, que se convierte en el gran monopolio. Otro detalle. Por lo menos desde los años 70 recuerdo que cuando la escuela requería pintura, esa tarea le tocaba al padre del alumno que trabajara en una empresa que la tuviera. Lo mismo si había que reproducir materiales escolares, etc.. Si trabajabas en un comedor obrero, tenías el azúcar resuelto porque podías llevarte de allí al menos eso. Si tenías dinero y una buena relación con el carnicero, este te vendía por fuera y a mayor precio, de la carne racionada que hubiera recibido del Estado para la población de la zona. Y por último, curioso que de esa época nos llegue aquello de “tú te haces el me pagas (refiriéndose al Estado), yo me hago el que trabajo”.
Así llegamos a los 90, la peor crisis. Si no había “búsqueda” (sustraer o ser beneficiado ilegal pero toleradamente con algo) pues no había vinculación al trabajo del Estado. Al menos a escala popular, quien necesitaba harina o jabón de baño, por ejemplo, tenía que comprarlo en el mercado informal y el día que hicieran un operativo policiaco y capturaran la red de esos productos, pues se quedaba sin nada. Que el Estado ya dispusiera de la harina no significaba que usted podría adquirirla, de hecho no la adquiría porque, o iba para el turismo o para las tiendas en divisa a precios inalcanzables para la mayoría.
De ahí se pasó en buena medida a callar el delito, al contrabando y los contrabandistas. A mediados de esa década de los 90, cuando casi todos de alguna forma vivíamos al margen de la ley -de tantas cosas prohibidas y los pocos productos y servicios controlados por el Estado-, el historiador Salvador Morales me decía: “me preocupa mucho lo que está pasando, ya la gente no ve las sustracciones en los centros de trabajo como robo, ¡sino como una especie de redistribución de la riqueza nacional!!”
Treinta años después tenemos una sociedad enferma. Pareciera que la lucha por la supervivencia en medio de tantas carencias durante demasiado tiempo, sumado a la actuación de las altas instancias del poder que persisten en ejercer enérgicamente la autoridad hacia los de abajo solamente, y atacar al fenómeno en vez de la causa, nos va llevando al caos. Ojalá que el habitual triunfalismo oficialista no opaque nuestra mirada crítica para que, aun a destiempo, ciudadanos y gobierno podamos comenzar a arreglar nuestras propias ventanas rotas.
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