La Habana está diseñada para que vivan cómodamente más de un millón de habitantes con varios métodos de transporte. Es una ciudad pequeña, sin tranvías ni metro, ni tren suburbano. Una vez los hubo, al menos tranvías, recorrían las avenidas 23, 12 y Línea (de ahí el nombre de esta arteria), pero los ardides de los magnates de los ómnibus lograron que se retiraran los tranvías de las calles. Este error nunca costó tanto como ahora.
El metro estuvo a punto de existir, se comenzó a construir en La Habana en la década de los ochenta, por supuesto, pagado casi íntegramente por la Unión Soviética. Prometía ser una estructura funcional y duradera, como todo lo soviético, excepto la Unión, que un día desapareció y con ella cualquier esperanza que el transeúnte habanero tuviera que moverse por su ciudad sin experiencias épicas en cada trayecto porque las dimensiones de la ciudad no han variado mucho en los últimos treinta años, sin embargo ha llegado a tener más del doble de su población en este mismo lapso de tiempo.
En la fase actual del proceso post pandémico, un gran número de estudiantes, trabajadores y población en general no sale a la calle, sin embargo el transporte público está completamente activo. El resultado es un cómodo y fácil desplazamiento que por momentos recuerda a la década de los ochenta. Esta ilusión se va deformando por día, se puede notar a simple vista.
En unas semanas trasladarse en La Habana volverá a ser un via crucis porque más personas saldrán a la calle. Habrá interminables colas otra vez, escasez de combustible, hacinamiento en las guaguas y almendrones cuyos precios más allá de responder a la ley de la oferta y la demanda, responderán, como siempre, a la ley de los carteles según sus conductas de autoprotección, reparto de territorios y colaboración para eludir las normativas. El sistema de transporte público sencillamente no alcanza.
Sobra población
El Estado ha tomado partido y ha creado alternativas más allá de los ómnibus y los almendrones. Existen cooperativas que se encargan de mantener en movimiento a la inflada población de la ciudad. En honor a la verdad han resuelto parte del problema y son una alternativa a las largas colas y a las horas perdidas bajo el cariñoso sol de la isla.
Pero el ciudadano “presupuestado” o el pensionado, o el estudiante, con lo cual se menciona ya a una grandísima parte de la población habanera, no puede costearse estos taxis como medio regular de traslación, puesto que como el planeta, estos estratos sociales tienen dos movimientos característicos, de rotación alrededor de la comida y los bienes esenciales, y de traslación alrededor de la ciudad en busca de los mismos. No se puede andar desperdiciando fuerza cinética a lo tonto.
Pero hemos estado peor. En la década de los noventa, en pleno período especial, era virtualmente imposible moverse por la ciudad, ya que la afluencia de guaguas era prácticamente inexistente. Gran problema, gran solución. Las autoridades tuvieron un epitafio. Me gusta imaginarme que lo tuvo un dirigente en la cola de la antigua y majadera ruta 264. La gran solución: deportar decenas de miles de habaneros y mandarlos lejos del sistema de transporte público.
Cuba compró miles de bicicletas y las vendió a un precio módico (sea lo que sea que ahora mismo signifique esa palabra). Pocas decisiones han sido tan acertadas en la historia de las crisis cubanas. El problema no desapareció, como es lógico, pero el alivio en las redes de transporte y la autonomía de movimiento lograron que La Habana siguiera siendo una ciudad funcional.
La libertad
Nunca se olvidan aquellas imágenes de Vietnam o China en la década de los ochenta, sus calles (gigantescas) repletas de bicicletas como un tour de France ampliado, y luego en los noventa lo mismo, pero con pequeñas motos, y luego del dos mil, igual, pero con modernos carros. Se aprende una sola lección de esto, no hay que tener la flatulencia más alta que el esfínter. Y tras esta lección uno se pregunta por qué no están las calles de La Habana repletas de este transporte tan barato y saludable, si hasta los países industrializados están acudiendo a esta solución para disminuir los niveles de polución y ganar en salud y calidad de vida.
Los ejemplares que existen hoy en Cuba equivalen en precio a una tonelada de uranio, incluso aquellas muy viejas y rústicas de marca Forever y Phoenix. Pero el que suscribe cree firmemente que la solución al problema del transporte habanero está en la generalización de la tracción humana. No hay peros económicos que valgan. Importar un gran número de estos aparatos abarataría enormemente su costo, por tanto podrían ser vendidos a precio módico (he aquí esta palabra otra vez), o a plazos si se quiere.
Si se quiere también, es una inversión en salud, un ahorro en combustible, y un alivio para las redes de transporte, tan colapsadas. Se generarían empleos: talleres, tiendas especializadas, pequeñas manufacturas de partes y piezas y los parqueadores, ahora en el olvido. A veces la solución más eficiente es la más simple, y a veces un poco de imaginación gubernamental sustituye muchos recursos. Tampoco es que tengan que tener la idea de la nada porque ya se hizo, y funcionó. La Habana es una ciudad pequeña, sin tranvías ni metro, ni tren suburbano, pero es pequeña y puede recorrerse a pedales. La libertad de movimiento es la semilla de toda libertad.
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