Traducido del Más Allá por Max Lesnik.
El portal “Orbyt” de la Internet que se edita en España tuvo la buena idea de entrevistar al Profesor Sergie Krushchev, hijo del desaparecido ex jefe de la Unión Soviética sobre lo que pensaba su padre del Presidente norteamericano John F. Kennedy y lo que el líder soviético dijo al momento de conocer la noticia del asesinato de Dallas el 22 de noviembre de 1963. La entrevista fue realizada por el corresponsal de “Orbyt” en Moscú, Xavier Colás. Fueron seis intencionadas preguntas del periodista español seguidas de seis muy interesantes respuestas del Profesor Sergie Krushchev que vive retirado en los Estados Unidos. Aquí va la entrevista:
“Las llamadas nocturnas no eran habituales en casa del líder soviético Nikita Krushchev. Así que un 22 de noviembre de hace 50 años, cuando el principal rival del presidente John Fitzgerald Kennedy colgó el teléfono tras una breve conversación con su ministro de Asuntos Exteriores, su hijo Sergei Krushchev supo que algo grave pasaba. «Le dijeron que habían disparado al presidente de EEUU y se fue a la sala contigua, estaba bastante nervioso por lo que pudiesen hacer los halcones de Washington y la gente de la línea dura», recuerda en una entrevista con Crónica el vástago del líder soviético, que actualmente vive cómodamente en Estados Unidos.
Haber cambiado Moscú por la tierra que tu padre situó en el punto de mira de 42 cohetes R-12 y sus ojivas nucleares no supone ninguna contradicción para este ingeniero nacido en 1935. «A mi padre no le hubiese parecido mal porque la Guerra Fría terminó hace mucho», zanja con la misma sencillez con la que vive en Rhode Island como profesor retirado, disfrutando de las carpas de su estanque y dando alguna conferencia sobre la vieja política de dos bloques: unos años convulsos en los que Sergei fue testigo directo de la incredulidad, rivalidad y posterior deseo de cooperación que despertó el joven presidente norteamericano en la jerarquía soviética.
P. — ¿Cómo recuerda aquel viernes de 1963?
R. — Fue el día en que todo cambió. Tras la crisis de los misiles había disposición a colaborar en muchos temas: hasta en llegar a la Luna.
P. — ¿Qué teorías barajó su padre sobre la autoría del magnicidio?
R. — Cuando se anunció que se acusaba a Lee Harvey Oswald [que había residido en la URSS] pidió inmediatamente al jefe de la KGB que revisase todos los documentos sobre él. El análisis que le dieron es que podía tratarse de la CIA, tal vez la mafia norteamericana o incluso un oligarca del petróleo de Texas. Recuerdo a mi padre caminando por todo el salón tras confirmarse la muerte de JFK: incluso pensó en presentarse en el funeral. Y pidió a mi madre que le enviase una nota a Jackie.
P. — Es una cercanía extraña hacia el líder contra el que un año antes casi desata una guerra nuclear.
R. — Fue una crisis geopolítica para EEUU, que estaba acostumbrado a estar protegido por dos océanos. En Rusia es distinto: han pasado ejércitos napoleónicos, alemanes… Estamos acostumbrados. Para los americanos fue un golpe psicológico tener esos misiles tan cerca, en Cuba. Pero los españoles, por ejemplo, saben que los misiles apuntan igual desde Rusia que si se los acercamos hasta Cerdeña. En Washington pensaban que rusos y europeos podríamos matarnos entre nosotros por Berlín, pero que a ellos no les afectaría.
P. —Y estaban equivocados.
R. — ¡Estuvimos al borde de la guerra! EEUU no quería reconocer a la URSS como a un igual, y nuestra obligación era proteger a [Fidel] Castro. Cuba era un trozo de tierra del bloque soviético adentrado en el bloque capitalista. Justo al revés que Berlín.
La llegada de JFK a la Casa Blanca fue bien recibida en casa de los Krushchev: «Mi padre estaba radiante el día que ganó». Aquel 4 de noviembre de 1960 incluso bromeó diciendo que «era un regalo con motivo de la fiesta de la revolución», que se celebraba en la URSS por todo lo alto tres días después.
Pero el pulso por Cuba torció todo. Aquellos 13 días de octubre de 1962, mientras el mundo contenía la respiración, los Krushchev hicieron vida normal: «No hubo ningún plan de evacuarnos». El sábado se fueron a la residencia campestre, Gorki-9, donde ahora duerme el primer ministro Dimitri Medvedev. Y al día siguiente, en Novo Ogariovo, donde reside actualmente el presidente ruso, Krushchev se vio con la plana mayor para rematar, de espaldas a Castro, el acuerdo: EEUU no invadiría Cuba y retiraría sus misiles de Turquía. Castro siempre le reprochó esto a los soviéticos, hasta que tras una buena discusión a gritos regada con coñac el camarada Nikita le mostró al cubano, «hoja a hoja, toda la correspondencia con JFK de esos días». Ahí se dio Fidel por satisfecho.
Nikita Krushchev fue desplazado del poder un año después de morir Kennedy. Aislado, fue despreciado por la élite soviética y su hijo Sergei tuvo problemas con la KGB mientras trataban de sacar del país las memorias de su padre. Había intentado dictarlas en plena calle para esquivar los micrófonos, pero el secreto resultó tan imposible de esconder como el de esos misiles que cruzaron en barco el Atlántico. La amargura de aquellos últimos años hasta la muerte de su padre en 1971 no es la causa de que Sergei marchase en 1991 hacia los verdes paisajes del norte de la costa este de EEUU. «Me ofrecieron cambiar las computadoras por las clases de Historia». En 1999 dio un paso más y adoptó la ciudadanía norteamericana.
P. — ¿Es Obama su nuevo Kennedy?
R. — He votado por Obama. Creo que tiene muy buenas intenciones aunque le falta la voluntad y el carisma de Kennedy para llevar a cabo las cosas. Le falta liderazgo para que la gente le siga, pero trata de evitar el conflicto. En el caso de los misiles, ambos líderes pararon la guerra, claro que América escribe la historia a su manera.
P. —Pero JFK es una leyenda en EEUU y Krushchev no lo es en Rusia.
R. — Son dos naciones muy distintas. Los rusos perdieron su historia y el Gobierno actual no quiere reconocer la era soviética salvo desde el punto de vista de Stalin”.
Sin duda que fue muy reveladora la entrevista realizada por el portal “Orbyt” al hijo de Nikita Krushchev.
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