Una llamada de DDT

Ilustración: Brady

Como la gente normal, en mi adolescencia yo miraba las películas por la acción, no me fijaba en los créditos iniciales, y me levantaba cuando los finales empezaban a subir. Ni por un segundo pensé dedicarme al cine; decía que el séptimo era un arte para desconectar y me quejaba, condescendiente, de las películas cubanas. Fue así hasta que un día de 1987 el grupo Nos-Y-Otros, del que formaba parte, recibió una llamada del DDT (donde colaborábamos con textos humorísticos), para decirnos que cierto cineasta del ICAIC se había interesado por los autores de un cuento llamado Usted es un hombre feliz. La historia era nuestra (mía, concretamente) y el cineasta Daniel Díaz Torres, cuyas iniciales, vaya coincidencia, también eran DDT.

 A cuatro tipos azorados y sin la menor experiencia en lides cinematográficas como nosotros, Daniel les propuso escribir una película de varios episodios. Algo debió vernos. En los años que siguieron, hizo gala de una paciencia increíble para enseñarnos la técnica sobre la marcha, no amilanarse ante nuestras torpezas (ni, lo que reviste mayor mérito, ante nuestra arrogancia), y sacar al final algo en limpio: casi 200 cuartillas de la enésima versión de lo que iba a ser Alicia en el pueblo de Maravillas (que, a instancias de Daniel, Jesús Díaz ayudó a rebajar a 120). Agotados, los otros tres integrantes de Nos-Y-Otros fueron saliendo del proyecto, si bien, justo es decirlo, en la película terminada hay por lo menos un aporte de cada uno. Tampoco nos volvió la espalda cuando se armó la horrorosa atmósfera alrededor de la película recién estrenada, y mediada la última década del siglo, me llamó para construir su siguiente proyecto, que se llamó Kleines Tropikana, y luego para Hacerse el sueco, y Lisanka, y La película de Ana

 Supongo que queda claro que, sin Daniel, yo no habría entrado en el mundo del cine. Pero de las películas que escribimos juntos hablaré con más detalle en otro momento. Hoy quiero referirme a nuestra amistad, que es lo que más me falta 10 años después de su inaceptable partida.

 Como parte de mi alfabetización cinematográfica (imprescindible para convertirme en guionista sin haber pasado por una escuela de cine), durante años Daniel me pasó películas en VHS que sacaba de la videoteca de la EICTV de San Antonio, y que yo estudiaba y devolvía enseguida. Además, ambos admirábamos a las bandas de rock anglosajonas de los sesenta y setenta, así que con frecuencia intercambiamos CDs, traídos como trofeos de nuestros viajes. La coincidencia llegaba hasta los gustos literarios: fue él quien me descubrió a una serie de autores, como el checo Pável Kohout, de quienes me volví seguidor irredento.

 Sin salir del terreno de textos y contextos, al respecto recuerdo una anécdota muy divertida (mirada desde afuera o años más tarde) aunque de tono bastante escatológico, de manera que quien lo prefiera, puede saltarse lo que queda del párrafo: en cierta ocasión le regalaron todos, o casi todos, los libros de ese grande del humor que fue el rosarino Roberto Fontanarrosa, y me los fue dando de uno en uno. El cuarto o quinto se llamaba Usted no me lo va a creer, título, como se verá, sumamente apropiado. De hecho, Daniel no lo había leído aún al prestármelo, pero lo hizo por pura bonhomía y porque puedo ponerme, eh, muy insistente. El caso es que pertenezco al gremio de los que leen mientras están sentados en el inodoro. Esa mañana aciaga leí, terminé lo mío, puse el libro encima del tanque de cerámica para presionar la palanquita… y el cabrón volumen de portada verde resbaló, no sé cómo, y cayó dentro, abierto como un plumero. Un libro nuevo, virgen, todavía con olor a imprenta, que a partir de ese instante aciago sería reemplazado por emanaciones más potentes y menos nobles. Dos horas más tarde, con la culpa gravitando sobre mí, marqué el número de Daniel. Mi posterior explicación habría ganado cualquier concurso de retórica. Con un leve encabronamiento pero con grandeza de espíritu, Daniel me perdonó, y lo que resulta todavía más inexplicable, siguió prestándome libros después de tan asqueroso accidente. Si eso no habla bien de la amistad que me profesaba, no sé qué otra cosa podría hacerlo. 

 Discutimos, cómo no. No era un tipo demasiado alto, pero contaba con un vozarrón que imponía, y una increíble vehemencia a la hora de exponer sus ideas. Asistimos juntos a un puñado de festivales europeos, y a menudo lo escuché disertar en otros idiomas. Su francés era tan bueno como terrible su inglés… pero lo entendían igual, aunque Shakespeare se hubiera hecho el harakiri al escuchar su peculiar gramática. Y es que, al hablar, lo hacía con tal intensidad que te arrastraba. Cuando trabajábamos en un guion, generalmente en mi casa, los vecinos habrán pensado que en cualquier momento íbamos a agredirnos a machetazos: «¡Hay que ser anormal para creer que ese personaje pueda reaccionar así!», «¡Es que tú estás atrás del palo, no tienes idea de cómo habla la gente en la calle!», y de pronto uno de los dos decía algo que el otro encontraba bueno, y la reyerta nunca se producía, y nos regocijábamos por el hallazgo y seguíamos adelante.

 Cada vez que yo escribía un cuento o una novela, y más tarde cuando me aventuré a dirigir mis primeros cortometrajes, le pedía su opinión, y él me la expresaba con sinceridad: aunque a menudo laudatoria, más de una vez me dijo lo que no le había gustado de un trabajo mío. Yo no soy exactamente el tipo más receptivo ante las críticas negativas, pero en su caso las aceptaba porque al cabo resultaban bastante justas. No le gustó High Tech, el segundo corto de Nicanor, pero se entusiasmó con el rough cut de Vinci, y otra vez con un texto literario (El beso y el Plan); tanto, que me hizo incorporarlo al guion de Kleines Tropikana.

  La película de Ana (2012) fue nuestra última colaboración terminada, y uno de sus trabajos más exitosos. Luego vino su enfermedad absurda y repentina. En septiembre de 2013 todo había terminado. El cine cubano perdía a un realizador talentoso, un creador inquieto, dueño de un estupendo sentido del humor; yo me quedaba sin mi tutor, mi hermano mayor. Una década más tarde, me he resignado a que la suya es de esas ausencias que no sanan.

Textos relacionados

Estrellas de rock, estrellas de cine

Cómo debe ser el cine cubano

Cómo debe ser el cine tercermundista

1 comentario

Yo 17 septiembre 2023 - 10:45 AM
En los creditos de Alicia en el pueblo de Maravillas no aparece su nombre ¿?

Los comentarios están cerrados.

Agregar comentario